Este sábado 21 de junio se ordenan siete de nuestros hermanos: un sacerdote y seis diáconos. Pensando en ellos y en la tarea a la que están llamados, vuelven a mi mente ciertas páginas del Evangelio.
Las que muestran a Jesús rodeado de gente. Son muchas. Mateo habla de grandes multitudes que desde el inicio de su predicación comienzan a seguirle desde Galilea, Decápolis, Jerusalén, Judea, y desde el otro lado del Jordán. Rápidamente, confirma Lucas, su fama se difundió por toda la región. Muchísimas personas quedaron impactadas por sus enseñanzas. Jesús explicaba las Escrituras de un modo distinto, sus respuestas siempre iban al corazón de las cuestiones que se planteaban. Por eso todos le hacían grandes alabanzas y el gentío se agolpaba a su alrededor para escucharle.
Muchos también buscaban a Jesús por las curaciones que hacía. Al enterarse, la gente se acercaba a él, relata Marcos. Le llevaban a enfermos o los sacaban a las puertas de sus casas y de sus lechos, esperando a que Jesús pasara. Los que eran curados difundían la noticia y aquello atraía a otros. Llegado a un cierto punto la gente era tan numerosa que se hacía difícil llegar hasta él. Algunos buscaban entonces el contacto físico usando el engaño y la fuerza. Se le echaban encima para poder tocarlo, cuenta Marcos, porque de él manaba una fuerza que sanaba a todos, añade Lucas.
Las jornadas de Jesús solían estar completamente ocupadas por las peticiones de la gente. Le presionaban para obtener cualquier cosa: unos le esperaban con paciencia, otros se valían de su posición social, otros se ponían en contacto con alguno de los apóstoles. Por dos veces, Marcos anota que la multitud impedía a Jesús y a sus discípulos comer en paz.
Y así podríamos seguir largo y tendido. Estos relatos nos atraen. Cada vez que los releo me pregunto por qué no me canso de contemplar a Jesús mientras se dedicaba a estas cosas. Tal vez la respuesta sea sencilla. En ellas hay algo que vivimos también nosotros: la necesidad de ver, de escuchar y de tocar a Cristo. Esto es precisamente lo que me hace pensar en nuestros siete hermanos en vísperas de su ordenación: la misma necesidad que atraía entonces a las multitudes hacia Jesús es la que mueve hoy a los hombres a buscar a los sacerdotes. Buscan a alguien que les conduzca hacia Cristo, que les ponga en contacto con esa energía buena que nace de él. También nosotros necesitamos ser sanados y perdonados, y escuchar su palabra.
La ceremonia de las ordenaciones sacerdotales siempre es la experiencia de una gran fiesta. La comunidad cristiana exulta cuando Dios le dona a estos hombres, a los que convierte en cauces de su gracia. El sacerdote es Cristo entre la gente de hoy. Es enviado para escuchar a todos, para corregir, para enseñar la verdad que hace libres, para interceder. Custodia y administra el poder con que Cristo libera a los hombres del mal y les perdona sus pecados. Tiene la tarea de hacerlo presente en la Eucaristía, de modo que la gente pueda volver a verlo, a tocarlo, a vivir en comunión con él.
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