Nader nació en Nazaret, en 1962. Decidido a estudiar Medicina, de joven se trasladó a Italia porque en las universidades israelíes había muy pocas plazas para las minorías. Él procede de una familia católica y no ha hecho el servicio militar, lo cual no supone ningún punto a favor. Al terminar los estudios obligatorios llegó a Verona sin saber una palabra de italiano. «Quise venir porque siempre había oído hablar de la cristiandad italiana». Ahora trabaja en un ambulatorio en Billin, un pueblo cercano a Nazaret, donde regresó hace ya dieciocho años. «Cuando partí hacia Italia me decía: allí hay una gran familia católica esperándome».
Una vez en Italia, miraba con gran atención todos los signos de esta “familia” y en la universidad notó inmediatamente la presencia de los carteles del Movimiento Popular. Mientras tanto se ganaba la vida como aparcacoches, lavaplatos, cualquier trabajo que le permitiera seguir estudiando. «Siempre noté en la gente una cierta actitud hacia mí que no era caridad, sino más bien pietismo. Eso me entristecía mucho, porque sin querelo me decían: tú no eres como nosotros. Mientras que yo quería sentirme un hombre como todos los demás». Un día entró en la cooperativa de estudiantes de CL, la Cusl, y conoció a un chaval: «¿Quiénes sois? Qué hacéis aquí?». «Vendemos libros y damos otros servicios...». «Ah, perdona, pensaba que os juntabais para rezar, para hacer catequesis». El otro se quedó descolocado: «¡Eres el primero que viene buscando eso!». «Era lo que necesitaba», dice Nader hoy: «Buscaba a Cristo, pero no sabía muy bien quién era».
Así fue como empezó a estar con ellos. Iban a misa y todas las semanas hacían la Escuela de comunidad. En una asamblea, sobre un texto de El sentido religioso, intervino delante de todos. Con mucho esfuerzo, intentó contar lo que le llamaba la atención. Pero la reacción de sus compañeros no le animó mucho. «Entonces intervino un chico: “Este amigo nuestro está aprendiendo. Debemos intentar entenderle, apoyarle, abrazarle”. Nunca antes había oído algo así: aceptar a otro tal cual es. En aquel momento ya no me sentía como un “pobrecillo”, sino como un hombre que tiene un valor indiscutible». Empezó así un camino con ellos. «Mis dolores de parto», como lo llama él. «Sentía el dolor de aceptar el juicio de otro sobre mi vida. Para la mentalidad árabe, el hombre es hombre si no necesita ayuda. Mientras que el encuentro con el movimiento me pedía seguir, fiarme. Nunca había dicho delante de nadie: ¿qué quieres de mi vida? La idea de hombre que conocía era la de alguien que no pide, pero yo tenía que pedir: para que me fuese dado lo que buscaba. Y en medio de esos dolores, crecí. Sin sufrimiento, la vida no se saborea».
Después de la universidad, decide volver a Israel, hace el examen estatal, y empieza a ejercer como médico en el hospital. «Aquellos primeros años, lo que más me sorprendía era que la gente llegara y me dijera: “Esperaba que estuviera usted de guardia”. Hasta las mujeres musulmanas me decían: “Hay muchos médicos pero no nos fiamos de ningún otro”. Entonces empecé a preguntarme el porqué: ¿qué soy yo? Me di cuenta sencillamente de que trataba a la gente como si fueran mis hermanos, mis hermanas, mi padre o mi madre. ¿Y quién me había dado esa forma de tratar? El movimiento. El descubrimiento de ser hombre se abría de par en par delante de los que encontraba: los otros son hombres como yo».
Dieciseis años después de salir de Italia, recibió la llamada de Gaetano Tortella, el sacerdote de Verona que le había acompañado durante los años de universidad. «Vamos a verte». Era el año 2012. Se presentaron veinte y él abrió su casa. Nunca olvidará las palabras de su cuñada después de aquellos días: «¿Lleváis tantos años sin veros y estáis juntos así? Yo quiero eso». De ese deseo nacieron los encuentros juveniles que hoy, una vez a la semana, se celebran en su ambulatorio. Nader pensó en lo que había visto suceder en el Evangelio: «Venid y ved». Empezó a invitar a los jóvenes que encontraba en la parroquia, entre sus amigos, entre los hijos de sus pacientes, cualquiera. «Los que buscaban a Dios empezaron a venir. Por desgracia, el párroco no pudo darnos un espacio, y por eso nos reunimos en mi despacho». Católicos, ortodoxos, jóvenes sin fe. «Lo que quiero más que cualquier otra cosa es que descubran el yo que existe dentro de ellos. Que sepan que cada uno es único: una persona única. Sólo así podrán aceptar al otro tal como es». En sus primeros diálogos, cuando preguntaba: ¿qué pensais sobre esto o aquello? Silencio. «No estaban acostumbrados a decir yo». El mismo descubrimiento que comenzó en él con el movimiento y que, al volver a casa, creció por las calles.
«Antes de la visita de don Gaetano, había dejado de seguir el movimiento, no tenía ningún contacto». Pero no se había olvidado de las cosas más importantes: «Por qué estoy vivo y que todo es compañía. Así, cada persona que llamaba a la puerta del ambulatorio y de mi vida era para mí Cristo. La que más me lo ha enseñado en estos años ha sido mi hija Karine». Once años, albina. En su cultura, esperar un niño con problemas es signo de que Dios no te ama y te quiere castigar. «Es justo lo contrario. Dios me ha hecho este regalo sólo porque me ama. Karine ha roto todos mis esquemas de pensamiento». No puede estar al sol, tiene graves problemas en la vista, porque con la luz no ve, pero en el colegio, al que no puede ir sola, la acompañan sus amiguitos. «Se han acercado a ella porque es distinta. No en lo físico, sino porque ama a todos, es muy abierta». Y porque ella «pide». Él la mira para aprender a hacerlo, y piensa todos los días: «Tenemos ojos y no vemos. Bienaventurada ella que ve con el corazón».
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