«Perdone, hermana, ¿tiene un momento?». La hermana Viviana, que ya tiene puestas las llaves en la cerradura, se da la vuelta: «Dígame». Un hombre, sentado en el sillín de una moto, le explica: «Mi padre necesita una medicacion. No es urgente, pero si pudieran venir hoy... ». «Entre. ¿Su padre? Sí, recuerdo que ya hemos estado, pero vuelva a darme la dirección. Un momento, que voy a apuntarla». Tarda el tiempo justo para cruzar el patio, entrar en el convento y escribir en una cuartilla la calle y el nombre. «Llegaremos a más tardar por la tarde». Bajamos por la escalera y se nos acerca una niña llorando, se abraza fuerte a las piernas de la hermana Viviana y grita: «¡Quiero a mi mamá! ¿Dónde está Chiara?». La toma en brazos mientras recorremos un largo pasillo y me explica: «La madre trabaja por turnos en el supermercado y nos ha pedido cuidar de ella una vez a la semana. No se puede permitir tener una canguro. Chiara es la hermana que habitualmente la atiende».
Así comienzo mi día en Trieste con las Hermanas de la Caridad de la Asunción. Esta congregación nació en el seno de la experiencia de CL, del núcleo originario de las Hermanitas de la Asunción, a las que en los años 60 enviaba don Giussani a muchas jóvenes para verificar la vocación religiosa. Cuenta con decreto pontificio desde el año 1993. Es un día de esos que te rompen los esquemas y que revela cada minuto que paso con estas doce mujeres –desde la más joven, Chiara, que entró en el convento en el 2007, hasta la más anciana, Ángela, enferma y en cama– que la caridad cristiana abraza discretamente, sin hacer ruido, cada aspecto de la realidad, incluso lo más pesado y doloroso, tal y como se presenta cada día, y lo cambia, en el sentido en que revela la presencia de un Amor que conmueve. Creo que, sobre todo, esta circunstancia es una ocasión para mí. Me olvido de la grabadora; sólo quiero contemplar cómo irrumpe la belleza de la vida cristiana.
Mientras tomamos café en el refectorio, Viviana –el apelativo “hermana” surge tras unos cuantos minutos– nos cuenta: «Las Hermanitas de la Asunción llegaron a Trieste en 1937. En 1958 se trasladaron a este nuevo convento. En el 93, tres de ellas, que habían conocido a don Giussani, decidieron permanecer en la nueva congregación. En la ciudad todos nos conocen por las “hermanas del puente” (por estar éste cerca de donde se ubica el convento, ndr). Nuestra obra se reparte en dos frentes: el primero es la asistencia sanitaria, lo que significa, que además de tener un ambulatorio abierto por las mañanas aquí en el convento –donde proporcionamos asistencia médica, ponemos inyecciones...– se hace un seguimiento de los enfermos a domicilio. Después está la ayuda a las familias, como soporte educativo para los niños. Por ejemplo, vamos a buscarlos a su casa para llevarlos al colegio y luego los volvemos a llevar; algunos de ellos se quedan a comer a mediodía y a hacer los deberes, incluso, si es necesario, se quedan también a cenar. Hacemos las tareas de la casa y la compra. Compartimos las necesidades de las familias».
El sudoku y el pararrayos. ¿Quién acude a vosotras? Sonríe. «¡Toda la ciudad!». Para el trabajo de enfermería, frecuentemente recurre a nosotras el distrito sanitario. En el caso de los menores, los maestros, asistentes sociales y psicólogos. En todos estos años ha ido surgiendo una trama de relaciones y de afecto hacia nosotras, hacia nuestro modo de actuar. En 1996 el Ayuntamiento estableció un convenio con la Congregación por el que asigna para cada menor una cantidad en concepto de “devolución de los gastos”. Esto nos permite trabajar como queremos: un niño puede necesitar estar con nosotras un par de horas o todo el día. El acuerdo se ha realizado con una concejala, que, incluso teniendo ideas opuestas, ha captado algo peculiar conociendo nuestra obra: una mirada que acoge a toda la familia. Con mucha frecuencia se oye decir a ciertos profesionales del sector: “Este caso sólo lo pueden seguir las “Hermanitas”. Todos nos conocen. Nos paran en la panadería o en la calle». Lo he visto, tengo que decirlo. Además, las Hermanitas no llevan velo o un hábito característico. Sólo llevan una cadena al cuello con la estilizada imagen de la Virgen de la Misericordia y el lema “Adveniat regnum tumm per Mariam”. Pero, por lo que parece, ese manto bajo el que refugiarse es bien visible.
Suena el teléfono. Es para Viviana. Miro alrededor mientras ella sale con la niña en brazos: todo está limpio, ordenado, cuidado. En la cocina, Mariarosa prepara la comida para las doce hermanas y los niños que se quedan a comer. «Son doce los que se quedan a comer entre Primaria y Secundaria. Llegan en horarios diferentes –explica–. Con ellos comen algunos educadores que hemos contratado. Juegan hasta las tres y después hacen los deberes. La ratio es de uno o dos niños por adulto. También nos ayuda una madre y algunos universitarios que hacen aquí la caritativa. Los niños acuden a nosotras porque suelen tener problemas familiares o personales que les provocan sufrimiento y fragilidad personal, y no resisten todo el horario escolar; necesitan una relación de preferencia. Hasta puede suceder que les tengamos que ayudar a poner su habitación en orden».
No para un momento mientras habla. Sobre la mesa tiene abierta la página del periódico en la que está el sudoku. Lo guarda y se ríe. «Me gusta. Escribo números mientras cocino». Sobre una de las paredes está el folio con los turnos. El de mediodía sólo tiene un nombre: Mariarosa. La cocina, como en todas las familias, es el sitio por el que todos pasan. Entra la hermana Rosa, de 89 años. Coge un trapo y se dirige al refectorio. Mariarosa se le acerca y le coloca con delicadeza el cuello de la camisa. «Nunca se está quieta. Limpia, hace compañía a la hermana que está en cama... Es para todas una presencia silenciosa. Reza mucho: es nuestro pararrayos», me dice Viviana, que vuelve a entrar en ese instante. «Mariarosa, hoy viene la psiquiatra para ver a esa niña que tiene problemas. La idea es que la niña pueda estar contigo ayudándote en la cocina para aprender. Nos encontramos las tres por la tarde». Se dirige a mí: «Vamos con Cristina a casa de la señora Dorotea, y luego vamos a casa de Vilma y Marisa». En el coche, paseando por las calles de Trieste, me cuenta: «Tenemos muchas peticiones como la de hoy. A veces pienso: esta vez no lo conseguimos. Hace tiempo estuve a punto de rechazar la petición de los Servicios Sociales para un muchacho muy problemático, al que habían echado del colegio. Llamé a Gelsomina (la superiora de la orden; ndr)» y me dijo: “Tómalo, conócelo, haz que viva una vida normal”. Partimos desde sus capacidades, apostando por su libertad. Hoy es muy feliz. Ha dado un salto en el rendimiento escolar. Disfruta comprendiendo. Sobre todo ha entendido que el punto de partida no era su problema, sino él. Somos capaces de “llevar” el dolor que se nos pone delante cada día sólo por la promesa concreta de felicidad que es el cristianismo, una promesa que se renueva continuamente en la Fraternidad de CL. El Señor nunca abandona y desborda nuestra capacidad de amar. Abrazamos cada situación, tratando de vivirla, no de soportarla. Me entran ganas de llorar al ver lo que Dios hace con doce pobres mujeres. Somos partícipes de la vida divina. ¡Eh, ya hemos llegado!».
A ellas las besa el Señor. En la puerta nos espera Cristina, con la bolsa de enfermera colgada al hombro. La señora Dorotea es una anciana que necesita cada día cuidados especiales. Cuando entramos, besa a las dos hermanas y, en un triestino cerrado, me lo cuenta todo: «A ellas las besa el Señor. Son buenas, muy cariñosas. Yo no rezo mucho. Ya habían cuidado de mi marido». Nos cuenta cosas de sus hijos y nietos. Nosotros teníamos que marcharnos, pero se queda Cristina. «Fíjate, Cristina viene de Udine, es enfermera y al principio la habíamos contratado a tiempo parcial... Después el Señor nos la ha regalado».
Otra vez a subir y bajar por las calles de esta ciudad tan particular, que por un lado está pegada al Carso y por otra se precipita hacia el mar. Hay casas preciosas, que parecen austriacas y después, barrios pobres, donde se requiere más el trabajo de las hermanas. «Sor Teresa, con sus 75 años, recorre la ciudad cada mañana a pie o en transporte público, después del ambulatorio, para ir a curar a los pacientes, para acompañar a los ancianos a hacerse reconocimientos médicos en los hospitales o los trámites para la pensión, lleva la compra a una señora que cada mañana la llama para decirle lo que necesita». Subimos cinco pisos a pie y estamos en casa de Vilma y Marisa, dos hermanas que en un tiempo tuvieron una importante sastrería en el centro. A Vilma le han amputado una pierna por problemas circulatorios y se ve obligada a estar en una silla de ruedas. Cada día llega Annunziata, la levanta, la lava y está con ellas. Más besos. Las hermanas son de la familia. «¿Annunziata? Ésa es la peor, una sargento», bromea Vilma. «Son estupendas. ¿Ha visto, Viviana, que jersey tan bonito le he hecho a Annuziata con la lana que queríais tirar? ¿Y los centros de ganchillo para vuestro mercadillo?». «¡Obras maestras!».
En la comida están todas. Carolina, junto a Chiara, se pone con los deberes de los chavales de Secundaria y el grupo de los Caballeros de Sobieski, en la que participan otros niños. «A veces es muy duro estar con estos chicos, que tienen en su historias situaciones muy difíciles. Se quejan, te ponen a prueba. Debes contar sus errores. Lo que importa es que el afecto por ellos no vaya a menos. Ni con ellos ni con los padres. Es muy importante para ellos saber que no nos escandalizamos de los errores de los padres ni de las madres. Por eso nos permiten entrar en sus casas». «Cuando es necesario hablamos con los profesores, psicólogos y asistentes sociales», interviene Chiara. «Nace una relación de total confianza. Es el reconocimiento de Otro a quien la mayor parte no sabe llamar Jesús, pero te dicen: “Nadie mira a nuestros chicos como lo hacéis vosotras”. Hay que respetar lo sagrado que hay en cada familia aunque sea un desastre. El Señor está allí, siempre».
Suena el teléfono. Discretamente se levanta una de las hermanas, responde, y, a la vuelta, se acerca a una o a otra. «Siempre estamos disponibles, aunque sea sábado o domingo», me dice Paola. «Yo voy al hospital pediátrico, desde hace siete años, como asistente religiosa por petición expresa del obispo. Me he encontrado con muchos padres y niños que viven sumidos en el dolor. Algunos te dicen: “Rece por mí, hermana”. Les haces compañía y les ayudas en sus necesidades. Debes dejar que el Señor te tome de la mano para poder abrazar e incluso cargar con el dolor más pesado». La hermana Rosa susurra casi desde el fondo: «Siempre es el Misterio de Dios». Acabo de entender lo del pararrayos. «A veces lo que piensas no es el mayor bien para quien estás tratando. Y debes cambiar», dice Anna, enfermera. Y mira alrededor: «Si no las tuviera, no conseguiría seguir adelante. Son situaciones realmente duras de llevar». «¿Cómo la señora M.?», pregunta Milena. Anna se ríe. Hace ya muchos años que va a casa de esta señora que está enferma y enfadada con todos, que llega incluso a insultarla y luego susurra: «No sabría qué hacer sin Anna». Me cuentan la historia de un niño que vivió durante cuatro años en el convento. La madre, enferma psíquica, se dirigió a ellas. No podía afrontar ella sola esa situación. La enfermedad se estaba agravando, lo que suponía un peligro para el niño. Los tribunales habían decretado el alejamiento, consignando el niño a las hermanas hasta que se otorgara un permiso de adopción. Milena, que lo ha cuidado día y noche, nos habla de ello: «Nos habíamos dado cuenta de que no era la situación idónea para él, por eso pedimos a una familia de CL que se lo quedaran por la tarde, después de la guardería, hasta la hora de la cena. Me puse contenta cuando él me dijo: “Quiero una familia como ésta”. Significaba que las cosas empezaban a ponerse en su sitio». Pienso en las veces que nos decimos que no debemos hacer proyectos sobre nuestros hijos, que debemos velar por su bien. El Señor ha concedido a estas mujeres una maternidad inimaginable para el mundo, llena de su misericordia. Y esto le alcanza a cada niño que está con ellas, sea para estudiar, jugar o para reconstruir un fragmento de su historia. Mirándolas me viene a la mente la vida de los apóstoles, que en este periodo nos hace meditar la liturgia. Hoy como entonces.
¿Por qué no yo? Por la tarde, tras el rezo de la hora intermedia, cada una retoma sus ocupaciones. Los enfermos, los niños, la limpieza, la colada, la compra, las cuentas, el cuidado del jardín, etc. Viviana quiere dar una vuelta por Trieste. «No puedes irte sin ver San Justo y la Plaza de la Unidad de Italia. Dos joyas». Ella, como buena lombarda, sabe todo sobre la ciudad. Me cuenta lo bonito que es el momento de la “bora blanca”, es decir, el viento que deja el cielo terso, sin nubes. Por una de las calles céntricas sale de un restaurante de lujo un hombre: «¿Va todo bien, hermana? La he visto a lo lejos. Esto es para usted. Gracias. Hasta pronto», le pone en la mano dos chocolatinas y se vuelve a meter dentro. «Es el padre de un niño que cuidamos nosotras». Regresamos para el rezo de las Vísperas en la capillita, una hora de silencio y después, la cena. Todas tienen noticias de todos: la enfermera pregunta cómo le ha ido a un chavalín, y la educadora lo hace sobre aquel enfermo tan particular. Hay una sintonía, una correspondencia, que no viene dada por la afinidad de caracteres, ni siquiera por la convivencia, muy larga ya para algunas. A las 22:30 suena la campanilla de la casa. Mariarosa se levanta y se dirige a la cocina. «Es el señor Carlo –dice Cristina–. Vive aquí enfrente. Por las mañanas “dirige” el tráfico en la Plaza Perugino. Tiene algún problema mental. Cada noche viene a por la cena. Pero como él dice: “No quiero un bocata, hermana, sino la pasta”». «Hace tiempo, al darme un crucifijo que había encontrado en la basura y que había limpiado muy bien, me dijo: “Es mejor que lo tenga usted, yo blasfemo demasiado”», concluye Viviana.
Es tarde. Nos decimos adiós. En el convento el día comienza con la misa de las siete. Mientras me despido, pienso que una profundidad de vida como la suya, dentro de la propia vocación, es para todos. Y me vienen a la mente las palabras de san Agustín, que también citaba don Giussani: «Si ellos y ellas sí, ¿por qué no yo?».
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