Paramaribo, Cayena… Me parecían palabras de una canción, o marcas de automóviles de lujo. En cambio son los nombres de las capitales de Surinam y la Guayana Francesa, sede de una importante base espacial europea, dos países situados entre Venezuela, la Guayana británica y Brasil. Cuando me propusieron ser visitor del movimiento en Surinam y en la Guayana, pensé en cuando yo estudiaba estos países en el colegio: nunca habría imaginado que los conocería personalmente, pero la fantasía de Dios es siempre más grande incluso que la de una adolescente soñadora y apasionada por conocer el mundo.
Fue así como el 16 de enero, con Julián de la Morena, una compañía muy valiosa para ayudarme a entrar en este mundo, llegué a Belem, al norte de Brasil, junto a la desembocadura del río Amazonas. En el viaje desde Sao Paulo a Belem leímos las páginas de la biografía de don Giussani en las que cuenta su primer acercamiento a Brasil, que tuvo lugar precisamente en estas tierras. Recuerda el encuentro con un misionero del PIME, el padre Angelo Biraghi, en el Amazonas. Giussani le acompañó durante una parte de su desobriga (la visita pastoral a las comunidades del interior) y le veía ponerse las chanclas, entrar en el barro y alejarse para llegar después de ocho horas acompañado de un seringueiro, un hombre que se dedicaba a extraer el caucho de los árboles. «Me quedé allí al menos media hora sin moverme, pensando: “¡Fíjate lo que es el cristianismo”», cuenta Giussani: «Este hombre se juega la piel por uno (¡uno!), para ir a ver a uno que no conoce de nada y que nunca habría conocido en su vida, para llevarle una palabra y un gesto de amistad. Recuerdo con aquel momento, con aquel instante, la percepción vida del hecho de que el cristianismo nace precisamente como amor al hombre». ¿Acaso algo podía llenar de significado esos días más que aquellas palabras? Este moverse por uno solo tenía mucho que ver con nuestro viaje, porque nos dirigíamos a Surinam para encontrarnos tan sólo con dos familias: Carlo y Carlotta, de Varese, que viven allí desde 2012, con tres hijos y uno en camino; y Giovanni y Lucia, de Frosinone, que desde el verano pasado viven en Cayena con sus dos hijos. Así, con el estupor de participar en este flujo que – después de más de cincuenta años de aquel viaje de don Giussani – llega hasta nosotros, fuimos a encomendarle esta aventura a la Virgen en la Basílica de Santa María de Nazaret en Belem.
El vuelo a Paramaribo es espectacular: nubes y destellos sobre extensiones interminables de la foresta ecuatorial. Mientras tanto, me zambullo en esa frase donde Giussani comenta la visita de María a Isabel: «Donde llega esta fe, la humanidad vive como si empezara a vivir ahora: “el niño saltó en el seno de Isabel”. Allí donde llega esta fe, en el horizonte de nuestra vida o en el horizonte de la vida de la sociedad, o de una compañía de hombres, llega la vida… La fe hace vivir lo humano y fortalece sus nexos, hace ser una sola cosa. Lo que se puede esperar como familia o como pueblo, en el gesto de María se expresa como unidad de lo humano. Y ya no hay barreras, ni siquiera por la fatiga de un camino interminable...». Palabras cargadas de una promesa inesperada ante lo que nos espera.
El impacto con una calle estrecha y de doble dirección en medio de la foresta, que une el aeropuerto de Paramaribo con la capital, nos hace entender inmediatamente dónde nos estamos adentrando… Imagino el shock que puede provocar en los europeos y norteamericanos que llegan aquí para trabajar. Sí, para trabajar, porque este es un país en el que parece que sólo se viene por la necesidad de trabajar. Por el camino encontramos templos hindús, mezquitas, iglesias protestantes y muchos supermercados indios y chinos. La inmigración es muy variada en un país con sólo medio millón de habitantes, casi todos concentrados en Paramaribo.
Llegamos a casa de Carlo y Carlotta, donde nos esperan con sus tres hijos de dos, cuatro y seis años, felices y llenos de vida, y nada más llegar aparecen también Lucia y Giovanni con Antonio y Enrico, de cinco y dos años. Emerge más claramente aún qué significa nuestra presencia aquí. Han viajado en coche hasta la frontera con Surinam, allí han dejado su automóvil en un lugar prácticamente desconocido, han cruzado el río que separa la Guayana Francesa de Surinam con el único medio disponible: la canoa. Finalmente han tomado un taxi: otras dos horas para llegar a la capital de Surinam.
«Me he sentido en casa desde el primer instante», dice Lucia: «Es como si nos conociéramos desde siempre y mientras estábamos de camino me preguntaba: ¿por qué hacemos todos estos kilómetros, en estas condiciones, para estar aquí sólo dos días con personas que nunca he visto? Ni siquiera lo hacíamos para ir a ver a mi suegra a Calabria, o a mis padres en Puglia, cuando fuimos a Italia por Navidad… Me impresiona cómo vosotros nos habéis buscado, el modo en que nos hemos sentido queridos, porque en los primeros meses en Cayena no conseguimos ponernos en contacto con vosotros y habéis hecho de todo para encontrarnos». Hasta el punto de que Antonio ha llegado a decir: «Mamá, estos son como nuestros amigos de Frosinone». La alegría de conocernos es comparable a la de los cinco niños cuando abren los regalos que traemos y juegan a cazar pájaros con Julián de la Morena descalzos en el jardín. Una alegría que sería inexplicable si no fuera por la conciencia de Aquel que nos une.
En los días siguientes estamos con ellos y con sus amigos que, poco a poco, van llegando y que hacen aflorar en nuestro corazón estas palabras de Carrón: «No somos nosotros los que generamos la vida; la vida la hace nacer y crecer Aquel que es el protagonista de la historia. Nosotros debemos custodiarla, debemos tomar conciencia de ese nacimiento y darle todos los instrumentos necesarios para que esa vida pueda desarrollarse según un designio que no es el nuestro».
Hemos conocido a mucha gente con historias muy distintas. Lenguas diferentes, caminos largos y tortuosos. Como el marido de Ina (peruana y gran amiga de Carlotta), baptista norteamericano, buscador de oro para una de las mayores empresas mineras del mundo, la Newmont. O Sofie, colombiana, maestra en la escuela internacional baptista de Surinam, a la que van los hijos de Carlo y Carlotta, y los de sus amigos; y que conoció a su marido, que es de Surinam, por internet, donde buscaba a causa de la insatisfacción que sentía con toda la realidad que le rodeaba, tanto su familia como sus amigos.
El domingo comimos con el padre Rubén, de la familia religiosa del Verbo Encarnado, una congregación argentina a la que el obispo de Paramaribo ha pedido instalarse en Surinam, y con ocho monjas, todas muy jóvenes y llenas de vida que, con la misma familiaridad con la que juegan al balón con los niños, nos hablan de su vocación. Después, quién lo iba a imaginar, conocimos a la cónsul honoraria de España en Surinam: impresionada al ver desde su terraza la vivacidad con la que jugaban Pietro, Paolo y Francesco, me saludó con entusiasmo. Así que la invité a participar en la misa católica que iba a celebrar un sacerdote español. Y ella, en cinco minutos, se presentó toda sonriente y elegante. Nos sorprendió cuando, en la Comunión, nos dijo que era protestante, pero que le atraía la idea de conocer a un sacerdote español de visita en Surinam, por lo que dejó rápidamente su desayuno para venir a conocernos.
Entre los encuentros y relatos de la vida aquí, emerge la fatiga de vivir en lugares tan difíciles, estar solos, y la promesa de que pueda nacer algo que permanezca en el tiempo, dentro del desafío que suponen trabajos tan absorbentes como los de Carlo y Giovanni. Carlo, project manager, responsable en su empresa de la construcción de la primera refinería de Surinam, dirige a más de 850 personas de todos los países. Giovanni trabaja en la base de la Agencia Aeroespacial Europea en Cayena y se ocupa del desarrollo de los motores y tanques que sirven para lanzar al espacio los satélites, sobre todo los de uso comercial (con una media de un lanzamiento al mes). La vida es intensa para cada uno de ellos, y también dura, pero llama la atención su alegría, su certeza y la sencillez con la que viven, que les hace tan interesantes y atractivos para todos aquellos con los que se encuentran. Sencillamente, con su vida, testimonian a la gente que conocen que es posible vivir allí, quererse, criar a los hijos, tener amigos y construir, en cualquier lugar y con cualquier persona, en la escuela y en el trabajo, en la iglesia, en el supermercado, por la calle.
Al volver de nuestro viaje, Ina me escribe: «He aprendido mucho de Carlotta en todos los sentidos. Sobre todo, me ha mostrado una perspectiva de la Iglesia que yo nunca habría imaginado que existiera: la compañía, el construir una comunidad y, ante todo, que cuando existe el deseo de compartir, de abrirse, podemos encontrar cosas que no imaginábamos. Me ha aclarado mucho que todo estos es posible por la gracia de Dios y de Su Madre».
Llama la atención darse cuenta de cómo este pequeño mundo de Surinam, con su presencia, es ya otro mundo. Lo que han vivido y están viviendo Carlo y Carlotta en Paramaribo, Lucia y Giovanni en Cayena, es una tarea histórica. En el futuro, habrá siempre más situaciones como esta, donde personas del movimiento sean llamadas a ir a lugares impensables para trabajar. «Un poco como sucedía al principio del cristianismo», nos recordaba Julián: «Se difundió gracias a un comerciante o a un soldado… que iban a otra región del imperio romano». A llevar a Cristo, como María con Isabel.
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