Abdul está leyendo con cierta torpeza. Fátima, sin embargo, ha comprendido ya el texto con el que continúa luchando su marido, y gira su cabeza en un intento baldío de ocultar su llanto. Llora de alegría porque lo que está sucediendo es totalmente inesperado para ella.
Había decidido casarse con Abdelkader (Abdul para los amigos), aunque las circunstancias que ambos están viviendo no fueran lo más aconsejables. Él está acogido en la casa para hombres sin hogar de la Casa de San Antonio. Ella, que se dedica al servicio doméstico, dispone de una humilde habitación alquilada, en la que no hay sitio para que se instale su marido, ni el propietario de la casa está dispuesto a ello si no pasan por duplicar la renta.
No tienen dinero, pero han decidido casarse y esgrimen sus razones con certeza. Quieren unir sus vidas, se necesitan mutuamente y quieren dejar de estar solos. Además, la nueva situación puede facilitar que Abdul consiga los deseados papeles para poder buscar un trabajo de verdad, un trabajo con unas condiciones humanas y no como las actuales, en las que, cuando lo consigue – Abdul es sastre – tiene que trabajar jornadas de doce horas diarias de lunes a domingo por poco más de cien euros a la semana… ¡y eso cuando lo consigue!
Las bodas marroquíes son fastuosas, una verdadera fiesta que los invitados tardan mucho tiempo en olvidar, pero ellos no tienen dinero para poder celebrar ni siquiera la versión más humilde. Tampoco tienen una familia que les pueda ayudar. Ellos están solos y su matrimonio se puede ver reducido a la ceremonia civil que realizan en el consulado. Después, Abdul regresa al trabajo hasta las diez de la noche. La perspectiva es triste para la joven pareja, o no tan joven, porque ambos hace ya tiempo que sobrepasaron la treintena.
Pero el imprevisto siempre sucede, y ante esta perspectiva de tristeza y soledad, aparecen los nuevos amigos, unos amigos que encontraron hace un año en una iglesia cristiana. Unos desconocidos que llevaron a una de sus casa a Abdul, cuando estaba viviendo en la trastienda de un taller de costura, trabajando jornadas interminables a cambio de la comida y un camastro para dormir. Estos nuevos amigos toman cartas en el asunto y deciden organizar ellos la boda. Fátima no da crédito a lo que oye.
El viernes, el jefe de Abdul le permite ir a la mezquita para realizar la oración, y él le dice al jefe que ese día no regresará al trabajo porque tiene algún asunto que resolver sobre su matrimonio.
La cita es a las siete y media en la Parroquia de San Juan Bautista. Los voluntarios de la Casa de San Antonio han preparado el salón y han traído un plato diferente cada uno de ellos. Se configura una mesa repleta de comida de todo tipo, a la que se unen algunos amigos de Fátima, que llegan con manjares marroquíes hechos también a mano.
Los novios hacen su entrada en el salón un poco más tarde de lo previsto, y es que a las novias musulmanas también les gusta hacerse esperar. Fátima está radiante y Abdul luce un traje azul que alguien le regaló una vez y que él había cuidado con mimo para una ocasión adecuada. Todo se convierte en una fiesta con música marroquí y bailes que aquellos amigos cristianos aceptan y practican como si fuera algo habitual en sus vidas.
Los amigos marroquíes de Fátima están sorprendidos por la gran cantidad de asistentes y las extraordinarias muestras de cariño que todos prodigan con los novios. Hasta en un momento determinado, dos de ellos toman a Fátima del brazo y le hacen presentarles a cada uno de los marroquíes que han venido a su fiesta. Saludan a cada uno de ellos y comparten un rato de charla en la que se interesan por su relación con los novios y por lo que hacen en la vida. Después, Fátima les contará que uno de ellos -el que vestía de negro- es el párroco, y el otro – el más viejo – es el primer hombre con el que se encontró Abdul, cuando fue acogido en la casa.
Fátima parece la mujer más feliz del mundo, quiere fotografiarse con todos, quiere llevarse los recuerdos de aquel mágico instante y disfrutarlos durante toda su vida. De vez en cuando, comparte sus sensaciones con algunos de los amigos cristianos. No puede dejar de recordar la escena en la que empezó sus llantos, cuando Abdul aún leía torpemente el documento que les habían entregado. Aquel papel decía que les regalaban una noche en un hotel de cuatro estrellas que hay en Fuenlabrada, para que pudieran iniciar su matrimonio con un tiempo de intimidad, en el que pudieran compartir todo aquello, tan inesperado, que estaba sucediendo.
Llega la hora de finalizar la fiesta y todo se recoge con rapidez. Los invitados salen a la calle y se encuentran con una marea humana que va a ver los fuegos artificiales que dan inicio a las Fiestas de Fuenlabrada, un espectáculo de luz y ruido que será el colofón adecuado para un día tan especial para la pareja.
En la puerta de la parroquia se acumulan los invitados mientras se despiden, muchos de ellos, sobre todo las mujeres, ataviados al estilo marroquí, incluso algunas de las cristianas. El comentario no se hace esperar y uno de los transeúntes comenta en voz alta: ¡Lo que faltaba, una iglesia llena de moros!
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