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«O eres el “dios” de tu propio mundo o eres la “piedra” de una catedral»

Lucia Beltrami
14/01/2013
El concierto final.
El concierto final.

Los aniversarios son siempre un momento de hacer balance. Se mira hacia el punto de partida, se mira al punto al que se ha llegado y, si hay suerte, podemos comprobar que los ingresos superan (o al menos igualan) a los gastos. Aquí las cuentas nunca cuadran. Nunca estamos en “equilibrio”, porque lo que vemos suceder es mucho más que lo que podríamos imaginar. Eso es lo que hemos celebrado en el décimo aniversario del Centro Juvenil Alfa & Omega de Almaty, en Kazajistán.
El Centro nació a partir del deseo de un grupo de personas, en particular de Eugenio Nembrini (misionero que estuvo en este país desde 1995 hasta 2005), de que pudiera existir un lugar bello y digno donde cualquiera, pero sobre todo los jóvenes, pudiera sentirse acogido, valorado, ayudado. Una casa para todos. Con el paso de los años, los mil doscientos metros cuadrados del Centro se han llenado de vida con las iniciativas de MASP, la ONG local que, gracias a la colaboración con AVSI y otros donantes privados y públicos, se ocupa de la educación y formación profesional de jóvenes que viven situaciones de dificultad, abandono, pobreza, o problemas con la justicia.
Para festejar estos diez años celebramos una semana de encuentros bajo el lema “El yo, el ideal, la realidad”. Un gesto que se propuso a toda la comunidad. Con dos momentos centrales: un encuentro sobre los frescos del Buen Gobierno de Ambrogio Lorenzetti con Mariella Carlotti; y una lección de Tatjana Kasatkina, experta en la figura de Dostoievski. Hubo también otros momentos de fiesta y de encuentro, entre ellos una exposición, un partido de fútbol entre jóvenes del Centro y trabajadores del Reformatorio masculino de Almaty, y un concierto de música para piano.

Desde el primer día, gracias a las palabras del obispo José Luis Mumbiela-Sierra durante la misa de apertura, quedó claro que lo que estaba en juego no era sólo “una celebración”, sino nosotros mismos, nuestra propia vida, y el porqué vale la pena darla. Con él recorrimos todos los pasos de estos años, también la fatiga, los errores y las lágrimas que han convertido el Centro en una verdadera casa. El obispo usó la palabra dzhadirà, la estepa florida. Nos hizo ver cómo Dios, verdadero padre y verdadero amigo, se ha hecho presente y se ha servido de todo, para que incluso lo que era árido floreciese. El tercer día de fiesta, mientras fuera jugaban al fútbol, en el salón del Centro, junto a muchos estudiantes de lengua italiana y otros, asistimos a una lección especial sobre el Duomo de Milán. Al pasar las diapositivas de la catedral, que algunos veían por primera vez con sorpresa y fascinación, escuchábamos la historia de su construcción: lo que guiaba el empeño de aquellos hombres era la conciencia de que todo hallaba su origen y su destino en un ideal de bondad y de belleza, que llegaba a plasmarse incluso en la escultura más escondida. Se nos mostró que hace falta un gran horizonte para que de la fatiga cotidiana se pueda construir algo bueno y verdadero, para uno mismo y para el mundo.
Por la noche, en la cena, todavía resonaban en nosotros las palabras que habíamos escuchado y, animados por el entusiasmo, para prepararnos para los encuentros sucesivos, presentamos a nuestros dos invitados varios folios llenos de preguntas. Sin embargo, mientras se las planteábamos, Kasatkina nos detuvo: «¿Por qué os perdéis por tantos derroteros, en cuestiones que son marginales? El corazón de todo está en el título que habéis elegido. Lo he comprendido al escuchar la lección de Mariella sobre el Duomo… La clave es “la piedra”. Por eso yo invertiría el título: “El ideal, el yo, la realidad”. Pensadlo estos días, yo también lo haré». Nos rompió todos los esquemas, literalmente. Empezamos a hacer preguntas sobre el título que nosotros mismos habíamos elegido. Y fue con esta actitud, no como “organizadores” sino como “buscadores”, como preparamos y vivimos los dos encuentros sucesivos.

El miércoles, en la Academia kazaja de las Ciencias, junto a más de un centenar de personas, mirando los frescos de Lorenzetti sobre el Buen Gobierno, el Mal Gobierno y sus efectos, se nos recordó que la vida es testigo de la «oposición dramática entre la búsqueda del propio interés – origen de toda violencia – y la tensión al bien común, que sin embargo hace posible una convivencia armónica, salva al yo, conservando las dimensiones que le son propias, no reconduciéndolo a una pequeña posesión». En una sociedad como la de este inmenso país donde, después de setenta años de comunismo, hoy dominan el individualismo y la corrupción, se lanzó este desafío: sólo la tensión hacia el bien común es la dimensión adecuada para cualquier intento humano, la única cuyo efecto genera un mundo mejor. Fue asombroso ver las reacciones de los presentes y escuchar sus comentarios. Una anciana nos decía que estaba impresionada por la profundidad con que esos frescos describían al hombre y a la sociedad kazaja. El mismo deseo de justicia, verdad y belleza de los habitantes de la Siena del siglo XIV anima el corazón de todo hombre, en cualquier latitud.

Retomando el hilo de un discurso ininterrumpido, Kasatkina describió la experiencia humana del escritor ruso, y la suya propia. “El ideal, el yo y la realidad”: así quiso renombrar a nuestras jornadas, porque «el yo es ese punto del universo donde los otros dos factores se encuentran. O el ideal es obra de las manos del hombre, una belleza creada a la propia imagen y semejanza como lo era para los paganos, cuyos dioses eran antropomorfos; o bien es una Belleza que viene “de fuera” y el hombre se la encuentra y la elige. O eres “dios” de tu mundo o eres “piedra” de una catedral. Tu puesto en el mundo es único e irrepetible. Allí donde estés, en ese punto del espacio que ocupas sólo tú, “ves” la realidad como nadie más lo puede hacer, y ahí estás llamado a plasmarla, a colaborar en la obra de Otro». Así, el mundo no es un mecanismo que hay que sistematizar o del que hay que protegerse, sino una novedad que continuamente te interpela.
Que las circunstancias, incluso las más dramáticas y dolorosas, sean una ocasión positiva para la vida es algo que uno sólo puede experimentarlo en compañía de alguien que mira así a las circunstancias y a ti. Es lo que nos han testimoniado algunos protagonistas de los proyectos de MASP: gente tocada, cambiada, que ha querido hablar de sí, dar las gracias, testimoniar lo que ha sucedido y sucede en sus vidas. Una gran fiesta popular que continuó al día siguiente, el sábado, con cantos, bailes y juegos, y que culminó el domingo con un concierto de música clásica, con piezas de Mozart, Beethoven y Chopin.

¿Pero qué es lo que ha visto cada uno de nosotros estos días desde “su propio y único” ángulo de visión? ¿Qué me ha sucedido a mí? En el encuentro de presentación del trabajo de MASP, intervino en primer lugar un hombre que hablaba de cómo han ayudado a su familia a educar a sus nietos tras la muerte de su hija. Al ver a sus nietos felices y deseosos de cosas bellas (como la pequeña, que quería ir a clase de violín, y de hecho actuó esa noche), quiso conocer el Centro, y se quedó allí, por su propio bien, llegando a decir que en Silvia (la responsable de MASP) ve a «una madre para todos nosotros». Tras él habló otro, y luego otro…
Llegado a un cierto punto, me sorprendí mirando lo que estaba sucediendo como con la sonrisa de Sara, la mujer de Abraham, como diciendo: «No es posible, ¡están exagerando un poco! Seamos razonables». Con temblor me descubrí pensando que quién sabe cuántas veces, delante de Cristo, sus coetáneos se referirían a Él diciendo: «Es exagerado». En ese momento yo era como ellos, intentaba clasificar en “términos normales y conocidos” la excepcionalidad que tenía delante. Me di cuenta de que mi “mecanismo” es más gestionable, mientras que la Belleza que viene “de fuera” siempre es “exagerada”, por tanto “no a mi medida”, hasta el punto de romper mis esquemas: irrumpe lo Infinito en lo finito, en lo que ya creía conocer. Desde ese día, rezo de un modo distinto: pido una sola cosa, un corazón pobre y dócil que no interponga nada entre él y el Misterio que actúa; un corazón dispuesto a ceder al conocimiento verdadero y nuevo que su Presencia prepara para mí dentro de todas las circunstancias.

Pasaron los días, la fiesta por el décimo aniversario ha quedado atrás y yo sigo con mis clases de italiano. Hablo con una decena de estudiantes sobre el trabajo, las motivaciones para elegir una profesión, el sueldo, las oportunidades de hacer carrera, las relaciones con los compañeros… En un momento dado, interviene una alumna, Assia: «Trabajo como modista en un estudio. El otro día tuve un problema con una compañera por un vestido muy complicado. De pronto, ella levantó la cabeza y resopló, empezó a lamentarse, preguntándose el porqué de tanto esfuerzo. Yo le miré y le dije algo que pienso últimamente cuando coso y corto: “O mi trabajo sirve para algo grande, es un trozo de la Catedral que se levanta, o no es nada”». Me quedé estupefacta. Ella era una más entre los muchos asistentes a la fiesta. Entendí entonces lo que Mariella nos dijo la última noche, al despedirse: «Estos días con vosotros he aprendido que el movimiento no son los números, no está en cuántos van a la Escuela de comunidad, sino que es algo más parecido a una piedra lanzada en el agua que crea círculos dentro de otros círculos. Es el movimiento de corazones cambiados que arrastra consigo a otros corazones».

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