El 26 de mayo se cumplieron 13 años de la muerte de Enzo Piccinini (1951-1999), prestigioso cirujano y gran amigo de don Luigi Giussani, uno de los responsables de Comunión y Liberación. Murió en un accidente de tráfico la noche del 26 de mayo de 1999.
La Fundación que lleva su nombre ha publicado las actas del congreso “Maestros de nuestro tiempo en el ámbito del cuidado, la asistencia y la educación”, celebrado el pasado 26 de octubre, durante el cual se entregó a Elvira Parravicini el segundo Premio Piccinini por la obra que ha desarrollado, el Hospital Infantil Morgan Stanley de Nueva York.
Publicamos un fragmento de la intervención en dicho congreso del profesor Fabio Catani, titulada “La lección humana y profesional de Enzo Piccinini en la atención a los enfermos”.
Me han invitado a testimoniar la amistad y la experiencia humana que viví con el doctor Eugenio Enzo Piccini, para mí sencillamente Enzo, durante el periodo más importante de mi vida, el universitario. Esta invitación me ha conmovido profundamente y he aceptado con mucho temor porque desde 1999, cuando Enzo fue acogido por Nuestro Padre, he hablado de él públicamente en contadas ocasiones. Estoy muy agradecido porque esta petición por parte de los amigos de la Fundación me ha obligado a reflexionar sobre mi vida y sobre mi profesión, a profundizar en las razones de mi trabajo como profesor universitario comprometido con la enseñanza, la investigación y la atención a los enfermos. Razones que nacen y hunden sus raíces en la educación que he recibido, que aún sigo y que deseo seguir con pasión y compromiso. Debo a la educación cristiana todo lo que soy como hombre y como médico, a la amistad fraterna que intensamente, casi cotidianamente, viví durante más de diez años con Enzo.
Por eso quiero subrayar hasta qué punto la relación con Enzo fue totalizadora e incesante; no había acontecimiento, circunstancia hermosa o dolorosa, que no juzgara con él para buscar el bien y la verdad de mi vida y de la suya. Todo lo que hicimos juntos nunca fue por una imposición, ni fruto de juicios a priori, sino el resultado de compartir toda nuestra experiencia personal de búsqueda de la verdad. Lo más apasionante en la relación con él, y por tanto en la relación con cualquiera, en particular con el enfermo, la cuestión central, era y es la respuesta al deseo de cumplimiento, de felicidad, al deseo de que el límite humano y físico, del enfermo pero también el nuestro, pueda ser acogido y abrazado, antes incluso que “superado”.
En este dinamismo el punto central es la relación humana entre médico y paciente, donde la libertad y los límites de cada uno se ponen en juego buscando confianza, estima, conocimiento y, cuando es posible, cura. En la cura del enfermo, en el proceso de conocimiento, incesante y fatigoso, en la relación con el enfermo y la enfermedad, se tiene que implicar toda nuestra persona, y por tanto todo lo que uno lleva en el corazón. Sólo así podremos rendir al máximo, es decir, podremos poner a disposición del paciente todo lo que sabemos, toda nuestra profesionalidad, y preparar los procesos metodológicos que permitan aumentar nuestro conocimiento y nuestra capacidad médica. Sobre todo, sólo así tendremos la libertad de explicitar ante el enfermo y su familia el límite presente en la enfermedad y tal vez también nuestra impotencia o nuestro error.
Quisiera resumir esa relación de familiaridad que Enzo sabía tener con las personas por las que sentía una preocupación educativa. Él no podía “vivir” sin fútbol, sin subir a la montaña, estar en la sala de operaciones era para él sobre todo estar juntos, es decir, vivir intensamente todo en una amistad educativa. En la experiencia que vivimos juntos en la universidad y luego en la realidad familiar y laboral, lo que más me impresionaba era que todo lo que Enzo proponía como juicio, como camino, como implicación cultural y social, lo maduraba y verificaba en la relación con don Giussani, que lo tocaba todo. Incluso el desafío profesional que suponía estar delante de un enfermo oncológico tenía que ver también con su relación con Giussani. Aparentemente, pedir ayuda, consuelo, a un sacerdote puede parecer una actitud “clerical”. En realidad es el testimonio más agudo de que lo que Enzo hacía estaba siempre dentro de una relación educativa, que llegaba a todo, hasta el valor de lo que él era y de lo que hacía. Puede ser igual para nosotros: todo lo que hacemos se inserta dentro de una tarea, que cristianamente se llama “vocación”. La vida nos es dada para conocer y seguir esta vocación.
Me gustaría citar dos fragmentos muy significativos del libro Enzo Piccinini – La aventura de una amistad de Emilio Bonicelli, que describen la relación que Enzo tenía con don Giussani respecto al cuidado de los enfermos.
En una ocasión Enzo telefoneó a don Giussani porque tenía muchas dudas respecto a una intervención quirúrgica muy arriesgada. Don Giussani le respondió: «Has hecho bien en llamarme, porque es necesario darse ánimo ante decisiones de esta naturaleza. El deseo de confrontarse es justo, porque la verdad científica no puede procurarnos el coraje para afrontar la vida en su totalidad. El ánimo no resuelve el problema, pero nos acompaña; y así puede hacerse evidente incluso aquello que parecía más difícil», y prosigue: «Acuérdate de esto: la libertad significa no tener miedo a equivocarse, no por superficialidad, sino porque si uno toma decisiones pensando en el miedo a equivocarse nunca llegará a nada». Nuestra vida profesional y humana está aquí descrita: sobre todo en la soledad en que nos encontramos a menudo a la hora de tomar decisiones importantes para nuestra vida o la de nuestros amigos. La soledad es la antecámara de la superficialidad o del cinismo en la práctica clínica. El otro aspecto es el miedo a equivocarse. ¿Qué nos permite vencer el inevitable miedo a equivocarnos? Afrontar con el máximo rigor nuestro límite, para mejorar y al mismo tiempo no basar toda nuestra profesionalidad sólo en nuestra capacidad y en nuestro éxito. Nuestra profesión se basa en la cuidadosa valoración de nuestros errores. Errores que debemos tener el coraje de confrontar con el maestro y con nuestros compañeros. También debemos ser conscientes de que somos instrumentos para el bien y para el cuidado, y no los artífices ni los dueños de la cura. Pensad en la calidad de la relación con los pacientes cuando nos sentimos dueños absolutos de nuestra capacidad para curar relacionándonos tan sólo con la enfermedad y no con el enfermo, pensad en la difícil relación con el enfermo cuando busca sólo la cura y no se confía al cuidado del médico en una relación sincera.
Enzo hizo partícipe a don Giussani de un caso dificilísimo, que muchos cirujanos se habían negado a operar. Él, después de una meticulosa valoración, vio que había una posibilidad de resolver el caso con una intervención quirúrgica, e intervino… Operó a la paciente y después de un periodo de incertidumbre, el post-operatorio, finalmente la enferma se recuperó. Enzo llamó a don Giussani: «Don Giuss, de forma inesperada las cosas van mejorando para Paola». Don Giussani: «¿Pero qué dices? ¿Es que tenías dudas?». Enzo: «Estaba sumido en un mar de dudas». Don Giussani: «Te lo agradezco, porque has sido el instrumento de un milagro». Enzo se quedó pensando en esta respuesta: «Significa que no tengo nada de lo que vanagloriarme, incluso habiéndola salvado. En el fondo, este es el sentido cristiano de la vida, porque el cumplimiento no depende de nosotros y esto nos hace libres, nos libra del chantaje del éxito».
Enzo deseaba y perseguía en cada cosa la perfección. Era casi un “maniático” al afrontar todos los detalles, atento a cada cosa que tenía delante. Al “preparar” al enfermo, estudiaba cada caso con una meticulosidad impresionante, que a menudo le llevaba a tomar decisiones quirúrgicas no siempre compartidas. Y los resultados normalmente le daban la razón.
Hay una frase de don Giussani cuando comenta la Sonata para arpeggione y piano de Schubert, en la colección Spirto Gentil, que ilumina la vida profesional de Enzo y que él mismo me citó muchas veces como camino educativo en la profesión médica. «... Cada uno de nosotros está hecho para que aquello que Dios pide a su vida – la vida como vocación – alcance su perfección de armonía y melodía. (…) Quien desea la perfección de su vida, la pide, la sigue, la obedece. (…) Sólo abrazando la verdad y la belleza se construye nuestra persona».
Para estar dispuestos a pedir, en la relación con el enfermo, hace falta sorprenderse. A menudo, al atender a un enfermo, en la sala de operaciones, nos invade un sentimiento de rutina, de “ya sabido”, de mecanicismo. Sin embargo, hay que encontrar siempre, tanto en la enfermedad más banal como en la más complicada, un estupor al escuchar, al mirar, al tocar, al visitar, al proponer el tratamiento adecuado para ese enfermo. Debemos vivir la semiótica como método profesional constante en relación con el enfermo y con la enfermedad. Semiótica, es decir, signo, que la enfermedad remite a otro, a la verdad y a la belleza.
Pedir
No se aprende un método, no se aprende a interpretar la semiótica de la enfermedad y de la vida sin maestros. El maestro nunca nos enseña la resolución del problema, sino la metodología correcta, nos enseña a mirar y a unir todos los factores que están en juego, incluso los aparentemente más lejanos, para llegar al tratamiento correcto.
Seguir, obedecer
El único modo de conocer es seguir y obedecer, estar con el maestro, implicando toda nuestra libertad y conocimiento, toda nuestra experiencia humana y profesional en busca de un juicio que confirme o tienda a nuevas soluciones.
Estar juntos
Uno solo no construye nada, y mucho menos cura a un enfermo. Trabajar juntos es una riqueza inmensa para la confrontación, el consuelo y sobre todo la búsqueda común del bien del paciente.
Permitidme una última cosa: nuestra profesión de médicos comprometidos en la atención al enfermo, en la búsqueda de la verdad y la belleza de la realidad, a veces dramática, fatigosa o desesperada del paciente, es un desafío fascinante y lleno de tensión, pasión, éxitos y derrotas. Hace falta tener la humildad de dejarse siempre educar por la realidad misma, dejarse sorprender por su complejidad o concreción y por la presencia de maestros y compañeros con los que compartir este desafío educativo, y por tanto del conocimiento. Debo admitir, personal y profesionalmente, que todavía estoy en camino y, gracias a Dios, aún deseoso de aprender y dispuesto a no retirarme frente a los desafíos que nos plantea nuestra gran y fascinante profesión, con la certeza de que estoy en el camino justo y sabiendo que siempre hay Uno que me guía y me espera.
* Profesor ordinario de Ortopedia y Traumatología en la Universidad de Módena y Reggio Emilia
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