La amistad paterna y fraterna de don Giacomo me ha acompañado durante 37 años. Más de la mitad de mi vida. Nos conocimos en 1974, cuando, recién licenciado, me trasladé a Roma para empezar la carrera universitaria. Él era un joven sacerdote lombardo que se revelaba como un volcán de ideas e iniciativas a poco que le conocías. Una personalidad carismática que te cautivaba porque comunicaba un cristianismo atractivo. Un cristianismo que te arrastraba con su aparente “anarquía”, te fascinaba y doblaba el viento de la revolución que imperaba entonces.
A la época candente de las asambleas y manifestaciones siguió el tiempo del compromiso político y cultural de los católicos. A mediados de los años ochenta, el semanario Il Sabato se convirtió en la punta de lanza del periodismo católico en Italia, un fenómeno único por la originalidad de sus intervenciones, que se salía de los esquemas establecidos por los temas que trataba y por las perspectivas que anticipaban horizontes futuros. Don Giacomo era la mente pensante de la revista, un nuevo Luigi Sturzo, con un agudísimo sentido de la historia, de los “signos de los tiempos”, que la fe exige por su devenir temporal.
Me llamaron para colaborar y de aquí nació, por lo que me a mí respecta, una relación intelectual sin precedentes, una mirada al mundo y a la realidad desde el punto de vista cristiano, que nunca he olvidado. El mérito era casi por entero suyo. Años después, al recordar aquella experiencia, dirá que los servicios más importantes que realizaba Il Sabato eran los concernientes a la crítica de las tendencias gnósticas y pelagianas del catolicismo contemporáneo, y con ellas, los ensayos dedicados a la defensa de la historicidad de los Evangelios. Eran cuestiones que estaban en el corazón de don Giussani. El resto, la reflexión política propia del periodo previo a Tangentopoli, ya no le interesaba.
Il Sabato concluyó su historia en 1993. Al cabo de unos años, don Giacomo pasará un periodo de estudio y soledad, de 1997 a 1998, en Salamanca, España. Del “exilio” español volverá cambiado. El sacerdote que regresaba a Roma ya no era el profeta de un cristianismo arrebatador, potente y a la vez agotador, de una fe que necesitaba adversarios para desplegarse. Al contrario, parecía el testigo de un cristianismo humilde, discreto, que valora todo lo bueno que encuentra para que así destaque mejor la gratuidad admirable del cristianismo. Este cambio admiraba y sorprendía a sus amigos de siempre, pues eran aspectos inéditos la atención por lo pequeño y por los elementos esenciales de la tradición cristiana. Igualmente nueva resultaba su continua insistencia sobre la belleza: “¡Qué bello!, qué bello…”, para destacar la positividad del cristianismo, su atractivo: El atractivo de Jesucristo, el libro de Giussani que más le gustaba.
El cristianismo de don Giacomo hablaba ahora el lenguaje del amor, el lenguaje de Agustín, el autor que desde finales de los años noventa le acompañará hasta sus últimos días. Agustín es el doctor de la gracia, gracia de la fe no sólo en el inicio sino en cada instante. Es el cristiano del primer milenio que, en su Ciudad de Dios, concibe todavía la fe en un mundo pagano y no desde la óptica (medieval) de la Cristiandad. Es el convertido cuya fe brota de la experiencia de un gran amor: se puede creer y amar sólo si antes se es amado. Don Giacomo repensaba de esta manera la categoría de “Acontecimiento”, tomada de Giussani, a la luz de la noción agustiniana de “gracia”. Tejía un hilo ideal entre Giussani y Agustín: la gracia es el Acontecimiento presente, es el testimonio en acto. En el tiempo del exilio, dos cosas sostienen la fe: el testimonio y la tradición de la Iglesia. Un cristianismo que se muestra mediante el testimonio que nace del amor, y una educación en los gestos de la tradición, la oración, el silencio, la liturgia, la doctrina.
Su pasión era comunicar al mundo este cristianismo sencillo, que fue la gran intuición de don Giussani. A ello debía corresponder el intento de 30Giorni, la revista mensual de la Iglesia en el mundo, traducida a las principales lenguas del mundo. Su criatura, la obra a la que se dedicó con pasión y atención hasta crear un instrumento único, por la difusión y la relevancia de sus contenidos, en el panorama eclesial contemporáneo. Ya no era un Luigi Sturzo el que dirigía las reuniones de la redacción como en la época de Il Sabato, sino el discípulo de Agustín y Giussani que indicaba los “signos de los tiempos”, las urgencias de la fe, lo positivo a valorar, las personalidades que entrevistar, los testimonios que recoger.
Trabajó por esto hasta el final. Era su don personal a la Iglesia universal. Un don desconocido para la mayoría, para los miles de lectores que enviaban sus cartas de agradecimiento por éste u otro artículo, sin sospechar que detrás de ellos, detrás de cómo estaba pensada la revista, estaba la pasión, la inteligencia y el amor a Cristo de un gran sacerdote.
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