Canto, danza, bordado, pintura. Son las últimas actividades que te podrías esperar en un barrio brasileño a las afueras de Sao Paulo. Pero es así como Cleuza Ramos lleva años intentando «quitar la favela de la cabeza de esta gente». Ayudándoles a tener una casa, pero sobre todo a reconquistar su dignidad. ¿Cómo? A través de la belleza, que especialmente para una mujer quiere decir cuidar su propio cuerpo, su cabello, su ropa. Poder expresarse a través del canto, de la música. O de la pintura. De ahí estos cursos que se imparten en uno de los locales del barrio, donde se encuentra Mariella, que trabaja aquí con Cleuza desde hace unos meses. «Cuando entré aquí», cuenta, «había una docena de mujeres pintando. Era evidente que eran muy pobres. Al echar un vistazo a las telas vi que eran preciosas. Una en particular me llamó la atención. “Dile que te cuente su historia”, me dijo Cleuza». Mariella se sentó discretamente junto a la mujer. Tiene 50 años pero aparenta más. Ha tenido una vida difícil. Su marido es un hombre violento. Más de una vez ha pensado en dejarle, y no lo ha hecho primero por sus hijos, y luego por la posibilidad de conseguir una casa. Ya son 36 años de matrimonio. El encuentro con los trabalhadores sem terra fue una gran ayuda, pero sobre todo lo fue la propuesta que le hizo Cleuza: «Ven a pintar siempre que puedas».
Mariella la escuchaba perpleja: «Cuando vi cómo en las casas de los Memores Domini todos dedican un tiempo al silencio», le explicó Cleuza, «entendí que en un momento difícil uno necesita tiempo para sí: una hora basta para sostener las otras 23 horas de la jornada. Ella necesitaba algo así».
«Para pintar he tenido que mirarme a mí misma», le contó aquella mujer. «Y me he dado cuenta de que tengo cosas preciosas. Antes sólo veía la vida en mi casa. Fue al ver que podía pintar, cuando entendí que yo también soy algo precioso». «La violencia de mi marido ya no llega a lo más profundo de mí».
Un día se llevó a casa uno de sus cuadros y lo colgó en la pared. «¿Dónde has comprado ese cuadro?», le preguntó su marido. «Lo he hecho yo», respondió. Desde entonces, el marido no ha vuelto a levantarle la mano. «Me miró a la cara por primera vez».
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