La colina de Kireka no es como las otras. En las siete colinas del centro de Kampala, las casas de los ricos y los compounds blindados de los extranjeros y los políticos ocupan firmemente las cimas. Parecen islas suspendidas flotando en el mar de barro, hombres, hojalatas y miseria que pululan allá abajo, en los slums amasados entre una colina y otra, como si fueran cúmulos de detritos recogidos en el valle después de una tormenta africana. En Kireka, en cambio, las barracas de los pobres, alimentadas por las oleadas de fugitivos de guerras olvidadas, han expugnado también la cima. Hasta instalarse en los bordes de la cantera, que allá arriba se ve abierta como una inmensa herida.
Allí, junto a los demás, está también Agnes con sus hijos. Martillea las gruesas piedras que su marido ha arrancado antes de las paredes de roca para desmenuzarlas en grava y venderla a los camiones de las empresas de construcción. Por lo general, desde la mañana hasta la noche, el silencio de aquel páramo desolado queda roto solo por los golpes de maza de mujeres y niños agachados picando piedras por pocos céntimos al día, lo mínimo para seguir viviendo. Si le preguntas qué tal, te dice con un hilo de voz que las cosas empeoran, que el precio de la comida sube cada día, pero el de las piedras no. Sin embargo, hoy por el camino que sube desde el pueblo se oye llegar un sonido distinto: coros y voces, carcajadas, canciones rítmicas. Hasta que en la cantera desemboca un pequeño grupo vociferante y festivo. Decenas de mujeres con tambores de calabaza improvisados se ponen a bailar y cantar precisamente allí, en medio del hormiguero humano quemado por el sol del ecuador. En un momento dado, Agnes también se deja arrastrar por esa energía contagiosa: deja a un lado la maza, se sacude los pensamientos de la cabeza y se pone a bailar. Y cuando Massimo la fotografía se echa a reír acordándose del diente que le falta justo en el centro de la boca.
El grupo de mujeres que bailan y cantan podría parecer un espejismo que llega de quién sabe dónde. Pero aquí las conocen todas: son Alali, Janet, Agnes, y todas las demás mujeres del Meeting Point International. Viven también ellas en las barracas de barro, ladrillos y hojalata esparcidas por la colina. Y junto a la miseria de todos, también comparten el triste hecho de haber sido contagiadas por el sida. La mayoría de ellas se habían quedado en los huesos, pesaban treinta kilos, eran fantasmas que vagaban por las calles y montones de basura buscando comida, pobres cuerpos devastados por las infecciones que esperaban morir en silencio, acurrucados en cualquier rincón pútrido. Quien las sacó de aquel callejón sin salida –dicen todas ellas– fue «Auntie Rose». Pero ella, la “tía” Rose, dice que no, que no es asunto suyo.
La barba de Dios
Lo cierto es que ella sí que hubiera querido curarlas a todas. Por eso había estudiado como enfermera y comadrona: para curar a quien sufre, y hacer que los niños nazcan bien. Pero luego las cosas empezaron a alejarse de sus generosas intenciones. «Muchos enfermos se dejaban morir, no querían tomar las medicinas que les daba. Los niños que yo quería salvar mandándolos a la escuela se quedaban tristes, melancólicos, parecía que preferían revolcarse en la basura. El primer día de hospital me desmayé al ver la sangre». Menudo papelón. Había ido a curar a los enfermos y moribundos, sin embargo habían sido precisamente algunos de estos enfermos los que la habían consolado y le habían dado ánimos. Fue ella la que gozó de una inesperada ternura. De la misma manera, recuerda Rose, cuando iba a ver a su amigo, don Luigi Giussani, «parecía que te estaba esperando justo a ti, quién sabe desde hacía cuánto tiempo. Yo llegaba con la intención de exponerle todos mis problemas, pero nada más verle los pensamientos enmarañados se me deshacían todos y no le decía nada. “Piensa”, me dijo don Gius una vez, “¡aunque tú hubieras sido la única persona del universo Dios habría venido igualmente a morir por ti! ¡Sólo por ti!”. Que Dios tome alguien que no es nada y le salva, que Dios hubiera venido a la tierra incluso sólo por mí, es algo que me conmueve cada vez que lo pienso. Cuando salía de su estudio, salía volando. Repetía para mis adentros: pero si un hombre, un ser humano, limitado como yo, me quiere tanto, ¡entonces quién sabe cómo me quiere Dios!».
Lo cierto es que, después de su primera vez en un hospital, también para Rose comenzó otra historia. Imprevisible como una gracia nueva. Como el cielo de Kampala, donde la lluvia llega cuando menos te lo esperas.
La casa de los niños
Hoy han llegado a la casa de Kitintare también las notas de final de curso de los mayorcitos, los de la escuela primaria. Todos aprobados. Rose las revisa una por una, sembrando miradas complacientes entre los pequeños héroes, henchidos de un tímido orgullo. Cuando sus pacientes iban a morir («y antes era un desastre, morían cuatro o cinco cada semana»), sus hijos, incluidos los recién nacidos, se quedaban allí, y Rose no sabía qué hacer. «Al principio me enfadaba incluso con Jesús. “Tú te escondes demasiado”, le decía, “por eso luego la gente no te cree. Y luego me mandas a todos estos niños, y yo ni siquiera consigo darles de comer, ¿qué voy a hacer con ellos?”». Ahora, la casa de dos pisos es nueva, los dormitorios se van llenando de literas. Todo pagado con las ayudas al desarrollo del gobierno de Zapatero, mira por dónde. Por lo demás, también en Kireka la tierra para construir una pequeña guardería y una escuela donde podrán crecer los hijos de las pacientes de Rose, regalo de un jefecillo del barrio. «Vio el trabajo que estábamos haciendo, eso es todo. Nos metimos en esta obra sin demasiadas complicaciones, y el Señor la ha abrazado y bendecido, la convierte en algo grande más allá de nuestros proyectos». Ahora, en Kitintare, son los niños quienes la abrazan a ella. Los más pequeños, incluida la recién nacida que acaba de llegar, son unos treinta. Está Brigitte. Está Gloria. A uno le han llamado Luigi Giussani, y otro se llama Carrón. Está también Carras, al que habían abandonado en la basura. Y está Moses, que fue recogido muy pequeño mientras dormía en brazos de su madre recién fallecida. Ahora se agarran todos a las piernas de Rose y de las mujeres que llevan la casa. Si ella besa a alguno, los otros se quejan, quieren que los mime también a ellos. Alargan los brazos, quieren que les coja de la mano. Luego la hacen subir por las escaleras para enseñarle sus camitas, o la pequeña muñeca rota que quién sabe cómo ha llegado allí.
Las cosas como vienen
El VIH es, también en Uganda, solo la última plaga llegada al país para sembrar la muerte y el dolor en una humanidad sencilla y vital ya martirizada por la pobreza y las enfermedades, las guerras y las masacres, los políticos ávidos y el miedo a los espíritus malignos. También en Kampala, como en otras partes de África, son muchos los que desembarcan proponiendo su mercancía ético-espiritual para los males de este tiempo. Hace tiempo que llegaron también los expendedores de milagros: las sectas pentecostales han abierto en medio de los slums sus miracle centres, y sus victory churches, donde predicadores made in USA venden bien sus formats de brujos posmodernos jugando con las esperanzas y los miedos de los pobres. Para ellos también el paraíso es cuestión de éxito, de resultados, hay que adquirir la técnica, conocer la fórmula mágica para obtener los milagros. Incluso transformándose en atletas del sufrimiento, números uno del sacrificio.
Rose no lo ve de este modo. No es el dolor lo que produce el bien. «Para los cultos seremos africanos primitivos. Pero el corazón humano no piensa nunca en querer la muerte. También Jesús tuvo miedo. Dijo: aleja de mí este cáliz. Para alguien que sufre, el primer deseo es ser liberado del mal. Que alguien le de la medicina para curarlo. El dolor y la muerte están contra nosotros». Y además no hay que ganarse las cosas de Dios. Vienen solas. Como las puestas de sol que de vez en cuando va a ver con sus amigas, desde una colina que hay en el camino que lleva a Entebbe: «Duran poco, pero son preciosas. El cielo se tiñe de todos los colores». O como los cantos populares que ha oído a sus amigos italianos, y que le han gustado tanto que ahora los cantan en coro también los hijos de sus pacientes: So’ sajutu aju Gran Sassu, so’ remastu ammutulitu, me parea che passu passu se sajesse a j’infinitu... [He subido al Gran Sasso, me he quedado enmudecido, me parecía que paso a paso se subía al infinito]. «Ahora», cuenta Rose, «van a cantarlos también a las mujeres que trabajan en la cava. Éstas dejan por un momento los martillos y se ponen a escuchar las hermosas canciones de los Abruzos». Como los guaraníes de las misiones jesuíticas de Sudamérica, que cantaban los himnos latinos. Y no es necesario explicar nada. «Porque las cosas hermosas atraen por sí mismas. No necesitan traductores. El Misterio habla una lengua que todos entendemos».
Otra canción, el coro la canta en inglés: «No puedo andar», cantan los jóvenes amigos de Rose, «si no me llevan de la mano. La montaña es demasiado alta, el valle es muy profundo». William era todavía un niño cuando murió. Sus padres le habían contagiado la enfermedad. En los últimos años, solo pedía que Rose le agarrara la mano cuando le llegara la hora, porque no quería morir solo como había muerto su padre. «Siempre me asombró», dice Rose, «aquella vez que Jesús, delante de la madre apenada por la muerte de su único hijo, supo solo decirle: “Mujer, no llores”. Aquella reacción, en aquel momento, parecía casi un límite de su omnipotencia. Y, sin embargo, era él el primero que se había conmovido. Dios se conmueve con nosotros, se enternece más, más que el mejor de los papás». Quizá también esto tenga que ver con el hecho de que las amigas de Rose, en un momento dado, quisieron cambiar la imagen estampada en las camisetas del Meeting Point. «Yo había elegido el Ícaro de Matisse. Les había explicado qué era, y qué quería decir aquel puntito rojo que el artista le había dibujado en el lugar del corazón». El deseo de infinito, de volar hasta el sol… «Pero mis pacientes me dijeron que ellos no eran como Ícaro. No gritaban ni morían en el vacío, como él. Habían visto que un niño huérfano, incluso cuando juega, juega más atemorizado, con menos libertad y fantasía que los que tienen un padre y una madre. Yo respondí que era verdad. Pregunté qué nueva imagen sugerían. Y ellos dijeron: queremos la de Pedro y Juan acudiendo a la tumba de Cristo resucitado».
Perlas de papel
Que Dios se conmovió con ellos se intuye también por cómo se conmueven las mujeres del Meeting Point con los niños que han perdido a sus padres. Dice Rose que «en Kireka nunca dicen: no tenemos nada de comer para nosotros, no podemos ayudar a los demás. Si algún pequeño se queda solo se lo rifan: ¡me quedo yo con él!, ¡no, me quedo yo!». Tampoco en Naguru, en el prado que tiene la nave de madera cerca de la iglesia de San Judas Tadeo, donde se encuentran otros pacientes del Meeting Point, se oyen grandes disertaciones. Ninguna de ellas tiene ninguna lección que dar, nadie quiere hacer ver que sabe más que otros. A los huéspedes que llegan de Roma («los ha mandado don Giacomo, mi gran amigo», dice Rose presentándoselos a las demás) todas les piden –incluidas las muchas musulmanas y animistas del grupo– que saluden al Papa de su parte cuando vuelvan a casa. Si tienen a la fuerza que hablar solo le dan las gracias a Rose por cosas elementales y muy concretas: las medicinas antirretrovirales que les da en la enfermería, la red de adopciones a distancia que creó con los amigos de la AVSI para mandar a la escuela a los niños, las pequeñas sumas de microcrédito gracias a las cuales bastantes de ellas han puesto en pie pequeños negocios y han comprado utensilios y materiales para sus pequeñas manufacturas. Algunas recogen papel por las calles, lo cortan en tiras largas y finas que enrollan alrededor de una aguja, y con un poco de cola y de tinta construyen collares preciosos, que algún amigo ha conseguido colocar en las boutiques de lujo de Milán. Y luego está Agnes, que ha vuelto a coser vestidos. Está Dorina, que escapó de la guerra del norte con sus tres hijos, que recuerda cuando recogían hierba y deshechos de la basura, y que ahora come bien, y se ve… Luego está Vicky, la guapa, que dice de sí misma sin rabia ni orgullo: «Si nunca habéis visto un milagro, aquí me tenéis a mí: porque estaba muerta y he vuelto a la vida». Por eso, cuando están juntas, se desmelenan cantando y bailando las danzas de los pueblos, ríen, se toman el pelo como jovencitas algo cabecita locas e impertinentes. Es su modo africanísimo de celebrar y dar gracias por el contagio de vida buena, de vida sanada, que las alcanzó y las hizo revivir. En sus escenificaciones improvisadas se burlan de la muerte que ya casi las había doblegado. Se enzarzan en desternillantes partidos de fútbol, y hay quien va a disfrutar con el espectáculo. La nave de ex moribundas se ha convertido en un punto de encuentro también para quienes se quieren divertir y vienen a beber un sorbito de alegría, después de una jornada de cansancio, en un lugar donde la vida es hermosa.
Ya son más de cuatro mil los pacientes y los niños a los que cuidan Rose y sus amigos del Meeting Point International. Todos le dan las gracias a ella, pero Rose dice que «aquí no hay jefes, si no estuviera yo la cosa seguiría adelante igualmente». Ahora es ella la que estaría toda la vida escuchando sus historias, mirando cómo se ayudan y se consuelan en las barracas de Kireka, sin darse pena, con la paz en el corazón. En definitiva, ahora son ellas las que siguen adelante, y ella deja que la lleven, tomándola de la mano. Como dice aquella otra canción que cantan siempre los muchachos: «Mira el cielo, que nos promete. Aunque el Traidor nos odia, tenemos la esperanza de llegar a casa. Mira esta tierra llena de dolor: lloramos pero somos fuertes, porque Jesús resurgirá y nos llevará a su casa». «Yo», dice Rose de sí misma, «sigo adelante a gatas, como los niños pequeños. También hoy soy como ayer, o mejor, soy peor. Pero que Dios venga igualmente, que me tome y me salve igualmente, que venga por mí, por mi nada, es algo que hace que me entren ganas de llorar. No tengo nada para darte. Pero puedes llevarte lo que quieras».
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