Veinte años después de su muerte, un libro recoge los recuerdos de los amigos y discípulos de “don kilómetro”. Avvenire evoca su incansable tensión misionera hacia América Latina y Extremo Oriente, pasando por Europa del Este
Le llamaban “don kilómetro”, por sus dos metros de altura, pero también por su incansable viajar alrededor del mundo entero. Fue un explorador moderno. Hablamos de Francesco Ricci, el sacerdote italiano que a finales de los años sesenta se lanzó a descubrir Europa del Este para volver a escuchar la voz de la que habían definido precipitadamente como la “Iglesia del silencio”.
Veinte años después de su muerte, el 30 de mayo de 1991, evocar su figura significa revalorizar el prototipo del intelectual cristiano europeo, que no se contenta con pensar en el mundo sino que se lanza “Hasta los extremos confines de la tierra”, título del libro que se acaba de publicar en Italia y que recoge los recuerdos y reflexiones de muchos de sus amigos y discípulos. Como su tocayo Matteo Ricci, que evangelizó la China, también Francesco se movía por un impulso misionero que lo hacía capaz de entablar relaciones con todos y con una extraordinaria fecundidad espiritual. Pero a diferencia del padre jesuita del siglo XVI, le tocó vivir un tiempo en que, con palabras de Olivier Clément, «el catolicismo occidental se estaba retirando de la vida del mundo». Una tendencia a la que Francesco Ricci respondió con todas sus fuerzas. Le atormentaba el drama de un cristianismo que después de veinte siglos rozaba la marginalidad cultural y la insignificancia social, y encontró el antídoto en el movimiento de Comunión y Liberación.
«El primer y más grande compañero de nuestro camino», dijo de él don Giussani. Destacaba por su altura, no sólo física sino intelectual. Hombre de vasta cultura y fascinante comunicador, tenía una mirada que abrazaba al mundo entero. Con una intuición genial, comprendió que la renovación de la Iglesia no vendría del centro, identificado tradicionalmente con el cristianismo occidental, sino de los confines de la catolicidad arraigada en pueblos lejanos. De ahí su interés por los países e iglesias de frontera, su continuo ir y venir entre América Latina y Europa del Este, con viajes también al Lejano Oriente. Empezó a cruzar el telón de acero y conoció a personalidades y realidades eclesiales que luego daría a conocer en Italia a través del Centro de Estudios de Europa Oriental (CSEO). Nombres que más tarde se harían famosos, como el filósofo polaco Tischner, el teólogo borneo Zverina, o el disidente checoslovaco Havel. Movimientos como Luz y Vida en Polonia y Regnum Marianum en Hungría. Corría el año 1968 cuando CSEO publicó la intervención de un cardenal llamado Wojtyla...
«Mi vocación es ser sacerdote, pero mi oficio es el de contrabandista de libros», era una broma habitual de don Francesco. En cierto modo, preparó el camino al futuro Papa polaco, al que ya frecuentaba cuando era obispo de Cracovia. «El viento del Este se ha hecho impetuoso y nos ha traído a la Cátedra de Pedro al hijo de un pueblo cristiano que guiará a la humanidad por el camino hacia la libertad», escribió, con palabras proféticas, en octubre de 1978.
(publicado en Avvenire el 28 de mayo de 2011)
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