Era la noche del 12 de enero, cuando una fuerte lluvia sacudió la región montañosa de Río de Janeiro, en Brasil. El balance: más de 900 muertos y 340 desaparecidos. Familias enteras sucumbieron a la fuerza del agua y cientos de casas fueron sepultadas por la intensidad de las lluvias. Hechos que conmovieron a todo el país. La prensa describía la situación con una impresionante riqueza de detalles. Pero dos meses después de la tragedia, nadie recuerda ya lo sucedido y el país festeja el carnaval. Justo en esas fechas un grupo de setenta jóvenes de Comunión y Liberación viaja a Cuiabá Valley, en Petrópolis, para dedicar sus vacaciones de carnaval a trabajar como voluntarios en las zonas afectadas.
En un primer momento, los jóvenes iban con la intención de ayudar a la gente que lo había perdido todo, pero el sábado el padre Julián de la Morena les sorprendió diciendo: «En estos días podemos aprender a dar la vida como Cristo dio la suya. Hay algo que podemos aprender cada uno de nosotros: que la ley de la vida es darse a otro». La mayor sorpresa de todas fue descubrir que no estaban allí para ayudar a reconstruir casas, sino sobre todo para trabajar en la limpieza y restauración de las iglesias de la región. Según el párroco Rogério Dias, la iglesia ha sido un lugar de refugio para la comunidad. «Ha sido el punto de acogida que las personas buscaban, donde se sostenía su fe y su esperanza». Después de estas palabras, los voluntarios se dirigieron a sus puestos y trabajaron todos los días: pintura, limpieza, distribución de alimentos y agua, además de recuperación de mobiliario y menaje.
El primer día, el deseo de hacer el trabajo del mejor modo posible se vio un poco frustrado. «Uno de los responsables dijo que teníamos que limpiar mejor, quitar bien todo el fango. Pero eso ha hecho que haya sido precioso hacer este trabajo, ver la satisfacción de aquellos que trabajaban dando lo mejor de sí mismos ha sido lo más bonito», afirma Natasha Gaparelli de Río de Janeiro. Roberta Moss, de Sorocaba, estaba impresionada por cómo se cuidaban los pequeños detalles. «Lo que ha sucedido aquí no sucede en ninguna otra parte. Nunca he trabajado con tanta alegría. La gente está contenta, canta, a pesar de que hacemos un trabajo al que no estamos acostumbrados. Me doy cuenta de que con las cosas pequeñas tenemos la misma relación que con el Infinito».
La organización en los locales del seminario reflejaba la seriedad con que los jóvenes afrontaban esos días de trabajo. Siempre había más voluntarios de los que hacían falta, se levantaban temprano para preparar el café y recogían la cocina después de la cena. Al final del segundo día, monseñor Filippo Santoro, obispo de Petrópolis, tuvo un encuentro con los voluntarios y contó su experiencia personal desde que conoció el movimiento en Italia hasta este momento. «El periodo que ha transcurrido desde las lluvias de enero hasta hoy es una historia llena de encuentros, que ha mostrado el espectáculo de la presencia de la Iglesia entre la gente. Una historia que testimonia la victoria de Cristo sobre cualquier tragedia».
Algunas de las personas afectadas por las lluvias también contaron lo que les había sucedido y cómo consiguieron salvarse entre el barro y los escombros. Historias que sin duda constituyen un milagro. El cariota Carlos Miranda relató cómo estos testimonios han cambiado su mirada. «Estas personas han entendido la vida mucho mejor que yo. Tienen una fe que a mí me falta, es demasiado grande; puede llegar una tempestad y destruirlo todo, dar muerte a toda la familia y ellos siguen en pie. Yo quiero tener esta fe, quiero vivir así».
El tercer día, Julián pidió a todos que consideraran esos días no como un punto de llegada, sino de partida. «Debemos reconocer la apertura de nuestro corazón en el trabajo. Lo que ha sucedido aquí ha sido un don de Dios para aprender algunas cosas que necesitábamos. La vida tiene un secreto, una ley, y quien la conoce es feliz. Por tanto, amigos, pidamos poder responder a Cristo en nuestro tiempo libre».
Al terminar el trabajo, era evidente la importancia de esta experiencia en la vida de cada uno. Emily Dillinger, de Belo Horizonte, decía que se sentía una privilegiada. «En primer lugar, por estar aquí; después, por haber trabajado en la iglesia que ofrece refugio a los afectados; y en tercer lugar, porque ahora somos sus amigos. Me ha impresionado mucho la libertad en las relaciones desde el primer día. Y había de todo, alegría y dolor. Teníamos delante de los ojos su realidad y nos decían: Dios es bueno. No es sentimentalismo. Ahora que tenemos que irnos, sabemos bien qué significa una verdadera amistad. No es el deseo de volver atrás y hacer más, sino el de mantener una relación. Aquí he visto el fruto de una verdadera amistad, y ha sido precioso».
En el saludo final, Julián concluyó lanzando a todos los presentes una provocación: «Aquí ha sucedido algo grande. Vuelvo a casa mucho más enamorado del movimiento. En el trabajo de estos días hemos sido una sola fuerza, se veía que nuestra comunidad era real. Teníamos dos posibilidades: pertenecer o participar. Quien ha decidido pertenecer ha experimentado una plenitud inimaginable. Quien ha dado un paso atrás, lo ha perdido todo. Amigos, somos libres, Dios ama más nuestra libertad que nuestra salvación. El que haya creído encontrar aquí un lugar, aquí tiene una familia».
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