«Ninguno vive para sí mismo, y ninguno muere para sí mismo» (Rm 14,7). Las palabras de San Pablo vienen en nuestra ayuda en este momento de dolor, para poder mirar hasta el fondo el gesto que estamos celebrando: dar sepultura a nuestra hermana y amiga Manuela. Cuantos pasaron con ella la tarde anterior a su muerte, y después la velada junto a los amigos, la describen como luminosa, contenta, resplandeciente. Y esta imagen permanece grabada en nuestros ojos, porque esta luminosidad era el signo, el fruto maduro de su vocación. Lo que nos acaba de decir San Pablo, o sea, que «ninguno vive para sí mismo, y ninguno muere para sí mismo», significa que si vivimos, vivimos para el Señor, y cuando vivimos para el Señor, como ella, el Señor nos lleva a una plenitud, a una alegría, a una leticia tales que superan cualquier cosa que hubiéramos podido imaginar.
Y precisamente por haber visto cómo actúa Cristo cuando aferra a un ser humano, cuando lo llama a Sí, cuando lo llama para hacerle partícipe de Su vida, de Su plenitud, si lo hemos visto actuar, ¿cómo no reconocer ahora también la verdad de las palabras que siguen: «Si morimos, morimos para el Señor»? Aquel que brillaba en la luminosidad de nuestra Manuela es Aquel que brilla, ahora, también en su muerte. Por eso nosotros podemos mirar la muerte con la misma certeza, con la misma seguridad con la que Le hemos visto brillar y tocado con la mano en el rostro de nuestra amiga.
¡Comprendamos verdaderamente el significado profundo de estas palabras, amigos! «Ya vivamos, ya muramos, somos del Señor. Para esto murió y resucitó Cristo: para ser Señor de vivos y de muertos». Su vida y su muerte gritan lo mismo, y si nosotros dejamos entrar a Cristo en la vida, el Señor la lleva a una plenitud tal, como hemos visto y tocado en ella. No es una imaginación nuestra, el Cristianismo no es un pensamiento o un sentimiento nuestro, sino aquello que hemos visto en la obra de Dios en Manuela. Su vida y su muerte gritan el significado de su vocación, que dar la vida a Cristo es poder gritar a todos los hombres –ahora lo grita también su muerte– que sólo Cristo puede llenar la vida del hombre.
Cristo es la única razón para vivir y para morir. Y Cristo es aquel que nos permite llegar a una plenitud tal que podamos afrontar la muerte sin miedo. Hoy podemos estar seguros de que Él acoge a Manuela para siempre en Su Compañía, porque hemos visto cómo la asoció a Sí en Su compañía durante su vida.
Por eso estamos ciertos y en este momento de dolor no podemos no estar agradecidos, profundamente agradecidos por haber tenido la suerte de ser cristianos. Por haber tenido la suerte de conocer el significado profundo de la vida y de la muerte, como nos lo ha testimoniado nuestra amiga.
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