A las 7.30 de la mañana, en la Capilla Paulina del Palacio Apostólico Vaticano, el Santo Padre Benedicto XVI ha celebrado una Santa Misa en sufragio por Manuela Camagni, la Memor Domini de la Familia Pontificia que murió el pasado 24 de noviembre a causa de un accidente.
Publicamos el texto de la homilía que el Papa ha pronunciado durante la celebración eucarística:
Queridos Hermanos y Hermanas:
En los últimos días de su vida, nuestra querida Manuela recordaba que el 29 de noviembre celebraría su treinta aniversario de profesión en la comunidad de los Memores Domini. Y lo decía con gran alegría, preparándose –así daba la impresión– a una fiesta interior, para celebrar este camino que llevaba treinta años recorriendo hacia el Señor, en comunión con los amigos del Señor. La fiesta, sin embargo, fue distinta de la prevista. Precisamente el 29 de noviembre la llevamos al cementerio, cantamos que los ángeles la acompañaran al Paraíso, la guiamos a la fiesta definitiva, a la gran fiesta de Dios, a las Bodas del Cordero. Treinta años caminando hacia el Señor, entrando en la fiesta del Señor. Manuela fue una “virgen sabia y prudente” que supo llevar aceite en su lámpara, el aceite de la fe, una fe vivida, una fe nutrida por la oración, por el diálogo con el Señor, por la meditación de la Palabra de Dios, por la comunión en la amistad con Cristo. Y esta fe era esperanza, sabiduría, era certeza de que la fe abre el verdadero futuro. Y la fe era caridad, era darse por los demás, vivir en el servicio del Señor por los demás.
Yo, personalmente, debo dar las gracias por su disponibilidad, que la llevó a entregar sus fuerzas al trabajo en mi casa, con este espíritu de caridad, de esperanza que viene de la fe. Ha entrado en la fiesta del Señor como virgen prudente y sabia, porque había vivido no en la superficialidad de cuantos olvidan la grandeza de nuestra vocación, sino en la gran visión de la vida eterna, y así estaba preparada para la llegada del Señor.
Fue durante treinta años Memores Domini. San Buenaventura dice que en la profundidad de nuestro ser está inscrita la memoria del Creador. Y precisamente porque esta memoria está inscrita en la profundidad de nuestro ser, podemos reconocer al Creador en su primera creación, podemos acordarnos de Él, ver las huellas que Él ha dejando en el cosmos que ha creado. Dice además san Buenaventura que esta memoria del Creador no es sólo memoria de algo del pasado, porque su origen está presente, y por tanto es memoria de la presencia del Señor; también es memoria del futuro, porque tenemos la certeza de que venimos de la bondad de Dios y estamos llamados a alcanzar la bondad de Dios. Por tanto en esta memoria se encuentra también otro elemento, el gozo: nuestro origen, que es ese gozo que es el Señor, y nuestra llamada a alcanzar la gran alegría final. Sabemos que Manuela era una persona internamente penetrada por la alegría, por ese gozo que viene de la memoria del Señor. Pero san Buenaventura añade también que nuestra memoria, como toda nuestra existencia, está herida por el pecado: así la memoria se oculta, se oscurece, se ve ocultada por otras memorias superficiales, y no logramos traspasarlas, ir más al fondo, llegar a la verdadera memoria que sostiene nuestro ser. Por tanto, a causa de este olvido de Dios, de este olvido de la memoria fundamental, también la alegría se ve ocultada, oscurecida. Sí, sabemos que somos creados para la alegría, pero ya no sabemos dónde se encuentra la alegría y la vamos buscando por distintos lugares. Vemos hoy esta búsqueda desesperada de la alegría que se aleja cada vez más de su verdadera fuente, de la verdadera alegría. Olvido de Dios, olvido de nuestra verdadera memoria. Manuela no era de los que han olvidado la verdadera memoria: ella vivió precisamente en la memoria viva del Creador, en la alegría de su creación, viendo la transparencia de Dios en todo lo creado, también en los acontecimientos cotidianos de nuestra vida, y supo que de esta memoria –presente y futuro– viene la alegría.
Memores Domini. Los Memores Domini saben que Cristo, la víspera de su Pasión, renovó, más aún, elevó nuestra memoria. «Haced esto en memoria mía», dijo. Así nos dio la memoria de su presencia, la memoria de su entrega, del don de su Cuerpo y de su Sangre. En este don de su Cuerpo y de su Sangre, en esta entrega de su amor infinito, tocamos de nuevo con nuestra memoria la presencia del Dios fuerte, su entrega por nosotros. En cuanto Memor Domini, Manuela vivió esta memoria verdadera que el Señor nos dona con su Cuerpo y que renueva nuestro saber de Dios.
En la controversia con los Saduceos acerca de la resurrección, el Señor les dice que ellos no creen en ella, pero que Dios se ha llamado a sí mismo «Dios de Abrahán, de Isaac, de Jacob». Los tres forman parte del nombre de Dios, están inscritos en el nombre de Dios, en la memoria de Dios, por ello el Señor dice: Dios no es un Dios de muertos, es un Dios de vivos, y quien forma parte del nombre de Dios, quien está en la memoria de Dios, está vivo. Nosotros los hombres, con nuestra memoria, por desgracia, podemos conservar sólo una sombra de las personas que hemos amado. Pero la memoria de Dios no conserva sólo las sombras, es origen de vida: aquí los muertos viven, en su vida y con su vida han entrado en la memoria de Dios, que es vida. Esto nos dice hoy el Señor: Tú estás inscrito en el nombre de Dios, tú vives en Dios con la vida verdadera, vives de la fuente verdadera de la vida.
Por eso en un momento de tristeza como éste somos consolados. Y la liturgia renovada después del Concilio se atreve a enseñarnos a cantar el “Aleluya” en una misa de difuntos. ¡Qué audacia! Nosotros sentimos sobre todo el dolor por la pérdida, sentimos sobre todo la ausencia, el pasado, pero la liturgia sabe que estamos en el mismo Cuerpo de Cristo y vivimos a partir de la memoria de Dios, que es nuestra memoria. En este entrelazarse de su memoria y de nuestra memoria estamos unidos, estamos vivos.
Pidamos al Señor para que sintamos cada vez más esta comunión de la memoria, para que nuestra memoria de Dios en Cristo se avive cada vez más y así podamos sentir que nuestra verdadera vida está en Él y en Él permanecemos todos unidos. En este sentido cantamos el “Aleluya”, seguros de que el Señor es la vida y su amor no se acaba jamás.
Amén.
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