Lo primero que hace el niño recién nacido es llorar, es decir, gritar. Como diciendo: “¡Yo existo, necesito alguien que me cuide!”. No obstante, aún no sabe a quién grita: simplemente grita, no pide. Poco a poco, en la relación con su madre, cuando la ve, sonríe: a partir de ese momento, su llanto, su grito, se convierte en petición. Es decir, el niño descubre el don, porque para poder pedir hace falta que alguien nos dé la posibilidad de poder hacerlo: para poder pedir resulta necesaria una presencia. Si esta presencia no está, si no se reconoce una presencia, no se puede pedir. Como mucho uno grita, se revuelve, chilla, pero no pide, porque pedir implica tener alguien presente que se nos dona y al que nos podemos dirigir. Como el bebé cuando descubre a su madre, cuando la ve, ya desde muy pequeño, y se echa a reír. La petición es el criterio, la regla profunda –que nunca podemos dar por descontada- de toda relación. Incluso las relaciones que nos son más familiares, aquellas que son más íntimas, se resquebrajan cuando el uno ya no tiene nada que pedirle al otro; es decir, cuando el otro ya no es una presencia. La petición tiene necesidad de un don.
¿Se puede volver a nacer, siendo ya viejos? ¿Se puede volver al vientre de la madre? No, no se puede. Pero esto, que nosotros no podemos hacer por nosotros mismos, lo puede hacer Otro, lo puede hacer el Espíritu. Para pedir es necesario, en primer lugar, un encuentro que comprometa la vida en su totalidad. Un discurso no basta, es necesario un encuentro, un hecho que implique toda nuestra personalidad; no sólo la inteligencia, sino también el corazón y el afecto; que nos impulse a conmovernos, a ‘movernos con’, a movernos juntos. Estamos aquí porque hemos sido objetos de este don: quizás olvidado, descuidado, pero a pesar de todo lo hemos recibido. Al invocar a Cristo, al buscarlo, sabemos que se nos ha dado el don de la vida, y el don del sentido de la vida. Es decir, hemos sido objeto de una Gracia. Aquello que llamamos carisma, la acción que el Espíritu lleva a cabo en la historia es, de hecho, factor de la presencia de Cristo; canaliza el don que hemos recibido personalmente. Cuando uno se topa con algo significativo, excepcional, importante para la vida, todo se juega en reconocerlo, en adherirse a ello. Se trata de llevar a cabo una opción, se trata de permitir que este encuentro penetre de verdad en la vida. Sólo entonces se comprende que toda la vida surge a partir de una cuestión moral, es decir, de un compromiso de la libertad personal.
Reflexionando sobre nuestra experiencia, [resulta claro que] nuestra libertad se sostiene en la opción, en la adhesión al encuentro hecho; y esto indica que la Gracia no atañe sólo al hecho de que se nos haya puesto frente a una Presencia a la que adherirnos, sino también al hecho de que esta Presencia se nos ha mostrado a través de una modalidad concreta, de forma que hemos podido comprender y adherirnos: es una especie de Gracia dentro de la Gracia, un don dentro del don. De otro modo no estaríamos aquí. Pongo un ejemplo: mi amiga Franca durante años pretendió convertirme, sin lograrlo. Sin embargo, me bastó con escuchar a don Giussani y de inmediato me cautivó: sin duda por mérito de don Giussani, en parte también por mérito mío… pero, sobre todo, por mérito de algo misterioso que inmediatamente me aferró, poniendo así de manifiesto el hecho verdaderamente fascinante que hay dentro de nuestra experiencia: a través de los límites que vemos en nosotros y en los demás (normalmente solemos verlos con más facilidad en los demás que en nosotros mismos), dentro de todo lo humano, está el don que hemos recibido.
El misterio de la Encarnación. A través de esa aventura humana que llamamos comunidad cristiana, que llamamos movimiento de Comunión y Liberación, acontece el don a través del cual podemos darnos cuenta de lo que es bueno para nuestra vida. Como decía don Giussani: dentro de esta cosa finita, llena de límites y de dificultades, como sombra lejana, como algo que se nos escapa, está el infinito. Dentro de la finitud de nuestros defectos, de nuestras miradas, de nuestra amistad, de nuestra convivencia, de nuestro actuar, de todas las contrariedades, está el infinito: algo infinitamente más grande, que nos hace caer en la cuenta de que no nos podemos conformar con menos. No nos podemos conformar, porque existe algo infinito. El misterio de la Encarnación es exactamente esto: lo infinito dentro de lo finito. Estamos aquí porque nos ha entusiasmado lo que hemos encontrado, lo que hemos visto: algo infinitamente más grande que nuestros límites, y de los límites de aquel a través del cual lo hemos conocido. Éste es el don que nos ayuda a adherirnos, a cambiar, a nacer de nuevo: que nos permite volver a ser como niños, que nos permite descubrir cosas nunca antes vistas.
Tenemos por delante un trabajo, como justamente ha subrayado Carrón en los Ejercicios; se denomina, en la experiencia cristiana, ascesis: es un trabajo sobre uno mismo, para vencer la distracción; un trabajo que es también necesario hacer juntos, [que se pone en juego] -por ejemplo- en la atención a la puntualidad, o en el ser lo más concretos posible sobre la experiencia que cada uno vive. Es una ascesis que debemos afrontar tanto juntos como personalmente; es decir, nosotros comprendemos, sabemos que tenemos que vencer una resistencia que llevamos dentro porque, si nos miramos a nosotros mismos y miramos a los demás, percibimos con claridad nuestra resistencia a adherirnos al bien; de forma que, aun comprendiéndolo, damos un paso atrás; como dice Carrón: es como si tuviéramos miedo. Nosotros comprendemos esto y, por tanto, tenemos que estar preparados, no podemos ser como las vírgenes necias. Tenemos que estar vigilantes para cuando llegue el esposo, para poder recibirlo.
Se denomina ascesis: es la oración, es el frecuentar los Sacramentos, es la puntualidad, es el tratarse de un determinado modo; también lo es contribuir al fondo común. Es una preparación continua para no perder de vista lo que nos ha sucedido puesto que, habiendo sucedido una vez, puede siempre volver a suceder. Vivimos en la espera, en la esperanza de que el infinito que ha entrado en nuestra vida de forma cautivadora pueda cautivarnos nuevamente. Pero tenemos que estar preparados. Para nosotros que lo hemos visto, la gran consolación consiste en que el don que se nos ha dado en la vida es también perdón, es decir –como la misma etimología de la palabra sugiere– es un don hiperbólico, un don enorme.
Mirad lo que eráis. ¿Os imagináis lo que sería nuestra vida si no hubiéramos encontrado el movimiento? Echad la vista atrás, y mirad lo que eráis. Cuando miramos a las personas que tenemos alrededor –a los que tienen dificultades; a los que nos saben a qué santo rogar cuando les pasa algo, cuando tienen necesidades económicas, o cuando afrontan alguna adversidad-, entonces nos damos perfecta cuenta del modo en que hemos sido perdonados. A pesar de nuestras distracciones, de nuestros límites, el don se ha preservado, porque existe el movimiento, porque existe la comunidad. Este año, el lema del Meeting [de Rimini] es: “Esa naturaleza que nos empuja a desear grandes cosas es el corazón”. En El yo renace en un encuentro, hay un pasaje que lo describe perfectamente: aquél en el que Giussani se inspira en el Ícaro de Matisse. El mito de Ícaro representa el deseo del hombre de volar hacia el sol, es decir, de realizarse completamente, de alcanzar la propia felicidad; pero al perseguir este deseo sólo a través de medios humanos, sucede entonces que las alas de Ícaro se derriten con el calor del sol y entonces se desploma. Por este motivo, este mito griego concluye que para el hombre es imposible alcanzar la felicidad. Es imposible que la vida tenga sentido: de aquí surge el fatalismo, el cinismo, el escepticismo y todas las corrientes filosóficas para las que, en última instancia, la vida no tiene esperanza alguna.
Jesucristo y los Apóstoles han despuntado por traer la esperanza a un mundo sin esperanza; en el que la gente se moría a los treinta años, en el que había esclavos; en el que no existía posibilidad alguna de redención, ni de perdón, ni de amistad. Porque es en el cristianismo donde los hombres han encontrado una propuesta infinitamente más humana que la que ya vivían. Todos –todos– los anhelos del hombre llevan dentro, en última instancia, la búsqueda del infinito. Incluso en el pecado se busca un bien, porque no se cometen pecados buscando sentirse mal. Todos los deseos, incluso los que son dañinos, conllevan la búsqueda del infinito; basta con mirar a los niños, que primero quieren el tren, luego el caballito de madera, luego… El deseo jamás se sacia, y el hombre persevera hasta que ya no puede más: entonces cae a tierra y se resigna, es decir, se conforma. Se hace viejo, en el sentido de que ya no tiene nada que aprender, nada que descubrir. No hay ya nada nuevo bajo el sol. Y surge entonces la duda de si la muerte es el objeto, el final de todo. Es una cuestión que, a medida que pasan los años, cada vez se hace más aguda. Don Giussani dice: “Lo que nos debe mover es ese presentimiento de la felicidad en el que se basa la alegría de vivir. ¿Qué es lo que significa, qué simboliza entonces el círculo rojo en el Ícaro de Matisse? Ese corazón por el que el hombre, la figura del hombre, se mantiene suspendida en el vacío, y el tiempo y el espacio ya no son sólo una tumba, sino la posibilidad de un nuevo impulso”.
El corazón de Ícaro. “Ese corazón indica que la figura de Ícaro está ligada, aspira, es decir, depende de otra cosa, depende. Depende de algo distinto. Si no existiera otra cosa, por efímera que fuera, esa figura caería sobre sí misma, se vendría abajo, reventaría, como de hecho sucede en esta fábula para la mentalidad pagana. En la mentalidad pagana, es decir, en la mentalidad mundana, Ícaro está destinado a caer a tierra, porque el corazón no resiste, porque las alas no resisten. Sin embargo, ese corazón es símbolo de la relación con una cosa distinta”.
“Una hoja separada de la rama ya no es una hoja. ¡Que sigamos viendo una hoja es sólo la prolongación de una apariencia, destinada en todo caso a marchitarse! Significa que para seguir siendo hoja debe estar unida a la rama, como la rama está unida al tronco; es decir, ¡hace falta que la hoja pertenezca! Así es el Ícaro de Matisse, todo lo frágil que queráis, pero que intuye que pertenece a algo distinto. Lo que define la identidad, la fuerza y la alegría de un sujeto –o de cualquier otra realidad– es su pertenencia, es aquello a lo que pertenece”. Estamos conformados por aquello a lo que pertenecemos. Por el don que hemos recibido y nos ha atrapado. Don Giussani, al encontrarse con una chica del Grupo Adulto que, muy seria, llegaba tarde, dijo echándose a reír: “Dios hace verdaderamente lo que quiere”. Atrapa a quien Él quiere. A nosotros nos ha atrapado así, nuestra adhesión se ha visto potenciada por el hecho de que Dios nos ha salido al encuentro en una modalidad tal que para nosotros pudiera resultar fascinante. Estamos aquí a través de una forma concreta, y este hecho describe aquello a lo que pertenecemos, aquello por lo cual pertenecemos; describe cómo se nos ha encendido el corazón e indica que por nosotros mismos no podemos volar hacia el sol, hacia la felicidad. Como sugiere Péguy, para tener esperanza hace falta haber recibido una gran gracia. Nosotros hemos recibido una gran gracia. Así es el corazón del hombre, [así es] nuestra naturaleza.
La responsabilidad de mostrar el signo. Se comprende entonces que la cosa más importante en la vida de la comunidad cristiana consiste en mostrar el signo, es decir, señalar a aquel a quien debemos seguir: aquel que nos acerca a esa “sombra lejana” del infinito, haciendo que parezca más cercana. Así es como nos ayudamos, dándonos la posibilidad de saber a quién pedir. Hago un inciso. Algunos tenemos cincuenta años, otros sesenta, otros incluso más: los padres somos nosotros. La transmisión de la fe, la transmisión de la posibilidad de hacer experiencia del don, está ligada a nosotros; porque, de otra forma, ¿para qué estaríamos en el mundo? Para nuestros hijos, sus padres somos nosotros; para los jóvenes que encontramos, los padres somos nosotros; para los más de cien niños que hay aquí, los padres somos nosotros. Este señalar es una responsabilidad nuestra. Que haya muerto don Giussani nos reclama a esto.
Cuando Jesús les dijo a los apóstoles: “Os conviene que me vaya”, quería decir que a partir de entonces les tocaba a ellos. De esta forma se comprende por qué tenemos que adentrarnos en un trabajo personal, común y nuevo: Carrón tiene toda la razón. Es como si estuviéramos en un bosque y nos costara, a pesar de ir mirando para arriba, ver el sol: hay que cortar los arbustos y las ramas con el machete, para así poder ver, levantando la mirada, el cielo azul. Evitando la queja continua; todos somos burgueses, en el fondo la vida no nos ha ido tan mal, podía, de hecho, habernos ido mucho peor. En este sentido, nuestra propuesta no tiene necesidad, ante todo, de una especie de equilibrio psicológico: esto se puede decir, esto otro no se puede decir. De hecho, Jesús dice en el Evangelio: cuando os lleven ante el tribunal y os pregunten, no os preocupéis por lo que debéis decir, pues el Espíritu os lo sugerirá. Lo que debemos hacer, por cierto, no es establecer una medida, sino amar, es decir, reconocer el valor de las cosas y de las personas. Amar constituye un juicio de valor sobre la realidad, sobre la positividad de lo real, y no simplemente un sentimiento de atracción. Como decía san Agustín: “Ama y haz lo que quieras”. Si te equivocas, te corregirás o te corregirán; y lo que tú no sepas hacer, lo hará Dios por ti.
A nosotros nos toca tan sólo ser conscientes del don que hemos recibido, y de que podemos ser útiles para las personas que tenemos alrededor si les mostramos este don. En caso contrario, sólo seremos un peso, un lastre, para ellos y para nosotros mismos. Desde este punto de vista, me asombra el hecho de que a pesar de nuestra queja permanente estemos aquí, aferrados como la mala hierba que nunca se consigue eliminar. Y esto me conmueve. Don Giussani dijo en uno de sus últimos Ejercicios espirituales: “Os deseo que podáis ser padres y madres los unos para los otros”. Y esto es lo que debemos ser recíprocamente, haciendo evidente el don que ha atrapado nuestra vida y que, a pesar de todos nuestros límites, sigue aferrándonos, sigue manifestándosenos con insistencia. Si se reconoce esta Presencia en todo lo que se vive, sin dejar fuera nada de lo que sucede, ningún aspecto de nuestra historia personal, la libertad va a más. Con esto se entiende que la libertad es justamente hacer una experiencia de conocimiento, de aprendizaje: la libertad es la experiencia del cumplimiento; es la experiencia del chico enamorado al que la chica le dice ‘sí’.
Vivimos en sábado. Esta es, en concreto, la Gracia de Dios, a través de la cual, ante nuestra petición, se nos da una respuesta: una respuesta inesperada, porque no somos nosotros quienes podemos condicionarla: que él, o que ella, te ame no depende de ti. Esta es la libertad como experiencia, la libertad como dato de la Gracia. En la vida, la libertad es imperfecta, porque nosotros no vivimos en domingo, sino que vivimos en sábado: no vivimos en el día en el que todo se cumple, sino en el día de la imperfección y, en esta imperfección, también nuestra libertad es imperfecta, pues la libertad crece con la educación, con la preparación, con el conocimiento. Aun siendo nuestra la libertad imperfecta, en cualquier caso hemos de elegir. Habitualmente consideramos que la elección es el aspecto definitivo de la libertad; sin embargo, el aspecto definitivo de la libertad es el cumplimiento, es la propia realización, no la posibilidad de elegir. La decisión de adherirte a la verdad es algo que permite que te introduzcas en la experiencia de la libertad. Y luego llega el cumplimiento. Esta es la experiencia que siempre se hace; no a ciegas, sino con una luz, con un faro encendido que nos atrae. En esto consiste ser cristianos.
Por este motivo existe el movimiento y por este motivo existimos nosotros, cada uno de nosotros. Dios nos quiere para este fin, para sostener –y esto es lo más difícil– nuestra esperanza y la de todos los hombres frente a la tentación de creer que todo se reducirá a cenizas.
(traducción de Javier Ortega)
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