A mitad del siglo II d.C. un cristiano anónimo escribe a un tal Diogneto (¿tal vez se trata de la Apología de Cuadrato al emperador Adriano?) respondiendo al deseo de este último de conocer algo más del cristianismo. Dice así:
“Los cristianos, en efecto, no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra ni por su habla ni por sus costumbres. Porque ni habitan ciudades exclusivas suyas, ni hablan una lengua extraña, ni llevan un género de vida aparte de los demás. A la verdad, esta doctrina no ha sido inventada gracias al talento y especulación de hombres curiosos; ni profesan, como otros hacen, una enseñanza humana; sino que, habitando ciudades griegas o bárbaras, según la suerte que a cada uno le cupo, y adaptándose en vestido, comida y demás género de vida a los usos y costumbres de cada país, dan muestras de un tenor peculiar de conducta admirable, y, por confesión de todos, sorprendente.
Habitan sus propias patrias, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos y todo lo soportan como extranjeros; toda tierra extraña es para ellos patria, y toda patria, tierra extraña. Se casan como todos; como todos engendran hijos, pero no exponen los que les nacen [descendencia] [no arrojan los fetos]. Ponen mesa común, pero no lecho. Están en la carne, pero no viven según la carne. Pasan el tiempo en la tierra, pero tienen su ciudadanía en el cielo. Obedecen a las leyes establecidas; pero con su vida sobrepasan las leyes. A todos aman y por todos son perseguidos. Se les desconoce y se les condena. Se les mata y en ello se les da la vida. Son pobres y enriquecen a muchos” (V,1-13).
Nos encontramos en la civilización grecorromana, a mitad del siglo II. Conviene recordar que esta civilización representa un momento culmen en el derecho, sostenido en la herencia griega del uso de la razón y la filosofía. Aunque la legislación daba algunas muestras de defensa del no nacido o nasciturus (obviamente sólo se ocupaba del ciudadano romano), el aborto, según Ovidio (†17 d.C.) se convirtió en una práctica habitual, socialmente aceptada. De modo que las patricias romanas abortaban a menudo, para castigar a sus maridos y para encubrir sus propios adulterios (cf. T. Mommsen). El mismo Ovidio, hablando de las mujeres de la clase alta, decía: "Ahora corrompe su vientre la que quiere verse hermosa, y es rara, en esta época, la que quiere ser madre" (Nunc uterum vitiat quae vult formosa videri, Raraque, in hoc aevo, est quae velit esse parens). En Roma, una práctica habitual en la época en la que el cristianismo empieza a expandirse, era la de abandonar los niños recién nacidos, arrojándolos al río Tíber o exponiéndolos al hambre, al frío o a los perros, tal y como nos cuenta, entre otros, Tertuliano.
¿Qué es lo que sucedió para que en plazo de algunos siglos el aborto pasara a considerarse socialmente como una aberración para la razón? Media un hecho: el cristianismo, es decir, una mirada que reconoce en el ser humano un valor absoluto, un vínculo inviolable con Dios, de quien ha sido hecho a imagen y semejanza. Es esta mirada nueva, que ha entrado en la historia, lo que ha permitido que la sociedad asumiera, de forma pacífica, el valor inviolable de toda vida humana, sean cuales sean sus condiciones, para acogerla y cuidarla con pasión desde la concepción hasta la vejez.
Lo mismo podríamos decir del fenómeno de la esclavitud, que hoy se nos presenta como un grave atentado contra la dignidad de la persona. En Roma era práctica más que aceptada, en este caso también por la legislación, que sólo contemplaba el derecho de libertad al ciudadano romano. Cuando San Pablo escribe al cristiano Filemón para devolverle su esclavo convertido al cristianismo y bautizado (habiendo escapado, terminó en prisión como compañero de Pablo), no pretende iniciar una revolución que contraviniera las leyes del imperio:
“Por ello, aun teniendo plena libertad en Cristo para mandarte lo que conviene, prefiero rogar en nombre de la caridad -y eso que soy Pablo, ya anciano y ahora además prisionero de Cristo Jesús-. Te ruego en favor de mi hijo Onésimo, a quien engendré entre cadenas, en otro tiempo inútil para ti pero ahora útil para ti y para mí: a éste te lo devuelvo como si fuera mi corazón. Yo hubiera querido retenerlo para que me sirviera en tu lugar, mientras estoy entre cadenas por el Evangelio. Pero no he querido hacer nada sin tu consentimiento, para que tu buena acción no sea forzada, sino voluntaria. Quizá por eso se alejó algún tiempo, para que ahora lo recuperes para siempre, no ya como siervo, sino más que siervo, como hermano muy amado, en primer lugar para mí, pero ¡cuánto más para ti!, no sólo en lo humano, sino también en el Señor. Por tanto, si me consideras hermano en la fe, acógelo como si fuera yo mismo. Si te perjudicó o te debe algo, cárgalo a mi cuenta” (Fil 8-19).
Pablo no pretende iniciar una revuelta, pero introduce ya el factor nuevo que con el tiempo minaría los fundamentos de la esclavitud y de la desigualdad (aunque tuvieran que pasar todavía siglos para alcanzar un lugar en las legislaciones): Onésimo no es un esclavo, es un hermano, creado por Dios, redimido por la sangre de Cristo.
He querido poner por delante estas dos notas históricas muy sintéticas para recordar que lo que hoy nos parece a muchos evidente para la razón -el valor de la vida humana desde su concepción, o la igual dignidad de todos los hombres-, no lo era hace siglos, en concreto en un momento de gran esplendor de la razón y el derecho como es el mundo grecorromano. Fue la entrada en escena de un acontecimiento histórico -la mirada que aquel hombre de Nazaret tenía sobre toda la realidad humana, y la expansión de este abrazo a lo largo del Imperio Romano, así como la reconstrucción de una nueva civilización a partir de los escombros que dejaron las invasiones bárbaras- lo que permitió que empezara a resultar evidente para la razón lo que antes era oscuro. El cristianismo, como dice nuestro Manifiesto, ayudó “a abrir los ojos al mundo para reconocer el valor de la persona y fomentar su defensa”.
Bastaría echar un vistazo a los periódicos de los últimos dos meses para descubrir que ese valor de la persona desde su concepción ya no es, en absoluto, evidente. Más bien todo lo contrario. ¿Por qué? Evitemos aquí respuestas que son penúltimas, parciales. Si no entendemos por qué sucede esto, nos moveremos siguiendo fórmulas que no atacan el problema en su raíz. Para contribuir a una respuesta exhaustiva a esta pregunta es necesario volver a hacer un poco de historia, aunque ahora no nos remontaremos tan atrás. Basta que viajemos en el tiempo a la segunda mitad del siglo XVIII, en el apogeo del periodo que llamamos Ilustración. Kant, Lessing y otros autores pretendieron conservar todos los valores que la civilización cristiana había alcanzado considerándolos autoevidentes para la razón y eliminando su sustento: Cristo. La razón había alcanzado su edad adulta, según estos autores, y podía poseer por sí sola los grandes valores de Occidente, desprendiéndose de algo que parecía ir contra la razón: que un hombre, Jesús de Nazaret, fuera Dios. Se decían todavía cristianos, porque el cristianismo representaba el culmen de la moral: aquel en el que el hombre llama a Dios padre y hermano a su enemigo. Pero eliminaban el acontecimiento y la novedad cristiana: Cristo es la compañía de Dios al hombre.
El tiempo no tardó en pasar factura a esta postura. La Ilustración hizo que los grandes valores nacidos en el seno de la civilización cristiana pasaran a ser patrimonio civil y a poblar las Constituciones y declaraciones de derechos humanos. Pero en el arco de tiempo de pocas generaciones aquel castillo de naipes empezó a perder sus fundamentos. Hemos ido viendo cómo en la medida que el acontecimiento cristiano ha dejado de ser un factor vivo y real, incidente en la sociedad, los valores que había ayudado a sostener han ido cayendo uno a uno. En nuestro país hemos sido testigos de esta dinámica en un proceso acelerado en la últimas décadas. Conviene sacar enseñanzas de este proceso histórico: defender los valores sin Cristo está destinado al fracaso.
Pero no pensemos que éste es un proceso que afecta sólo a los otros, como si nosotros estuviéramos preservados de la mentalidad que nos rodea. O lo que es lo mismo: no demos por descontado el cristianismo, como si nuestra capacidad de reconocer los valores se mantuviera por sí sola. En este sentido el Manifiesto es muy claro. ¿Quién es capaz de estar ante el drama de un embarazo producto de una violación o de un hijo que llega con malformaciones? O sin ir demasiado lejos, ¿quién es capaz de estar ante los casos que nos acaba de contar la doctora Eva? Hay gritarlo bien alto: nos parece imposible. Tanto es así que en algunos supuestos como violación o malformaciones la mayoría de la sociedad española mira para otro lado, legislación incluida. ¿Por qué? ¿Porque son “malos”? No. Simplemente resulta inconcebible que alguien pueda acoger una vida humana como esa.
Hace justo una semana estuve cenando en casa de una familia de conocidos. Además de sus hijos naturales, hace algunos años acogieron en casa a un niño fruto de una violación, con graves taras y ciego. Algún tiempo después acogieron a otra niña, también con graves deficiencias. Y hace pocos meses recibieron una llamada en la que se pedía acoger con urgencia a una chica joven, abandonada por sus familiares, que necesitaba una familia para poder continuar su cuarto embarazo evitando el cuarto aborto. No encontrando otra opción decidieron acogerla ellos. Tendríais que ver qué ambiente se respira en esa casa. Qué alegría y que afecto hacia estas personas, afecto que a su vez les construye a ellos y construye la familia.
Uno que ve esto no puede contener la pregunta: ¿Cómo es posible? Más correctamente, uno que ve que lo imposible está delante de sus ojos no puede no dirigirse a esta familia y preguntarles: ¿Cómo podéis ser así? Y esperar la respuesta. Que no es otra que el relato del acontecimiento cristiano que les ha alcanzado.
Nosotros no podemos ahorrar a la sociedad española esta pregunta, poniendo delante una mirada sobre lo humano que, ahora más que nunca, no es de este mundo. Y no podemos hurtar a la sociedad española la respuesta a esta pregunta: el Misterio que ha hecho todas las cosas ha entrado en la historia como misericordia en la carne de Jesús de Nazaret, que se ha inclinado sobre una madre viuda que había perdido a su hijo, diciendo: “Mujer, ¡no llores!”. El mismo que no había condenado a la prostituta sino había sabido leer su deseo oculto de ser amada y preferida como algo único en este mundo.
Nosotros cristianos no tenemos nada que imponer a nuestra sociedad. De una forma lúcida lo ratificó Benedicto XVI en su visita al Parlamento alemán:
“Contrariamente a otras grandes religiones, el cristianismo nunca ha impuesto al Estado y a la sociedad un derecho revelado, un ordenamiento jurídico derivado de una revelación. En cambio, se ha remitido a la naturaleza y a la razón (…), en su mutua relación, como fuente jurídica válida para todos”.
Ahondando en este aspecto, aclaraba, esta vez ante el Parlamento Británico:
“La tradición católica mantiene que las normas objetivas para una acción justa de gobierno son accesibles a la razón, prescindiendo del contenido de la revelación. En este sentido, el papel de la religión en el debate político no es tanto proporcionar dichas normas, como si no pudieran conocerlas los no creyentes. Menos aún proponer soluciones políticas concretas, algo que está totalmente fuera de la competencia de la religión. Su papel consiste más bien en ayudar a purificar e iluminar la aplicación de la razón al descubrimiento de principios morales objetivos”.
Dicho con palabras del mismo Benedicto XVI (cf. discurso en Ratisbona), el papel de la fe en la vida pública es el de ensanchar los espacios de la racionalidad, superando la autolimitación de la razón moderna. Históricamente, digámoslo de nuevo, el acontecimiento cristiano ha ayudado a abrir los ojos al mundo para reconocer aquellos valores que la misma razón puede llegar a reconocer.
El gran teólogo alemán, Romano Guardini, hablando de aquellos valores que la cultura moderna ha querido separar de su fuente cristiana, afirma que sólo cuando dichos valores están ligados a la Revelación cristiana “se liberan en el hombre fuerzas que son de por sí «naturales» [es decir, nosotros podríamos alcanzar casi de forma natural el reconocimiento de estos valores], pero que no se desarrollarían al margen de esa economía [del cristianismo]. El hombre llega a ser consciente de valores que son de por sí evidentes, pero que resultan visibles únicamente en esa atmósfera” .
Esta es nuestra tarea en la sociedad, en nuestra sociedad española. Esta es nuestra responsabilidad histórica hoy más urgente que nunca: salir al encuentro de todas las necesidades de nuestros hermanos, los hombres, al encuentro de cada drama humano, con el abrazo que nosotros hemos recibido de Cristo.
No me cabe duda que esta es la gran necesidad, por encima de cualquier otra, de la sociedad española. A ella se aplica de forma especial lo que decía don Giussani, fundador de Comunión y Liberación: “Todos los problemas que el hombre está llamado a resolver en la prueba de la vida (…) carecen del planteamiento justo y por eso producen cada vez mayor confusión en la historia de cada individuo y de la humanidad, en la medida en que no se basan en la religiosidad [es decir, en la original naturaleza religiosa del hombre] para intentar su solución”. “Jesucristo vino para llevar al hombre a la religiosidad verdadera, sin la cual es mentira cualquier pretensión de solución” .
Una de las características más notables, y tristes, de la sociedad española es la autocensura (no creo que se trate, salvo en contados casos, de una censura programada) de la dimensión religiosa, es decir, de la preguntas más radicales que constituyen nuestra persona, censura que nos imponemos en el espacio público.
Hay cosas de las que no se puede (no se debe) hablar en la plaza pública. Entre ellas están todas la referentes al significado de la vida, ya sean las preguntas esenciales de todo ser humano como las respuestas que se han propuesto a las mismas. Por una especie de ley no escrita nos imponemos un límite en las relaciones públicas: podemos hablar de lo que es común a todos, de lo que es “natural”, siempre y cuando lo natural no llegue a una pregunta religiosa, terriblemente embarazosa en una conversación que se salga del ámbito de lo privado.
Necesitamos alumbrar una nueva etapa en la convivencia entre los españoles en la que se dé una comunicación sincera (sin censuras), de experiencia a experiencia. Tanto dolor contenido y silenciado en nuestra sociedad lo pide a gritos. Una nueva etapa en la que se dé una real comunicación de nuestras necesidades, dolores, dramas y preguntas, a la vez que una leal apertura a toda propuesta (¡siempre “histórica”!) de sentido que tenga la caridad de salir al encuentro de nuestro desconcierto.
Una convivencia que no quiera seguir dejando huérfanos a los que sufren exige que el espacio público no se entienda como “lugar neutral”, vaciado de propuestas y lleno de palabras huecas, sino como espacio de comunicación querido y favorecido de experiencias y propuestas.
Nuestro Manifiesto quiere ser una contribución a la sociedad española en este sentido. A partir de nuestra experiencia, como no podía ser de otro modo. Narrando nuestra experiencia y testimoniando un uso de la razón que quiere salir al encuentro de cualquier razón humana. Repartiéndolo queremos decir a cada persona, especialmente a aquellos que viven en circunstancias que les llevan al límite de la desesperanza: “es bueno que tú existas”, introduciendo en el mundo el gran acontecimiento que lo ha salvado. A través de nuestra palabra y a través de nuestras obras.
Concluyo con las palabras del filósofo Alasdair MacIntyre, a propósito del paso del Imperio Romano a la nueva civilización cristiana, que resultan proféticas para nuestros días e indican de forma acertada nuestra tarea:
“El momento del cambio decisivo en la historia antigua se tuvo cuando hombres y mujeres de buena voluntad se libraron de la obligación de apuntalar el imperio romano y dejaron de identificar la continuación de la civilización y de la comunidad moral con la conservación de tal imperio. La obligación, más bien, que se impusieron fue la construcción de nuevas comunidades en las que la vida moral pudiese ser mantenida, de modo que tanto la civilización como la moral tuviesen la posibilidad de sobrevivir a la época incipiente de barbarie y oscuridad. Si mi opinión de nuestra situación moral es exacta, debemos concluir que desde hace algún tiempo también nosotros hemos llegado a este punto de cambio. Lo que cuenta, en esta fase, es la construcción de formas locales de comunidades en cuyo interior la civilización y la vida moral e intelectual se puedan conservar a través de los nuevos siglos oscuros que ya se abalanzan sobre nosotros.... Estamos esperando: no a Godot, sino a otro san Benito, sin duda muy distinto” .
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