«Gente de Pascua» es el título del libro del cardenal Luis Antonio Gokim Tagle, arzobispo de Manila, cuya publicación en italiano ha coincidido con el calvario que está viviendo estos días Filipinas, desde la sacudida del tifón Haiyan, el más potente registrado en la historia del país.
Eminencia, sigue habiendo cierta confusión en los medios sobre el alcance del desastre. ¿Cuál es la situación real en la isla de Leyte, la más afectada, y sus alrededores?
La confusión es bastante normal, porque las líneas de comunicación se interrumpieron tras el tifón y sólo después de cinco días conseguimos empezar a recibir informaciones más detalladas. El daño es mucho mayor de lo que pensamos. Las grandes ciudades de Tacloban y Palo se han visto gravemente dañadas. Ahora sabemos que la ciudad de Guiuan y la provincia de Samar oriental han quedado destruidas, igual que ciertas zonas de las provincias de Cebu e Iloílo, así como Cápiz, Aklan, Masbate y las islas situadas al norte de Palawan. Pero el cuadro exacto de las consecuencias de esta calamidad aún se está definiendo.
¿Cuáles son las necesidades más urgentes de la población?
Para salvar vidas, necesitamos bienes de primera necesidad: alimentos, agua, medicina, refugios para la gente que se ha quedado sin hogar. También necesitamos que vuelvan a funcionar los aeropuertos y las carreteras para poder enviar la ayuda a los pueblos más remotos. Hacen falta hospitales de campaña para los enfermos y heridos. También tenemos que terminar de dar sepultura a los muertos. Necesitamos gente que pueda consolar a los huérfanos, a las viudas y a todos los que han perdido a su familia y sus pertenencias. Hace falta mucha esperanza y mucho amor.
¿Qué le pediría a la comunidad internacional?
La comunidad internacional y las iglesias de todo el mundo nos están ofreciendo ayuda económica, así como alimentos y medicinas, oraciones y palabras de consuelo y solidaridad. Verdaderamente, apreciamos mucho cada acto de bondad. Llamamos a todos a tomar también en consideración un problema que tendremos que afrontar dentro de poco, el de la reconstrucción material y la rehabilitación de muchos edificios. Lo que le pido a la comunidad internacional es que no se olvide de este paso que sigue.
¿Cómo evitar que una vez terminada la emergencia caiga en el olvido todo lo que ha pasado?
Espero que los medios informen también sobre la reconstrucción. Sé que eso no tiene la carga dramática que ha tenido el tifón. Es un desafío a los medios de comunicación: informar no sólo de lo sensacional sino también de lo que sucede en lo escondido, en silencio, pero que es igualmente importante, como es el caso de la reconstrucción. Se dice que la notoriedad de un hecho dura sólo dos semanas y luego la atención pasa a otros asuntos. La reconstrucción durará mucho más. Yo pido a todos los directores de los medios que no lo olviden.
¿Cómo está respondiendo la Iglesia en Filipinas?
La Iglesia ha sido de los primeros en correr a ayudar a los supervivientes y a hacerse cargo de las víctimas. Gracias a nuestra red diocesana, nos pusimos en contacto inmediatamente con las parroquias, con las escuelas, con las organizaciones laicas sobre el territorio, y sobre todo con las Cáritas locales para hacer llegar los bienes, el dinero y poner a disposición de quien lo necesitara la presencia física de algunos. La movilización ha sido impresionante, teniendo en cuenta que también los obispos, los sacerdotes y los religiosos han sufrido grandes daños en sus iglesias y escuelas. También tienen que tratar de curar sus propias heridas, pero a pesar de todo intentan atender las situaciones con las que se encuentran. Sé de muchas parroquias que cancelaron fiestas y celebraciones importantes para ellos como signo de cercanía a los afectados por el tifón. Muchos pusieron a disposición sus recursos y su tiempo para preparar refugios temporales. Es el estallido de la fe entre los escombros. Es el amor, que es más fuerte que un terremoto o que un tifón.
¿Cuál es el compromiso de un pastor ante una tragedia de esta magnitud?
Por mi experiencia, en las tragedias un pastor debe transmitir la presencia tranquilizadora de la Iglesia, del Evangelio y del Señor. Una presencia que no pretenda dar respuestas fáciles al misterio de la muerte, de la pérdida y de la destrucción. Silencio, lágrimas, oración, presencia. Esta es la compañía pastoral necesaria frente a acontecimientos tan sobrecogedores. En la archidiócesis de Manila, organizamos un momento de oración llamado “Lamento y esperanza”. Fue una liturgia que ofrecía a la gente la posibilidad de elevar a Dios sus propias preguntas y su dolor. Leímos a Job, los Salmos y el grito de Jesús en la cruz, «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Una liturgia para buscar a Dios, el verdadero rostro de Dios, en la oscuridad. Buscar a Dios ya es un acto de esperanza. Un pastor debe invitar al amor y a la compasión. En medio del caos y de la incertidumbre, las personas tienden a hacerse cargo unas de otras. Un pastor invita a levantar los ojos hacia las cosas realmente importantes para evitar que se pierdan entre la multitud de pequeñas cosas, para recuperar así la capacidad de responder juntos. En definitiva, un pastor debe rezar intensamente, llevando en su corazón los sufrimientos y esperanzas de la gente.
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