Una vez más tenemos que enfrentarnos a un rastro de muertes sin explicación posible. Una vez más, como sucede ante una enfermedad, ante un duelo, ante una historia que se interrumpe de golpe, Dios vuelve a comparecer en el banquillo de los acusados.
Podrían ascender a diez mil nuestros hermanos que han perdido la vida a causa de la furia del tifón Haiyan en Filipinas, aunque el balance aún sigue siendo incierto. Ante un mal tan tremendo y a la vez inevitable, los hombres tienden a pensar en Dios, culpan a un Dios caricaturizado como una idealización descolorida de nuestra misma esencia.
Dios no envía el mal, no concibe designios educativos perversos que se dediquen a castigar a algunos para educar a otros. Dios es el Señor de la vida, Él creó el mundo y la naturaleza con una libertad total y decidió además no plegar la vida a Su voluntad, sino confiarla a unas leyes propias, intrínsecas, comprensibles para la mente humana. El hombre, este ser extraordinario, tiene a su disposición las matemáticas, la física, la biología, la química, todo un patrimonio científico que le permite medirse con la naturaleza, dialogar con ella y descubrir sus leyes y misterios. Sin embargo, todo esto no nos basta, queremos el porqué de la vida, su destino.
Hans Jonas escribió hace veinte años una obra con un título emblemático: El concepto de Dios después de Auschwitz. Este filósofo de origen judío se preguntaba dónde estaba Dios mientras el mal campaba a sus anchas durante la segunda guerra mundial, y su respuesta es desconcertante: Dios estaba allí, cercano, junto al temor que sentía cada hombre, junto a la angustia de quien sabía que no volvería nunca a su casa, junto a las lágrimas de los condenados.
La esencia de Dios no es su potencia, la esencia de Dios es el amor. Dios se hace cargo de Su creación. Él no detiene la naturaleza, no obstaculiza la biología o la física, Él se inclina ante nuestra soledad y nos abraza. Soy consciente de que estas palabras son tremendamente impopulares, pero debemos abrir los ojos: no existe un mundo sin dolor, porque el dolor, y el amor, es lo que nos hace ser hombres. Sin dolor o amor la vida pierde consistencia y profundidad, se hace menos verdadera, menos gustosa, menos auténtica. Él no evitó a Su Hijo la muerte en Cruz: Él estaba a su lado en la Cruz.
Él no detuvo el tifón: estaba allí, socorriendo a cada uno, abrazando a los que perdían a vida y llorando en cada uno de los corazones que sufrían. Ese es Dios. No un Señor con barba que vive en el monte Olimpo azotando a la humanidad a su capricho. Él es el Emmanuel, el Dios-con-nosotros. Dejemos de buscarlo entre las moléculas de un tumor o entre los cromosomas de los síndromes que afectan a nuestros hijos, dejemos de buscarlo en la furia de un tifón o en el temblor de la tierra. Él está en otra parte. Él es el doctor que llora con nosotros, el educador que se ofrece gratuitamente a acompañar a nuestro hijo, el amigo que viene a vernos en el momento de la desesperación, el voluntario que lo arriesga todo para salvarnos. Dios está allí. Dios está.
El misterio de la vida no se encierra en nuestro homenaje a la divinidad. La vida no se puede domesticar: la vida sólo se puede atravesar, sólo se puede vivir, sólo se puede afrontar. El dolor de estas horas Dios no lo olvida, nosotros sí. Por eso, una vez más, frente a la vida, la pregunta más verdadera no es “¿dónde está Dios?”, sino otra mucho más sencilla: dónde queremos estar nosotros.
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