Un «factor de progreso» indiscutible. «Algo sólido» que «resulta muy necesario para una sociedad donde las relaciones se van haciendo cada vez más “líquidas”». Pero también un desafío, porque «no hay amor sin promesa, no hay promesa sin un “para siempre”, y no hay “para siempre” si no es hasta el final, hasta y más allá de la muerte», como responde a Aldo Cazzullo en el libro-entrevista La vida buena (próxima publicación en Ediciones Encuentro). Esto es – y mucho más – la familia para el cardenal Angelo Scola, de 70 años, arzobispo de Milán desde junio de 2011, después de nueve años como Patriarca de Venecia, pastor con una gran experiencia, agudo teólogo y escritor prolífico (junto a La vida buena acaba de publicar Famiglia, risorsa decisiva, de ediciones Messaggero). “En su casa” se celebrará el VII Encuentro mundial de las familias. Será él quien acoja el 1 de junio a Benedicto XVI, con quien mantiene una buena amistad desde hace tiempo. Su visita a Milán supondrá una «presencia extraordinaria que expresa de forma privilegiada la presencia ordinaria del Papa» (la Iglesia local «no existiría sin referencia directa a la figura de Pedro», ha recordado el arzobispo en su Carta pastoral a la Diócesis). Y será también él quien inaugure el 27 de mayo, en la Solemnidad de Pentecostés, un evento que va necesariamente a contracorriente, en un momento histórico en que muchos dan a la familia por “superada”, casi por muerta: históricamente más frágil, con muy poco apoyo en su vida diaria (al menos de un tiempo a esta parte), y además puesta en tela de juicio con respecto a su naturaleza original.
¿Cuál es la diferencia radical entre la familia y otras formas de relación con las que se la pretende de algún modo equiparar?
Para comprender la naturaleza de esta “diferencia” nos puede ayudar un antropólogo, Claude Lévy-Strauss, quien afirma que «una unión socialmente aprobada entre un hombre y una mujer y sus hijos es un fenómeno universal presente en todo tipo de sociedad, cualquiera que sea». Este “universal”, descrito por un estudioso al que no se le puede acusar de partidismo católico, tiene un nombre, y es precisamente el de familia. Hoy existen otras formas de convivencia, pero hay que darles otros nombres. Precisamente porque estamos implicados personalmente en sociedades plurales, resulta aún más importante volver a las “cosas como son”, usar nombres precisos para definirlas. Eso hace más fácil el encuentro y la confrontación. Como ciudadanos, todos estamos llamados a dar nuestra contribución a la vida buena de la sociedad, a plantear cada uno su propia propuesta sobre las cuestiones fundamentales de la existencia para el bien común, incluido el modo de vivir los afectos y el “amor hermoso”. Aquí se inserta la propuesta, subrayo la palabra “propuesta”, que los cristianos hacen a todos: el matrimonio, que permite un salto cualitativo en el amor entre el hombre y la mujer, y que se diferencia de otras formas de convivencia por algunas características esenciales, como el hecho de ser un vínculo entre un hombre y una mujer, público, estable, fiel, abierto a la vida, custodiado por la indisolubilidad.
Hay un hecho que hoy se da casi por descontado ya que socialmente es un dato adquirido: el sistema económico italiano se apoya sobre la familia. Nuestro tejido empresarial está formado en gran parte por empresas familiares; el propio sistema de bienestar, sin el “factor familia”, probablemente habría sido barrido hace ya tiempo por la crisis. Se trata de una trama social que muestra una capacidad de cohesión extraordinaria. ¿Pero de dónde le viene su fuerza?
La familia es realmente un sujeto “económico” de gran importancia. No es sólo un “conjunto de consumidores”, sino también el lugar de la satisfacción cotidiana de las necesidades elementales de sus miembros, que se pueden beneficiar de una amplia serie de bienes “auto-producidos”. Cada uno de nosotros tiene experiencia de cuántos servicios y bienes produce el trabajo de los miembros de la familia para el bien-estar de todos. Tales bienes no están regulados por las leyes del mercado, ni terminan en los cálculos de las rentas, sin embargo son efectivos. Pensemos, por ejemplo, en las formas de seguridad social que garantiza la familia. Forman una verdadera “unidad de producción”: la asistencia y el cuidado de los ancianos, de los enfermos o discapacitados, el apoyo a sus miembros desempleados o que buscan trabajo… También quisiera recordar el papel educativo que desempeña con los hijos, que representan el verdadero patrimonio con que un país cuenta para crecer. Cuanto más nos fijemos en la familia, más obligados estaremos a reconocer hasta qué punto es generadora de “recursos humanos”, no tanto porque en ella se reproduce la raza humana, sino porque puede y sabe favorecer que aflore lo propiamente humano. Precisamente por esto son necesarias políticas familiares capaces de apoyar un recurso tan decisivo.
Llama la atención que Benedicto XVI, que vuelve a menudo sobre este tema y que está trazando de alguna manera un verdadero “itinerario de aproximación” al encuentro de Milán, también haya dedicado a la familia sus reflexiones en el último Via Crucis. «En la aflicción y en la dificultad no estamos solos; la familia no está sola: Jesús está presente con su amor, la sostiene con su gracia y le da la fuerza para seguir adelante. Y es a este amor de Cristo al que debemos acudir…». Entonces, ¿por qué, incluso en las familias cristianas, tantas veces buscamos en otra parte la energía para afrontar los problemas? ¿Por qué pensamos que la relación en familia puede bastar por sí misma, y luego nos quedamos decepcionados o abrumados por las dificultades?
Porque en vez de mirar al punto original del que nace la vida en común, el sacramento del matrimonio, muchas parejas se quedan enredadas en las angostas redes de las dificultades contingentes, atrapadas en lo que les desorienta y debilita. En cambio hay que mirar al origen, a la gracia concedida por el sacramento, al sí pronunciado el día del matrimonio. Es decisivo dejarse acompañar por hermanos y hermanas en la fe para redescubrir que el amor objetivo es el criterio para afrontar cualquier fatiga en la familia. La verdad del matrimonio viene dada por un amor efectivo, no sólo afectivo. Y este amor sólo se puede mendigar a Cristo Esposo de la Iglesia Esposa, el Único que verdaderamente puede donar la capacidad de amar nosotros los primeros, de amar al otro cada día como si fuese el último día, de amar hasta el perdón.
¿Por qué parece tan difícil hoy transmitir la fe a los hijos? Antes era casi natural, sucedía «por ósmosis»…
Más que fácil o difícil, adjetivos que parecen remitir a una idea de la transmisión de la fe como una “técnica”, me gustaría poner el acento sobre otro punto. No existen planificaciones ni estrategias que aguanten el impacto que las preguntas por el sentido de la vida causan en los jóvenes, en los hijos, al lanzarse a la vida. El único camino razonable y posible es el del testimonio auténtico. Pero atención: testimonio no sólo entendido como el esfuerzo personal de la coherencia, también necesaria, entre lo que digo y lo que hago, sino como método de conocimiento de la realidad y de comunicación de la verdad. Los padres son especialmente observados: los hijos, aunque a veces parezca lo contrario, miran a sus padres para entender a quién pertenecen en último término, en qué pueden “consistir”, de quién pueden estar seguros. El corazón del reto educativo está en la verdad de las personas que están implicadas. Por eso es muy importante que los hijos puedan ver a sus padres como parte de un pueblo, la Iglesia, que camina en la historia, guiado, sostenido y, si es necesario, corregido por la acción del Espíritu de Jesús Resucitado.
¿Por qué ha elegido como tema «el trabajo y la fiesta»? ¿Qué vínculo une desde la raíz los afectos familiares, el trabajo y el descanso?
Para este extraordinario encuentro se ha elegido, en mi opinión, un tema particularmente logrado porque dice cómo los aspectos “cotidianos” de nuestra vida se ven iluminados y exaltados por el juicio de la fe. El título, de hecho, pone en relación las dimensiones fundamentales de la experiencia humana. La familia, el seno materno donde se genera y se educa el yo, es la “sociedad primaria” irrenunciable que mantiene unidos y permite el desarrollo de las diferencias constitutivas del ser humano, tanto la sexual, entre hombre y mujer, como la generacional (hijos, padres, abuelos). Es la primera, insustituible, “escuela de comunión”: donde se aprende el amor como un “trabajo”, despojado de cualquier sentimentalismo. El amor objetivo y efectivo del que hablábamos antes. El trabajo es el ámbito en el que cada uno se narra a sí mismo y “colabora”, con sus habilidades y sus esfuerzos, en la acción creadora del Padre y en la redentora de Jesús. Pero atención: si el trabajo se vive separado de los afectos, deja de ser un motor de crecimiento y cumplimiento de la persona, y se convierte en motivo de debilitamiento del yo, pues puede llegar a desintegrar sus relaciones constitutivas. Aquí se abren espacio el descanso y la “fiesta”. En el descanso se recupera el equilibrio entre los afectos y el trabajo, porque permite una verdadera y auténtica regeneración de todos los componentes de la familia en beneficio de sus relaciones, dentro y fuera de las paredes del hogar. Y el descanso por excelencia es la fiesta: «Celebremos una fiesta – dice el padre misericordioso – porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado» (Lc 15, 21-22). Es el modelo de la verdadera fiesta, la posibilidad de recuperarnos cada día que Cristo Resucitado nos ofrece.
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