En el polideportivo todo está preparado para la fiesta de graduación. Micrófonos encendidos y sillas en orden. Los graduandos ya están en fila, birretes en mano, esperando la entrega de diplomas. Los padres, más emocionados que los hijos, rodean la escena. En Estados Unidos, la clausura del año escolar es siempre un acontecimiento, sobre todo para los graduandos, que deben elegir entre empezar a trabajar o ir a la universidad. También es así en el instituto John Marshall de Rochester, una ciudad de casi cien mil habitantes en el Estado de Minnesota. Pero allí falta Sam.
Samuel, que acababa de cumplir los dieciocho años, era un «joven brillante y un estudiante modelo», según todos los que lo conocían. Aquella tarde tenía que hacer el discurso, pero no se presentó. Estuvo en los ensayos del día anterior. Emocionado sobre el escenario, se preparó para hablar delante de todos. Pero ni siquiera los elogios de sus profesores y compañeros bastaron para apagar la tristeza que le ahogaba. Después del ensayo general, se subió en el coche y se fue a casa de su madre, allí se encerró en su habitación y cogió la pistola. «Su muerte me ha dejado destrozado», declara Jeffrey, un chico de Gioventù Studentesca en Rochester. «De pronto tuve la necesidad de saber por qué, cuál era el sentido de lo que había hecho, y por tanto el sentido de mi vida. Sam era buenísimo, todos le querían y admiraban, pero ni siquiera esto pudo salvarlo. Delante de este hecho, me sigo preguntando: ¿qué es lo que satisface al hombre?, ¿qué hace verdaderamente feliz?». Quid animo satis? Jeffrey recuerda ahora aquella frase escrita en la camiseta de unas vacaciones de GS. «En cuanto me enteré de lo sucedido, pensé en aquellas palabras de San Francisco, y entendí que no podía reducir lo que me estaba pasando».
Al día siguiente, cuando Jeffrey y sus amigos quedaron para rezar juntos, Sebastian, uno de los responsables, les desafió: «Y nosotros, ¿qué podemos decir frente a lo que ha sucedido?». Una provocación que no dejó a ninguno indiferente y que abrió aún más la herida. «No quería quedarme en una reacción sentimental», explica Sebastian: «Muchos han intentado tapar lo que ha sucedido, porque mirar a la cara el drama de un chaval de dieciocho años que se quita la vida es muy incómodo. En Estados Unidos, siempre corremos el riesgo de “anestesiarnos”».
Muchos han intentado reducir el drama de la libertad a un problema psicológico, o incluso biológico: la nostalgia, la tristeza, incluso el deseo inextirpable de ser amados, son reconducidos a dinámicas psíquicas. «Pero yo soy necesidad de infinito», continúa Sebastian, «aunque todo el mundo diga lo contrario y trate de satisfacerme con respuestas de “usar y tirar”». En Estados Unidos incluso se han inventado las happy pills, la receta química de la felicidad. «Para no sufrir tanto, uno llama al psiquiatra y éste le prescribe los antidepresivos adecuados. Problema resuelto».
Pero al pensar en Sam uno siente escalofríos. Ninguna píldora basta. Su muerte horada lo más profundo del corazón de cada uno y no admite engaños. «Pensamos escribir un manifiesto», cuenta Jeffrey, «para aprender a juzgar la realidad y para darnos razones de la esperanza que hemos encontrado: una Presencia que cambia la vida y hace nuevas las cosas». Como se lee en el folio que han repartido a sus compañeros: «Sólo Quien ha desafiado a la muerte y la ha vencido puede hacernos mirar la muerte de Sam con tristeza, pero sin miedo». «Ahora tengo más certeza», dice conmovido: «Estoy aprendiendo a mirar mis propias necesidades sin avergonzarme, a enamorarme incluso de mis debilidades, porque existe un lugar donde mis preguntas encuentran una respuesta».
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