Diez mil personas acudieron al congreso dedicado al reto de educar que se celebró el 18 de marzo en el Palasharp de Milán. A las 20.30h exactas subió al estrado el cardenal Angelo Bagnasco, presidente de la Conferencia Episcopal Italiana. Junto a él, don Julián Carrón, presidente de la Fraternidad de Comunión y Liberación. Al fondo el título del congreso, organizado por CL: “La aventura educativa”.
Publicamos la introducción de Julián Carrón.
«La aventura de la educación»
Encuentro con el cardenal Angelo Bagnasco
Milán, Palasharp – 18 de marzo de 2010
Introducción de
Julián Carrón
«La cuestión fundamental para nosotros, en todos nuestros planteamientos, es la educación: cómo educarnos, en qué consiste y cómo se desarrolla la educación, una educación verdadera, es decir, que se corresponda con lo que es lo humano» .
Basta esta frase de don Luigi Giussani para explicar de manera clara y definitiva que la educación es la dimensión más decisiva del carisma que él recibió. Su constante preocupación –que, por gracia de Dios, ha llegado a ser también en la nuestra– ha sido la de «educar el corazón del hombre tal como Dios lo ha hecho» , es decir, la de evocar y sostener esa apertura incansable a la realidad impulsada por los deseos originales y las exigencias inextirpables, que constituyen el tejido mismo del hombre, anterior a cualquier condicionamiento cultural y social.
En este momento histórico, una vez más, el desafío más radical que nos espera es precisamente el de la educación. Hace dos años, el Santo Padre Benedicto XVI planteó ante todos los cristianos y todos los hombres de buena voluntad esta urgencia: «Educar […] jamás ha sido fácil, y hoy parece cada vez más difícil. Lo saben bien los padres de familia, los profesores, los sacerdotes y todos los que tienen responsabilidades educativas directas. Por eso, se habla de una gran “emergencia educativa”, confirmada por los fracasos en los que muy a menudo terminan nuestros esfuerzos por formar personas sólidas, capaces de colaborar con los demás y de dar un sentido a su vida. […] Precisamente de aquí nace la dificultad tal vez más profunda para una verdadera obra educativa, pues en la raíz de la crisis de la educación hay una crisis de confianza en la vida» .
A la vista de todos está la pérdida de solidez de lo humano. En cierto sentido hemos vivido de las rentas de una tradición. Ahora que el cristianismo –la tradición que nos ha alcanzado– incide cada vez menos al tiempo que prevalece todo lo demás, nos enfrentamos a una parálisis, a una incapacidad radical de interesarnos por nada (bien lo saben los profesores que entran en clase cada día).
Con su don de profecía, ya en 1987 don Giussani identificaba esta tendencia, que hoy es una realidad patente: «Es como si hoy todos los jóvenes [y, actualmente, también muchos adultos] sufrieran el impacto de las radiaciones de Chernóbil [sufrieran las consecuencias de una enorme explosión nuclear]: el organismo, estructuralmente, sigue siendo el de antes, pero dinámicamente no es el mismo. Es como si se hubiese producido un plagio fisiológico operado por la mentalidad dominante» .
Dicha mentalidad provoca una extrañeza hacia uno mismo, introduce una abstracción en la relación con uno mismo y vacía su energía afectiva. La consecuencia es ese «misterioso sopor» al que aludía hace años Pietro Citati . Lo cual señala bien el alcance de la crisis. No se trata en primer lugar de una cuestión moral, sino de una verdadera crisis de lo humano.
¿A qué podemos apelar, entonces, para reemprender el camino? No podemos recurrir a la tradición, ya que la mayoría la desconoce, y llega gravemente fragmentada a los pocos que la reciben. El único apoyo que nos queda para educar es aquél que ningún poder puede suprimir y que permanece vivo bajo todos los escombros: la «experiencia elemental» de lo humano, el corazón del hombre que alberga las exigencias constitutivas de verdad, belleza, justicia y bien.
Es aquí donde el cristianismo puede, de nuevo, mostrar su verdad, y ofrecer su contribución decisiva allí donde el resto está fallando. Esta contribución será efectiva sólo si afrontamos la grave situación actual como una gran aventura, como una ocasión para una nueva autoconciencia de lo que es la naturaleza del cristianismo. En efecto, una fe reducida a ética o a espiritualismo (a esto ha quedado reducido el cristianismo en la modernidad) no puede responder a este desafío. La Historia lo ha demostrado ampliamente. Sólo un cristianismo que se presenta según su verdadera naturaleza, esto es, como un “hecho histórico” que se documenta en una humanidad distinta, puede aportar una respuesta válida a esta situación problemática.
Entonces, «¿dónde se puede hallar de nuevo [...] a la persona?», se preguntaba Giussani. «Lo que voy a decir no responde a una situación circunstancial [...]; es una norma, una ley universal desde que el hombre existe: la persona vuelve a hallarse a sí misma en un encuentro vivo, ante una presencia con la que se topa y que ejerce un atractivo, [...] es decir, pone al descubierto el hecho de que existe nuestro corazón, con todo lo que le constituye, con las exigencias que lo conforman». Es una presencia que mueve, que se presenta cargada de razonabilidad, que sacude nuestro corazón. Esa presencia nos devuelve al origen de nuestra vida, esto es, «suscita una correspondencia con nuestra vida en todas sus dimensiones. En resumen, la persona vuelve a encontrarse a sí misma –ésta es la primera evidencia– cuando se abre paso una presencia que corresponde a la naturaleza de la vida, y así el hombre ya no está solo» .
Dos son, pues, los factores del renacer de una experiencia educativa.
En primer lugar, la conciencia del método. Lo único que puede despertar al yo de su letargo no es una organización o un reclamo ético más encarnizado, sino el toparse con una humanidad distinta. Para que esto suceda, es necesario –y es el segundo factor indispensable– que haya adultos que encarnen en sus vidas una «respuesta plausible» , que pueda ofrecerse a los demás. Se trata de una extraordinaria posibilidad de verificación: participando en la aventura educativa, tratando de introducir a otros en la totalidad de lo real, sale a flote, al margen de cualquier abstracción, si nosotros somos los primeros en participar de la aventura del conocimiento. Don Giussani siempre ha insistido en que la educación consiste en la «comunicación de uno mismo» , esto es, del modo que uno tiene de relacionarse con la realidad; por lo que sólo podemos educar si somos los primeros en aceptar el reto de la realidad, incluidos los temores, las dificultades, las objeciones. Sólo esto mostrará a los demás que la fe es capaz de responder a las exigencias de un hombre razonable de nuestro tiempo. Y la aventura de la educación se hará para cada uno de nosotros entusiasmante y llena de esperanza.
Con el encuentro de esta tarde queremos, por tanto, responder a la preocupación educativa de la Iglesia italiana, de la que también se hicieron eco recientemente las palabras de nuestro arzobispo Dionigi Tettamanzi (durante la misa en el quinto aniversario de la muerte de don Giussani): «El juicio cristiano sobre la realidad, la formación de la conciencia según la fe cristiana, se pone como fundamento y fuerza de aquel compromiso educativo que representa, sin duda alguna, como a menudo repite el Santo Padre, una de las prioridades pastorales de la Iglesia en la actualidad. Los Obispos italianos quieren asumir ese reto, y presentan esta prioridad pastoral como decisiva para el próximo decenio. En este sentido, creo que la enseñanza, la vida, las obras de don Giussani tienen todavía mucho que ofrecer a nuestras comunidades» .
Despertar al hombre del sopor, reclamarlo al ser: éste es el nivel elemental y decisivo de la educación. Y sólo podemos lograrlo de verdad si aceptamos y se hace nuestra la mirada de Cristo sobre la realidad: «Dios se da, se da a Sí mismo al hombre. Y, ¿qué es Dios? La fuente del ser. Dios da el ser al hombre: da al hombre ser, da al hombre ser más, crecer; da al hombre el ser completamente él mismo, crecer hasta su plenitud, es decir, da al hombre el ser feliz» .
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