Hace algo más de diez años que vivo fuera de España. No por ello dejo de seguir con interés todo lo que tiene que ver con nuestro país y más concretamente la situación de parálisis que viven nuestras instituciones políticas desde hace casi un año. Tal vez esta distancia, y los numerosos viajes que tengo que realizar por todo el mundo, me permiten leer las dificultades españolas en el trasfondo de una crisis más aguda y general que afecta, como mínimo, a todo Occidente.
El papa Francisco, aludiendo a esta crisis, ha dicho que «hoy no vivimos una época de cambios sino un cambio de época» (Florencia, 10 de noviembre de 2015). ¿En qué se diferencia nuestra época de otras que han experimentado grandes cambios? Básicamente en que se han derrumbado las grandes evidencias que constituían el terreno firme de nuestra convivencia.
Para entender la magnitud del cambio que vivimos, basta caer en la cuenta de que Europa, tras la caída del Imperio Romano, y aún en medio de grandes crisis, se ha construido en torno a algunas grandes palabras, como persona, trabajo, materia, progreso y libertad. Estas palabras alcanzaron su plena y auténtica profundidad a través del cristianismo, adquiriendo un valor que no tenían antes, y esto determinó un profundo proceso de “humanización” de Europa y de su cultura.
Las guerras de religión que siguieron a la Reforma Protestante mostraron que la fe ya no era factor de unidad en Europa. Por eso, en la conciencia europea se abrió paso el intento de salvar esas adquisiciones fundamentales independientemente de la experiencia que había permitido que surgieran plenamente, el cristianismo. Como escribía hace años el entonces cardenal Ratzinger, «en la época de la Ilustración [...] se intentaron mantener los valores esenciales de la moral por encima de las contradicciones y se buscó una evidencia que los hiciese independientes de las múltiples divisiones e incertezas de las diferentes filosofías y confesiones. De este modo, se quisieron asegurar los fundamentos de la convivencia» (J. Ratzinger, L’Europa di Benedetto e la crisi delle Culture, LEV, Roma 2005, p. 61). El intento ilustrado de sostener las «grandes convicciones», al margen de su origen cristiano, resistió durante algo más de doscientos años. Hoy asistimos a su derrumbe, que marca la excepcionalidad de nuestra época.
No es extraño, por tanto, que la convivencia humana se resienta. No sólo en España, donde es evidente la incapacidad de llegar a acuerdos más allá de las ideologías. Pensemos también en el auge en Europa y en Estados Unidos de una política de muros para defenderse de los inmigrantes, o simplemente de los vecinos otrora amigos (como manifiesta el Brexit). O pensemos en la inseguridad que genera el terrorismo internacional.
El famoso sociólogo Zygmunt Bauman, lúcido observador de nuestra época, alerta contra un análisis epidérmico de esta situación: «Las raíces de la inseguridad son muy profundas. Se hunden en nuestro modo de vida, están marcadas por el debilitamiento de los vínculos [...], por la disgregación de las comunidades, por la sustitución de la solidaridad humana por la competición». Frente a ello, dice Bauman, de nada sirven las barreras: «Una vez que se erijan nuevos muros y que más fuerzas armadas se desplieguen en los aeropuertos y en los espacios públicos; una vez que a quien pide asilo procedente de guerras y destrucciones le sea denegada esta petición, y que más migrantes sean repatriados, resultará evidente que todo esto es irrelevante para resolver las causas reales de la incertidumbre (…), los demonios que nos persiguen no se evaporarán ni desaparecerán» (Alle radici dell’insicurezza. Corriere della Sera, 26 de julio de 2016, p. 7).
¿De dónde partir para una construcción nueva? «Una crisis – decía Hannah Arendt – nos obliga a volver a plantearnos preguntas y nos exige nuevas o viejas respuestas, pero, en cualquier caso, juicios directos. Una crisis se convierte en un desastre sólo cuando respondemos a ella con juicios preestablecidos, es decir, con pre-juicios» (H. Arendt, Entre el pasado y el futuro, Península, Barcelona 1996, p. 186).
Una crisis de estas dimensiones desafía a todos. A nivel personal e institucional, con independencia de ideologías. También a los cristianos. Si queremos convertirnos en un factor de construcción y no en parte del problema, los cristianos somos los primeros que debemos entender bien este cambio de época, para evitar sucumbir a la tentación de defender o apuntalar las grandes verdades de Occidente (de raíz cristiana) al margen del acontecimiento que les dio origen. No hay otro acceso a la verdad que la libertad. Es tarea de la Iglesia volver a ofrecer a la libertad de los hombres y mujeres de hoy toda la belleza desarmada del cristianismo. Pero nosotros, cristianos, ¿creemos todavía en la capacidad que tiene la fe de provocar un atractivo en aquellos con los que nos encontramos?
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