Hoy nos hemos despertado con un Reino Unido diferente, una Europa diferente. Más aún, un mundo diferente. Para los defensores del Brexit, hay ansia de un futuro independiente; para los votantes del “Remain”, todo está perdido y destinado a desmoronarse. Común a todos ellos, tanto en Reino Unido como en el continente, una creciente sensación de desorientación y una sociedad dividida.
¿Qué hay en la raíz de este hecho histórico? Lo que subyace en ambas campañas por el referéndum en Reino Unido y en el desarrollo de los acontecimientos socio-políticos recientes en Occidente es el deseo de seguridad, estabilidad e independencia, inherente a la naturaleza humana. Pero este deseo se enfrenta con la presencia de otras personas que desafían nuestras ideas, planes y autonomía; en último término, todo lo que somos.
¿Qué hacer ante este choque aparente?
La campaña por el Brexit argumentaba que este deseo se podría satisfacer mejor cortando vínculos con el otro, el diferente, el incontrolable – con aquellos que no entienden quién soy yo realmente. Por otro lado, la campaña por la permanencia consideraba al otro como alguien a quien tolerar sobre todo en vista de un provecho económico. Ninguna campaña ha percibido la alteridad del que es diferente como un bien en sí mismo, como un valor. Más aún, como una llave para entrar en el deseo. De hecho, no es casual que la crisis migratoria haya jugado un papel central para inclinar a la opinión pública hacia una salida de la UE.
Y es que el desafío de la alteridad permanece, aun después del voto del Brexit. En efecto, como decía recientemente Rowan Williams en el London Encounter, la idea de que uno puede ser independiente o autónomo es un mito. La realidad está interconectada, todos dependemos unos de otros. En esta coyuntura histórica, ¿cómo podemos relacionarnos con los demás hombres, diferentes a nosotros, ya sea dentro o fuera de la UE? ¿Cómo podemos convivir en este país dividido, los que han votado “Leave” y los que han votado “Remain”?
La única salida es recuperar la convicción de que el otro es un bien y no un enemigo, como todos saben y desean en lo más profundo de su corazón. Esta es la única esperanza posible para un mundo dividido. De hecho, la Unión Europea nació a partir de esta convicción. La pervivencia de esta certeza no está garantizada de una vez por todas, necesita ser reconquistada por cada generación.
De nada sirve volver a aprender la doctrina de que “el otro es un bien”. Es una verdad que solo se puede descubrir de nuevo en la experiencia. Por tanto, resulta vital crear espacios de diálogo donde comprobar en la experiencia que la alteridad –inesperada y casi escandalosamente– es una clave para entrar en mi deseo y para entender mejor quién soy yo.
Como afirmaba recientemente el Papa Francisco, «si hay una palabra que tenemos que repetir hasta cansarnos es esta: diálogo. Estamos invitados a promover una cultura del diálogo, tratando por todos los medios de crear instancias para que esto sea posible y nos permita reconstruir el tejido social. La cultura del diálogo implica un auténtico aprendizaje, una ascesis que nos permita reconocer al otro como un interlocutor válido; que nos permita mirar al extranjero, al emigrante, al que pertenece a otra cultura como sujeto digno de ser escuchado».
Crear espacios de diálogo para ayudarnos a recuperar la certeza de que el otro es un bien urge más que lamentarse del pasado o preocuparse por el futuro. Como cristianos, queremos ofrecer esta contribución a nuestro país y a nuestro mundo.
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