Queridos amigos, al comienzo de vuestro camino hacia la Santa Casa de Loreto, os ofrezco algunas palabras de don Giussani que me han hecho mucha compañía en estos tiempos:
«El más bello pensamiento al que me abandono desde hace algunos meses es la imaginación del primer vuelco del corazón que experimentó la Magdalena. Y ese vuelco de su corazón no fue: “Dejo a todos mis amantes”, sino el enamoramiento de Cristo. Y el primer vuelco del corazón de Zaqueo no fue: “Reparto todo mi dinero”, sino la sorpresa enamorada de aquel hombre. Que Dios se haya hecho uno de nosotros, un compañero, supone la gratuidad más absoluta; hasta tal punto que se llama gracia».
Esto es lo que necesitamos para vivir: que el Misterio se haga compañero de nuestra vida, como le sucedió a Zaqueo y a la Magdalena. Eran unos pobres como nosotros, frágiles como todos, envueltos en las urgencias de la vida, incapaces de obtener lo que deseaban, pero Dios tuvo piedad de ellos, no les abandonó al miedo y a la soledad.
También nosotros hemos encontrado en nuestro camino – de no ser así, ninguno de vosotros estaría peregrinando hoy – alguien cuya vida nos ha parecido enseguida más humana, más deseable, hasta tal punto que nos han entrado ganas de vivir como él. De este modo, con el tiempo, siguiendo, ha llegado a ser nuestra aquella experiencia que nos fascinó al principio, la misma experiencia de Juan y Andrés a orillas del Jordán, como nos ha recordado el papa Francisco en su visita a ese lugar: «Viniendo aquí, al Jordán, para ser bautizado por Juan, se mostró humilde, compartiendo la condición humana: se rebajó haciéndose igual a nosotros y con su amor nos restituyó la dignidad y nos dio la salvación. Nos sorprende siempre esta humildad de Jesús, cómo se abaja ante las heridas humanas para curarlas» (24 mayo 2014). Arrastrados por un encuentro, crecía cada día más en los discípulos el deseo de Él, tal era la nostalgia de volver a ver el rostro de Jesús, que les había aferrado con aquella pregunta que les había pegado a Él: «¿Qué buscáis?» (Jn 1,38).
Es lo mismo que experimentaron los discípulos de Emaús: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino?». Más potente que cualquier desilusión y derrota es Su presencia. ¿Cómo podemos saberlo? Porque vuelve a poner en movimiento el “yo”, haciéndole vivir a la altura de su propio corazón: «Y, levantándose en aquel momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los once con sus compañeros, que estaban diciendo: “Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón”. Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan» (Lc 24,32-35).
Os deseo que caminéis sostenidos en la dificultad por la certeza que nos testimonia el papa Francisco: «A sus discípulos misioneros, Jesús les dice: “Yo estoy con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (v.20). ¡Ellos solos, sin Jesús, no podían hacer nada! En la obra apostólica no bastan nuestras fuerzas, nuestros recursos, nuestras estructuras, aunque sean necesarias. Sin la presencia del Señor y la fuerza de su Espíritu nuestro trabajo, aunque esté bien organizado, resulta ineficaz. Y así, vayamos a decir a la gente quién es Jesús» (Regina Coeli, 1 junio 2014). Para esto hemos sido elegidos – ¡qué gran misterio! –: para el testimonio, en nuestro camino hacia Loreto y a lo largo de los caminos de la vida, dentro de las circunstancias cotidianas.
Os deseo un buen camino.
Julián Carrón
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