Es lugar común en el mundo de la información que una noticia se gasta, no puede sostener la atención más allá de un cierto límite. Ya el gesto imponente de la renuncia de Benedicto XVI parecía haber «consumido» buena parte de aquella atención, centrada en el corazón del misterio de Cristo y de su Iglesia. Sin embargo, inmediatamente después de que viéramos a Ratzinger desaparecer con una sonrisa, la atención mediática se centró en Roma, en torno a los Cardenales electores. Es difícil sustraerse a la pregunta de qué esconde la figura del sucesor de Pedro que genera una atención y un atractivo que va más allá de las «medidas» normales de los eventos mediáticos.
Durante las casi dos semanas que ha durado la sede vacante, se han ofrecido, explícita o implícitamente, muchas hipótesis sobre la naturaleza del fenómeno llamado Iglesia Católica. Han sido días en los que hemos revivido la pregunta que el mismo Jesús dirigió a sus apóstoles: «¿Quién dicen los hombres que soy yo?». Y los hombres han intentado responder también hoy, casi con urgencia, como si fuera un fenómeno que exigiera una explicación. Y han respondido aplicando las categorías «normales» de las que cada uno dispone. Las categorías «políticas» que se aplicaban al cónclave escondían una última incapacidad para estar delante de un fenómeno que, ayer como hoy, desconcierta. No basta con que esas categorías hayan saltado por los aires repetidas veces (con Juan Pablo II, con Benedicto XVI…) para que dejen de aplicarse: es necesaria una explicación exhaustiva del fenómeno que ven nuestros ojos. Más correctamente, es necesario que suceda esa explicación.
Pues bien, la Iglesia Católica ha sucedido delante de nuestros ojos en el intenso diálogo entre el Papa Francisco y la multitud en la Plaza de San Pedro. La espera de la gente mientras los cardenales votaban en cónclave
desvelaba un pueblo confiado y a la vez necesitado de un pastor, en torno al cual se produce una unidad siempre sorprendente en un mundo como el nuestro, acostumbrado a la división. La fumata blanca dio paso a una alegría desbordante que a más de uno debió suscitar la pregunta: «¿Cómo es posible que se alegren si no saben quién ha sido elegido?». Con el balancearse de las cortinas la expectación crecía, desvelando el deseo de conocer, ver y oír al pastor, como hace casi dos mil años Aquila y Priscila, oriundos de Roma, convertidos por Pablo en Corinto, tenían ganas de conocer a Pedro, el amigo de Jesús, el primer obispo de Roma.
El primer gesto del Papa llegaba antes que su rostro: había decidido llamarse Francisco, indicando ya desde el principio dónde quiere fijar su mirada. Como el pobre de Asís, el Pontífice declara no tener otra riqueza que Cristo y no conoce otro modo de comunicarla que el simple testimonio de la propia vida. Y ya delante de los fieles, con las cámaras de medio mundo enfocándole, el Papa ha mostrado, en acto, cuál es el factor que está en el origen de la Iglesia: ha invitado a la multitud a recogerse en oración a Dios Padre, por medio de Jesucristo. En ese momento sucedía la Iglesia delante de todos nosotros. Como su predecesor, el impetuoso Pedro, Francisco ha confesado: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Como al primer obispo de Roma, también a éste Cristo confía, delante de su grey, las llaves de la Iglesia.
La fe que se transparenta en el gesto de Francisco, pidiendo a su pueblo que mendigue para él la bendición de Dios, es conmovedoramente la misma que sorprendimos en Benedicto XVI cuando recordaba al mundo entero que la Iglesia es de Cristo. Al despedirse de los cardenales, Ratzinger recordaba, citando a Guardini, que «la Iglesia no es una institución calculada y construida en un despacho. Es una realidad viviente (…) que se transforma, como todo ser vivo, a lo largo del tiempo, y aún así en su naturaleza permanece siempre la misma, y su corazón es Cristo». Recordando la audiencia del día anterior en la Plaza de San Pedro, concluía: «Esta fue nuestra experiencia ayer en la plaza: ver que la Iglesia es un cuerpo vivo, animando por el Espíritu Santo, que vive realmente de la fuerza de Dios».
También nosotros podemos decir: «Lo vimos ayer». Y ahora lo decimos con Pedro, cuyo rostro ya conocemos. Y que nos invita, como cada uno de los Papas ha hecho con su pueblo de la urbe y del orbe, a empezar un camino juntos.
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