«Si la vida nos dejara satisfechos, hacer literatura no tendría sentido». Me acordé de esta frase de la escritora Flannery O’Connor, que figuraba a la entrada de la exposición dedicada a ella en el Meeting por la amistad de los pueblos de este verano, cuando Bernhard Scholz me invitó a hablar sobre el tema de esta asamblea. Hacer literatura tiene su origen en el deseo de estar satisfecho, en el deseo de cumplimiento.
De forma análoga, cualquier movimiento de nuestra persona tiene su punto de partida en esta exigencia de cumplimiento que percibimos dentro de nosotros. Según las palabras de Tomás de Aquino, «todos desean alcanzar su propia perfección» (Summa Theologiae, I-II, 1, 7, c), es decir, su felicidad última, su verdadera realización.
Este mismo deseo se halla justamente en el origen de vuestras obras. Entonces, para conservar la fuerza del origen, es necesario no perder la potencia del deseo del que ellas han nacido.
EN ESTE SENTIDO, ¿CUÁL ES EL PROBLEMA actual? En muchas ocasiones, el deseo es reducido a sentimiento. Pero un deseo reducido a sentimiento es un deseo vaciado de su esencia. ¿Qué sería un deseo al que se le quita la fuerza de perseguir aquello que desea? La sombra de un deseo. Un deseo reducido de esta manera no tiene fuerza para sostener un compromiso real, una responsabilidad, como explica don Giussani: «Tomamos al sentimiento, en vez del corazón, como motor último, como razón última de nuestro actuar. ¿Qué quiere decir esto? Nuestra responsabilidad se vuelve irresponsable precisamente porque hacemos prevalecer el uso del sentimiento sobre el corazón, reduciendo el concepto de corazón a sentimiento. En cambio, el corazón representa y actúa como el factor fundamental de la personalidad humana; el sentimiento no, porque el sentimiento, si actúa él solo, lo hace por reacción. En el fondo, el sentimiento es algo animal. “No he entendido todavía –decía Pavese– cuál es la tragedia de la existencia […]. Y sin embargo está claro: es necesario vencer el abandono voluptuoso y dejar de considerar los estados de ánimo como fines en sí mismos”. El estado de ánimo tiene su dignidad por otra finalidad muy distinta: su fin consiste en que es una condición puesta por Dios, el Creador, por medio de la cual nos purifica. Mientras que el corazón indica la unidad de sentimiento y razón. Esto implica un concepto de razón no cerrada, una razón en toda la amplitud de sus posibilidades: la razón no puede actuar sin eso que se llama afecto. El corazón –como razón y afectividad– es la condición para que la razón se ejerza sanamente. La condición para que la razón sea razón es que la revista la afectividad y, de esta manera, mueva al hombre entero. Esto es el corazón del hombre: razón y sentimiento, razón y afecto» (L. Giussani, El hombre y su destino, Encuentro, Madrid 2003, pp. 111-112).
Cuando se produce este vaciamiento del deseo, entonces no hay otro camino para la acción mas que el moralismo. Una acción se vuelve moralista cuando pierde el nexo con aquello que la genera: seguir viviendo casados sin que se mantenga el nexo con el atractivo que ha generado la relación amorosa, trabajar sin que esté vivo el nexo con el deseo de cumplimiento, incluso teniendo un buen sueldo. En resumen: cuando esto sucede, no quedan mas que unas reglas a respetar. Todo se vuelve pesado, un esfuerzo titánico para hacer algo que ya no tiene nada que ver con nuestro deseo.
TODOS SABEMOS LO ARDUO que resulta mantener despierto el deseo. Entonces, la tentación más obvia es no tenerlo en cuenta y dar por terminada la partida. ¡Cuántos de vosotros habéis sentido esta tentación cuando el deseo ha desaparecido ante las enormes dificultades que habéis tenido que afrontar en estos tiempos de crisis!
Por tanto, la cuestión que debemos afrontar es sencilla: ¿Es posible mantener despierto el deseo ante los retos del presente?
En el niño podemos reconocer la apertura total del deseo. Esta apertura la sorprendemos en ese fenómeno tan humano que es la curiosidad, que hace que el niño esté cordialmente abierto a todo: «El corazón de un niño está hecho para descubrir, para disfrutar, para viajar por todo el universo, sin pausa, sin cansarse nunca, siempre contento, en paz, curioso y satisfecho» (L. Giussani, Los jóvenes y el ideal, Encuentro, Madrid 1996, p. 96).
Pero vemos que, según avanza la vida, esta apertura llena de curiosidad puede decaer casi hasta el punto de desaparecer, como documenta el escepticismo de muchos adultos. Todo el ímpetu con el que un niño sale del seno de su madre no puede evitar que éste decaiga hasta la muerte.
Podemos ver la misma parábola en la vida adulta, en el trabajo, en las obras. Todo el ímpetu con el que uno empieza a trabajar no puede impedir que poco a poco vaya disminuyendo, ni que uno pueda terminar hartándose.
POR TANTO, TENEMOS ante nosotros un verdadero desafío: ¿Es posible mantener la fuerza propulsora del origen? El ejemplo del niño pone ante nuestros ojos que toda su energía no es suficiente para mantener vivo el deseo en toda su amplitud. El hombre es incapaz por sí mismo de mantener fresco y vivo el origen, como dice de nuevo don Giussani: «Nos reconocemos incapaces de mantener a lo largo de la vida la simpatía original hacia el ser o hacia la realidad con la que nacemos, incapaces de ser realmente como niños (pobres de espíritu, como diría el Evangelio), porque esta continua mirada positiva a la realidad no es más que ser como niños, es la posición del niño; reconocemos que somos incapaces, por eso se necesita otra cosa» (L. Giussani, La autoconciencia del cosmos, Encuentro, Madrid 2002, pp. 308-309).
Se comprende entonces que la presunción moderna adquiera el rostro del moralismo: «La separación entre el sentido de la vida y la experiencia implica también una separación de la moralidad respecto a la acción del hombre: concebida así, la moralidad ya no tiene la misma raíz que la acción. ¿En qué sentido? En el sentido de que la moral sí tiene que ver con la acción del hombre, con la experiencia, pero sin que tenga la misma raíz que la acción; no responde a la fisonomía, al rostro que me da la experiencia. Así se comprende, entre otras cosas, cómo surge el moralismo: éste consiste en una moralidad que, paradójicamente, no tiene nada que ver con la acción en el sentido de que la acción y la moralidad no nacen simultáneamente. El moralismo es un conjunto de principios que preceden y engloban la acción del hombre, juzgándola de una manera teórica, abstracta, sin dar razón de por qué es justa o no, de por qué el hombre la debe realizar o no. Tras definir a priori la acción que el hombre está realizando, se juzga lo que el hombre hace sin que éste sea consciente de ello, sin que haya concebido su acción en el mundo y su camino por el tiempo y el espacio de modo practicable moralmente. La moralidad, así, no tiene la misma raíz que la acción. Por eso, dicha moral acaba por subrayar valores comunes, valores que todo el mundo siente; de modo que sus principios nacen o derivan de la mentalidad común o de la imposición del Estado» (L. Giussani, El hombre y su destino, op. cit., p. 102).
Es el triunfo del voluntarismo más estéril: «Frente a la imposibilidad de realizar una imagen humana, frente a una naturaleza entendida en clave materialista que todo lo arrolla y elimina, la fuerza de voluntad humana se traza férreamente de antemano un proyecto y trata de realizarlo con toda su energía. Cito, a título de ejemplo, este pasaje de Russell: “… sentí algo como eso que el pueblo religioso llama conversión. Me hice consciente de improviso y vivamente de la soledad en que vive la mayoría, y deseé apasionadamente encontrar las vías para disminuir este aislamiento trágico. La vida del hombre es una larga marcha a través de la noche rodeado de invisibles enemigos, torturado por el agotamiento y la pena; uno a uno, como en un libro, nuestros compañeros de viaje desaparecen de nuestra vida; brevísimo es el tiempo en que podemos ayudarles. Arroje nuestro tiempo luz solar en su camino, para renovar el ánimo que decae, para infundir fe en las horas de desesperación”. Ánimo, ¿por qué? Fe: ¿cuál? El voluntarismo muestra su ceguera y su irracionalidad. Con él, el hombre trata de extender sus capacidades hasta un horizonte que su conciencia más reflexiva sabe no poder alcanzar, como la rana de la fábula que se infló a sí misma, pero en un cierto momento no pudo sino explotar» (L. Giussani, El sentido de Dios y el hombre moderno, Encuentro, Madrid 2005, pp. 125-126).
Si no somos capaces de mantener vivo el deseo, el moralismo nos obliga a hacer las cosas incluso cuando ese deseo se ha terminado. Todos podemos imaginar en qué se convierten la vida o el trabajo cuando quedan reducidos a puro deber. El agotamiento de las personas, el cansancio crónico, la ausencia de un motivo adecuado para la acción son la mayor amenaza para la responsabilidad. Las consecuencias están al acecho. La única incógnita es saber cuánto tiempo necesitaremos para darnos a la fuga.
¿ES POSIBLE CONTINUAR nuestras actividades en la vida adulta sin vernos condenados a huir antes o después? Sí, pero únicamente si el deseo se ve constantemente provocado. Y esto no podemos hacerlo solos, lo sabemos por experiencia. Es lo que vino a hacer Cristo. El encuentro con Cristo produce la sorpresa de que vuelve a despertarse en nosotros el deseo: un encuentro es el gran y único recurso para que nuestra persona se recobre de nuevo. Pero, ¿cuál es el alcance de este acontecimiento en la vida de la persona? «Lo que suscita la personalidad, la conciencia de la propia persona es un encuentro. El encuentro no “genera” a la persona (la persona es generada por Dios cuando nos da la vida a través de nuestro padre y nuestra madre); pero en un encuentro yo caigo en la cuenta de mí mismo, en un encuentro se despierta la palabra “yo” o la palabra “persona”. […] El “yo” se despierta de la prisión de su envoltorio original, se despierta de su tumba, de su sepulcro, de su situación de origen cerrada y –cómo decirlo– “resurge”, toma conciencia de sí mismo, precisamente en un encuentro. El resultado de un encuentro es que se suscita el sentido de la persona. Es como si naciese la persona: no nace ahí, pero en el encuentro toma conciencia de sí misma, y por tanto nace como personalidad». Este encuentro que vuelve a despertar a la persona representa el comienzo de la aventura –aquí vemos todo el genio educativo de don Giussani en acción–, no es el final de un recorrido o la meta del camino, sino el principio de una historia destinada a abrazar toda la realidad. Giussani nos hace también conscientes de las consecuencias negativas que comporta considerar el encuentro como un punto de llegada: «El problema empieza aquí, en este punto, cuando la persona ha despertado: aquí comienza toda la aventura, no es el final. ¿Por qué CL se convierte para muchos en un motivo de desilusión? Porque una vez que han entrado es como si se cerrasen, como si ya hubiesen llegado». Por el contrario, el encuentro constituye el comienzo de todo: «La aventura empieza cuando la persona se ve despertada por el encuentro […]. Y la aventura es el desarrollo dramático de la relación entre la persona que ha sido despertada y toda la realidad de la que está rodeada y en la que vive» (L. Giussani, L’io rinasce in un incontro (1986-1987), Bur, Milano 2010, pp. 206-207).
Por tanto, la cuestión decisiva es que este inicio permanezca como algo contemporáneo a nosotros. Cristo se hace contemporáneo a nosotros en el carisma. En el encuentro con el carisma de don Giussani se ha despertado nuestra persona. Y hay muchas obras entre nosotros que son fruto de este “yo” que se ha visto despertado por el carisma. Podremos mantener la fuerza del origen si permanecemos unidos al carisma, tal como os decía don Giussani en vuestra asamblea nacional de 1995: «Cuanto más ama uno la perfección en la realidad de las cosas, cuanto más ama a las personas para las que hace las cosas, cuanto más ama a la sociedad para la que construye su empresa, del tipo que sea, más deseable le resulta ser perfeccionado por la corrección. Nuestro modo de poseer las cosas cobra así una pobreza, que en cada trabajo, en cada empresa, convierte al hombre en actor, artífice y protagonista. Pero la libertad quiere decir, además de conciencia de nuestro límite, ímpetu creador. Puesto que es relación con el Infinito, toma de Él esta inagotable voluntad de crear. Esto lo ha perdido solamente quien es ya tan viejo que está muerto, ¡pero esto puede pasar a los veinte años! ¡Cuántos se ven así, ya a los veinte años, sin deseos, sin imaginación, sin intentar nada, sin capacidad de asumir riesgos en la vida! Todo es corregible y todo puede crearse. Este instinto creador es lo que califica la libertad del modo más positivo y experimentalmente fascinante» (L. Giussani, El yo, el poder, las obras, Encuentro, Madrid 2001, pp. 107-108).
ÉSTE ES EL MOTIVO de que la Compañía de las Obras sea distinta de cualquier otra asociación, con una originalidad propia: es distinta porque despierta y sostiene la energía de cada persona. Sólo desde aquí es posible ofrecer una respuesta a los desafíos actuales. Cito este precioso pasaje de la intervención de don Giussani en vuestra asamblea nacional de 1993: «Vuestra compañía tiende a crear una casa más habitable para el hombre. Y lo está logrando, más o menos, pero lo va logrando. Todos vosotros lo habéis experimentado. ¿Por qué vuestra compañía tiende a crear una casa habitable para el hombre? Porque la pasión que os mueve es el hombre concreto. Es decir, el hombre en su necesidad. De hecho, en la necesidad es donde el hombre es y se encuentra verdaderamente a sí mismo. Y la necesidad es de hoy. Pensar en solventar una necesidad mañana o dentro de un año es altamente equívoco si al mismo tiempo no se disponen inmediatamente los factores de modo más propicio para poder responder al hambre y a la sed que el hombre tiene ahora mismo. Preguntémonos por qué Jesús suscitaba tanta curiosidad y asombro en quienes se encontraban con Él. Porque era un hombre en quien cualquiera que le veía actuar o le escuchaba hablar, percibía sobre todo una cosa: no la Trinidad, el Infierno o el Paraíso, sino una pasión por el hombre, ante todo una pasión por responder a las necesidades humanas. Una piedad hacia el hombre: “Y al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban como ovejas que no tienen pastor”. Por eso le seguía la gente» (Ibidem, pp. 120-121).
Esta mirada del otro mundo en este mundo genera entre todos nosotros una responsabilidad nueva (no la vieja responsabilidad según los esquemas del mundo, que busca en la obra y en el beneficio su propio cumplimiento, una vez que el deseo se ha reducido). Esta mirada nos da un rostro nuevo con el que presentarnos ante nuestros hermanos los hombres, y es lo único que podrá ofrecer una contribución real a la sociedad contemporánea.
Esta mirada, que podemos llevar a los demás porque la reconocemos ante todo sobre nosotros mismos, es lo que me deseo a mí mismo y os deseo a todos vosotros.
Gracias.
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