Nadie podía imaginar lo que pasó la noche del 9 al 10 de septiembre, cuando una furia increíble se abatió sobre nuestras casas, causando el desastre que muchas imágenes televisivas han mostrado. Solo a la mañana siguiente, al afrontar y resolver las emergencias, nos dimos cuenta. Los servicios de socorro llevaban horas trabajando y no dejaban de aflorar aquí y allá los signos de la devastación. Mucha gente se había movilizado para ayudar. No por generosidad sin más, he visto a la gente moverse por el bien del otro. Los que habían sufrido daños y los que no, uno al lado del otro, cavando, retirando coches, atendiendo a la gente.
También lo comprendimos ante el sacrificio de lo que habían dado la vida por su familia. Como ese abuelo que, mientras el agua entraba en casa, consiguió pasarle la nieta a un vecino. Luego el agua lo cubrió, a él, a su hijo, a su nuera y a otro nieto. Cuando uno da la vida por otro es algo que no podemos reducir solo a un afecto, ni siquiera por parentesco.
Pocas horas antes, en el jardín de aquella casa, habían celebrado el cumpleaños del pequeño. Allí estuvieron algunos amigos nuestros que habían estado en las vacaciones de nuestra comunidad en Cervinia por primera vez, hacía menos de un mes. Volvieron a casa apenas unas horas antes del desastre. En Cervinia habíamos hablado mucho del "deseo de salvación", y ahora no podíamos dejar de pedir con fuerza: «Señor, ven a salvarnos».
De la muerte de estos hombres, del sacrificio y dedicación que he visto en tanta gente, ha nacido en mí y en otros esta conciencia: se puede morir por amor a otro, por el bien de otro.
Es algo que llevamos inscrito dentro de nuestro corazón. Ante un imprevisto grave no hay pensamientos ni razonamientos que valgan. Tu vida es para otro. Hay algo que te empuja a dar la vida por otro. Y no nos damos cuenta. A veces lo decimos con palabras pero cuando sucede, entonces nos damos cuenta de que «estamos hechos para el bien».
Esta conciencia imperceptible, despertada por este hecho tan dramático, nos llevó a algunos a ir allí, a Livorno, a darnos a nosotros mismos.
La noche del domingo vi bajo el agua que caía con fuerza a voluntarios, hombres y mujeres de todas las edades, jóvenes que cavaban y retiraban objetos... sin decir nada. No se discutía, no se buscaban culpables. Tal vez los días sucesivos habría que investigar las causas y responsabilidades, pero en ese momento tan verdadero, el único sentimiento era el de socorrer en silencio. Normalmente Livorno es una ciudad rebelde, ruidosa, gritona; generosa y buena, pero instintiva. En aquel momento algo extraño lo cambió todo.
Miradas confusas, atónitas a veces, algunas elevadas al cielo, porque era evidente que no era un asunto solo humano. Parecían ojos suplicantes. Los peores desastres se produjeron al comienzo de la subida al Santuario de la Beata Virgen de las Gracias de Montenero y alrededores. Yo dirigí la mirada hacia donde estaba la Virgen, y muchos otros hicieron lo mismo conmigo. Esa Virgen que en el pasado salvó a Liborno de un terrible maremoto y del terremoto, por eso todavía hoy el pueblo le tributa una devoción infinita. La Virgen estaba allí con nosotros. Veló ante el dolor, la muerte y la impotencia. Ante nuestra humanidad tan herida.
Ricardo y los amigos de la comunidad de CL de Livorno
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