Mientras estamos pasando unos días de vacaciones con unos amigos intentando juzgar todo lo que sucede estos días de excursiones, encuentros y testimonios, hemos conocido la historia de Charlie Gard y su familia, que ha dado la vuelta al mundo entero. Inmediatamente nos han surgido ciertos puntos de reflexión que queremos compartir.
Con el paso de las horas, resulta cada vez más evidente que nadie puede dar datos conclusivos para aclarar de manera definitiva la cuestión de fondo: ante una enfermedad degenerativa multiorgánica para la que, dada la situación del paciente y los conocimientos médicos disponibles, solo se puede ofrecer cuidados paliativos, ¿hasta qué punto es justo insistir en prolongar la situación, con toda su carga de esperanza y dolor, sin caer en el encarnizamiento terapéutico? No podemos olvidar que hace falta prudencia, discreción y respeto a la hora de abordar este caso, pero no cabe duda de que esta historia nos desgarra en profundidad.
Si nosotros fuéramos los artífices de todas las cosas, ocupando el lugar de Dios, no permitiríamos que todo esto pasara. No permitiríamos este sufrimiento, de Charlie, de su madre, de su padre, de los médicos y enfermeros que lo cuidan, no permitiríamos toda la confusión que se está generando en torno a estos hechos, no permitiríamos que existan enfermedades incurables, en definitiva no permitiríamos ninguno de los horrores con los que la vida a veces tiene que enfrentarse. Sin embargo, todo esto existe. Eso significa que Dios no siempre razona como nosotros y que la realidad es más grande de lo que pensamos. Tal vez Aquel que hace que la realidad exista nos está invitando a mirar allí donde no miramos, a no limitarnos a posicionarnos sobre lo que es más justo o no para concluir de la mejor manera posible esta historia. ¿Por qué permite Dios el dolor y el sufrimiento? Esta es la madre de todas las preguntas... Y es una pregunta que hace daño. Para la mentalidad o no, que también es nuestra lo queramos o no, resulta insoportable. En el fondo, el único bien real parece ser la eliminación o, al menos, la máxima reducción posible, del dolor. Pero eso sería verdad si el dolor y el sufrimiento no tuvieran ningún sentido, si no sirvieran para nada. En cambio, cuando existe un significado que sostiene la vida, el dolor se puede soportar y el sufrimiento puede construir una humanidad nueva y a veces más "verdadera", como vemos en el modo en que tantos viven pruebas muy duras, testimoniando una plenitud de vida, una dignidad y en último término una alegría profunda que ¿quién no desearía para sí? Lo que está pasando nos pide quizás que entremos más a fondo en la concepción que tenemos de la utilidad del vivir, desenmascarando nuestra incapacidad para responder cuándo una vida es "útil". ¿Qué es lo que la hace útil y, sobre todo, útil para quién? ¿Basta con vivir para nosotros mismos? ¿Basta con no sufrir? Pero en el fondo, ¿realmente es posible no sufrir?
Para no sufrir, haría falta no amar.
Al valorar la historia de Charlie es inevitable preguntarse cuál es el bien para él. ¿Pero ese bien puede ir separado del reconocimiento, tan poco evidente para nuestros ojos, del significado y por tanto de la utilidad de esta vida?
Hay alguien que le quiere y le ama tal como es, ahora, y por eso está dispuesto a sacrificarse. ¿Acaso no puede ser que para este niño su vida, ahora, pueda parecer útil justo por esto, y por tanto digna de ser vivida incluso de esta manera? ¿Qué le hace profundamente humano en su deseo de felicidad, exactamente igual que nosotros que escribimos estas palabras? Lo que deseamos nosotros, aquello por lo que nuestra vida merece la pena ser vivida es que hay alguien que nos quiere ahora, para quien nuestra vida tiene valor, por eso merece la pena vivirla tal como viene dada. Los padres de Charlie son este amor, son la promesa viviente de ese amor por el que su corazón, pequeño y malherido, sigue latiendo.
Davide Prosperi y Fabio Corsi (Milán)
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