En el consistorio ordinario que se abre en vísperas del día de los santos Pedro y Pablo se crean cinco nuevos cardenales, entre ellos el obispo de Estocolmo, Anders Arborelius. Nacido en Suiza de padres suecos de fe luterana, se convirtió al catolicismo a los veinte años de edad. Además de ser el primer cardenal de la Iglesia sueca, también ha sido el primer obispo con orígenes suecos ordenado en este país desde los tiempos de la Reforma protestante.
Al recibir la noticia -precisamente ese fin de semana estaba en Estocolmo con los amigos del movimiento en los Ejercicios de la Fraternidad mi primera reacción fue de alegría y gratitud. Alegría por la relación que nos une a él, gracias especialmente a su larga amistad con nuestra querida Antonella, la primera del movimiento que llegó a Suecia en 1985, que murió hace dos años. Y gratitud por este nuevo e inesperado regalo del Papa a la pequeña y periférica comunidad católica sueca (casi 110.000 católicos y una sola diócesis), tras la extraordinaria visita del pasado noviembre, cuando viajó a Lund, al sur del país, para conmemorar el 500 aniversario de la Reforma luterana.
Tuve la suerte de conocer personalmente a Arborelius en 2014. Me mudé a Suecia durante un par de años y fui a verle para regalarle la edición recién publicada de la biografía de don Giussani escrita por Alberto Savorana. Aquel día, a pesar de que me había dado cita para «un breve encuentro», estuve en su despacho más de una hora, pues mostró un gran interés en conocer la vida de nuestra comunidad. Charlando, le pregunté cómo vivía él la relación con la gente de este país, uno de los más secularizados del mundo, con cerca del 70% de la población que ni siquiera se declara atea sino sencillamente «indiferente al factor religioso» -una auténtica periferia existencial- y donde entrar en relación con la cultura y con la gente resulta extremadamente difícil. Nunca olvidaré la ternura y sencillez de su respuesta, que cambió completamente mi manera de vivir allí. Y que sigue siendo un punto de referencia aún hoy, que ya no vivo allí. «No te preocupes», me dijo: «La cultura y la sociedad en estos siglos tan solo han rodeado a la gente con una larga serie de cortezas, como las matrioskas rusas. Pero en el fondo, detrás de la última corteza, el corazón siempre está ahí, nadie puede eliminarlo. Es más, no solo sigue ahí sino que está esperándote y, cuando por gracias de Dios uno llega hasta ese fondo, la gente se derrite. Solo es cuestión de escavar y escavar hasta la última corteza, con mucha paciencia».
Repasando estos días mis apuntes de los Ejercicios de la Fraternidad, mi mente va continuamente a aquel momento. Lo que yo conocí aquel día fue una persona tan cierta de Cristo que no necesita otra cosa, y que por tanto puede vivir de manera libre y alegre hasta en una periferia tan extrema como Suecia. Estoy realmente agradecido al Señor por este gran compañero de camino. Y al Papa, por este preciosísimo regalo que ha hecho a toda la Iglesia.
Andrea Bellavia
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