He vuelto hace poco de un viaje de unos días en Siria, invitado por la Asociación Pro Terra Sancta, que apoya la presencia de los franciscanos en Oriente Medio. Todo ha nacido del deseo del padre Bahjat Karakach de Damasco de abrir un centro cultural en la capital. La idea no es banal. Aparte de atender las necesidades materiales (sobre todo comida y alimentos), para reconstruir el país hace falta un ámbito donde poder aprender de nuevo a dialogar y que exista un lugar donde educarse en la belleza y la verdad.
Han sido días de encuentros muy intensos, que me han permitido tocar con mis manos la fuente de la que nace el testimonio cristiano. Para celebrar el fin del mes de mayo, la parroquia latina del centro histórico de Damasco propuso una procesión. Seiscientas personas se pusieron en camino siguiendo la imagen de la Virgen. Los cantos iban acompañados de trompetas y tambores. Había algunos soldados vigilando la seguridad de aquel gesto. A pesar de los riesgos, los fieles no quieren renunciar a la alegría de testimoniar, a la vista de la ciudad entera, su fe y su esperanza.
Luego estuve con sor Yola, que se encuentra en lo que en un tiempo fue una casa para peregrinos, hoy convertida en centro de acogida para refugiados. Aquí llegan los que no han recibido el visado para salir del país sin lanzarse a la travesía del Mediterráneo. Me dice: «Cuánta gente que ha pasado por aquí luego ha muerto ahogada o asesinada. Solo Dios sabe cuántas lágrimas hemos derramado por esta gente. Es un dolor tremendo».
Pero el encuentro más esperado fue con Souleiman. Nos hicimos amigos en Moscú, donde él, médico, estuvo hace cuatro años por motivos de estudio. Ahora está de nuevo en su país porque quiere ayudar a su gente y participar en la reconstrucción de Siria. Al verme, no se lo podía creer. «Sí, hemos hablado por internet, pero tu llegada aquí es un enorme signo de misericordia hacia mi vida». Sus palabras me conmovieron, no dejo de sentir la desproporción entre ellas y lo que yo soy.
En estos meses Souleiman ha intentado seguir la vida del movimiento leyendo los textos que se iban traduciendo al árabe y manteniendo el contacto con sus amigos por internet. Cuando me habla de Ricardo, el visitor de Oriente Medio, y de Sobhy de Jerusalén, le brillan los ojos. También ha organizado algunos encuentros de Escuela de comunidad con los refugiados del centro de sor Yola.
Enseguida me presentó a sus amigos: sor Joseph Marie, Tarek y Bashar. Trabajan con cuarenta voluntarios para mantener a casi seiscientas familias. Reparten cajas de comida, medicinas, ayudan a pagar alquileres, facturas de electricidad... Soulaiman me invitó luego a comer a su casa para conocer a su hermosa mujer, Maysoon, y sus dos hijos, Elías y Misho. Viven de una forma muy humilde, pero me prepararon una comida propia de un rey. Para ayudar a Maysoon, vino también una amiga musulmana a la que conocen de toda la vida.
Estando allí, Soulaiman me enseñó un rincón del pasillo: «Hace unos meses hubo un bombardeo en el barrio que duró horas. Nos pusimos ahí, delante de la imagen de la Virgen, para protegernos de las esquirlas de cristal». Ahora la situación está más tranquila.
También me enseñó el estudio médico que ha podido abrir gracias a la ayuda de la Fraternidad de CL (a la que se inscribió antes de volver a Siria) y de AVSI. Está en la tercera planta de un edificio cuya construcción tuvo que interrumpirse a causa de la guerra. La decadencia del edificio contrasta con el interior de su estudio, amueblado con mucho esmero y gusto. Allí le estaban esperando dos pacientes. A ellos el doctor no les cobra: «Tienen mucha más necesidad que yo».
Soulaiman me presentó también a su mejor amigo, Bashar. De camino a su casa, pasamos cerca de la zona de guerra. A doscientos metros de allí están los rebeldes. «Por ahora se mantiene el alto el fuego». Bashar es profesor universitario de matemáticas. También es escritor y cineasta. Nos recibe con un helado. Es católico latino (Soulaiman, en cambio, es ortodoxo), pero no va a la iglesia: «Yo encuentro a Dios en las personas a las que ayudo». Se ve que es un hombre bueno. Empezamos a charlar, Soulaiman traducía del inglés al árabe, hablamos de la necesidad de perdón que tiene el hombre y de la Iglesia como lugar donde encontrar este perdón necesario. Desde el balcón de su casa, a cien metros, se ve el muro de la antigua cárcel de la que san Pablo huyó dentro de una cesta.
Al día siguiente, sor Joseph-Marie, Soulaiman, Tarek, Bashar y Hanouar, un joven soldado, me llevaron a ver el monasterio de Sednaya, a 40 kilómetros de Damasco, fundado en el siglo VI, tras la visita de Justiniano y la aparición de la Virgen. El monasterio conserva un antiguo icono de la Virgen ante la que rezamos largo rato, pidiendo la protección de María para que nos conserve la vida y traiga la paz.
Cuando llegó el momento de despedirme de Soulaiman, caí en la cuenta de lo agradecido que estoy por esta amistad, que desafía a la guerra y al dolor.
Jean-Francois Thiry, Moscú
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