Hemos acompañado a Diana al aeropuerto. Regresaba a su país. El momento de su salida de la Casa de la Esperanza parecía una película de los hermanos Marx. Todo el mundo se movía por la escena sin una dirección concreta, presos de un gran nerviosismo. En un determinado momento, alguien alzó la voz para afirmar: «Diana, es hora de irse». Ante esta oportuna advertencia, Lola se abalanza sobre ella para fundirse en un gran abrazo, el enésimo gran abrazo. «Se va un trozo de mi corazón», dice Lola entre sollozos.
Han sido solo cinco meses de convivencia, pero suficientes para convertirse en una familia, a pesar de la diversidad, a pesar de la disparidad que forman una mujer nigeriana con tres hijos y una rumana con uno. Ambas mujeres, junto a María Luisa y Milagros, las dos voluntarias que las siguen de cerca, han conseguido componer una familia donde todos, incluidos los niños, han estado más pendientes del otro que de sí mismos. Han sido cinco meses fecundos que, como no podía ser de otra manera, han dejado en sus corazones una huella profunda, ¡muy profunda!
En el camino hacia Barajas, Diana se mostraba muy nerviosa. Llamó de nuevo a su padre para asegurarse de que estaría en el aeropuerto de destino para recogerla. Mientras, el pequeño Carlos se quedó dormido abrazado a un “Mickey Mouse” de peluche más grande que él.
Diana había sido vendida por su madre a una familia zíngara. Ella no quería venir a España, pero se vio obligada. Ahora, cinco años después, regresa a encontrarse con los suyos, pero… ¿quiénes son los suyos?
Aunque sus padres estén separados y su madre haya estado en el origen de sus desdichas, Diana habla de vez en cuando con ella, al menos una vez al mes. No le guarda rencor por haberse desprendido de ella de esa manera tan terrible. Incluso afirma que cuando consiga reunir un poco de dinero, irá a verla, porque su madre vive en un lugar muy distante de donde vive su padre.
En un momento de una cierta tranquilidad, aprovecho para preguntarle: «Diana, ¿han merecido la pena estos cinco años? ¿Qué te llevas de España?». Ella piensa un momento antes de responder. Unos instantes que se me antojan eternos. Como si quisiera encontrar en su memoria algo que ofrecer y esto se resistiera a salir. Finalmente mira al pequeño Carlos y dice sonriendo: «Sí, ha merecido la pena. Solo por mi hijo ha merecido la pena. Es lo más grande que me llevo de aquí».
Llegamos a nuestro destino y nos dirigimos al área de facturación. Entrega una gran maleta sobre la que yo mantenía mis reservas en cuanto al peso admitido, pero afortunadamente la báscula muestra un kilo menos el límite. Ya más ligeros avanzamos hasta la zona de control.
Desde que bajamos del coche, Diana no ha parado de hablar de su juventud, antes de llegar a España: «Yo era muy guapa», comenta. Kimberly, que me acompaña, se apresura a constatar: «Sigues siendo muy guapa, Diana, y más aún vestida así, que parece que vas a una fiesta». Ella se ruboriza. Y es verdad que va a una fiesta, a la fiesta del reencuentro con los suyos.
Llegamos hasta el límite permitido para los acompañantes y, mientras nos despedimos, le digo: «Diana, vive con intensidad porque la vida es el regalo más hermoso».
Con un cierto punto de emoción, Diana comienza a organizar sus cosas sobre las bandejas que va situando en la cinta del escáner. Mientras tanto, Carlos pasa por el arco con su gran Mickey en brazos. Por más que le indican los de seguridad que el muñeco debe pasar por el mismo lugar que las bolsas, el pequeño hace oídos sordos y atraviesa el arco sin dudar. Los de seguridad terminan aceptando entre risas.
Completado el control de seguridad y organizadas de nuevo todas sus cosas, Diana se vuelve para darnos un último adiós mientras nos lanza besos con la mano. Nosotros quedamos pensativos, ¿qué será de ella? Al final, desaparecen al fondo de la sala y nosotros reemprendemos la marcha para regresar a Fuenlabrada. Diana, ¡qué Dios te acompañe en tu nueva vida!
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