Llevaba un tiempo sin hacer un gesto de caritativa. Tampoco lo echaba de menos, la verdad. En esta época del año en que una profesora como yo tiene tantas cosas que hacer, añadir otra tarea ni me atraía ni sentía necesidad. Pero en mi camino se cruzaron dos hechos, en absoluto casuales.
A la misa cotidiana de la mañana a veces se une también mi marido, cuando el trabajo se lo permite. Allí está siempre nuestro responsable del Banco de Alimentos y un día después de la misa nos invitó a una cena del Banco, a la que no podíamos ir porque teníamos otro compromiso. Aparentemente, todo quedó en eso.
Unos días después, mi marido, pediatra, al volver a casa me habló de una visita un tanto particular que había tenido en el ambulatorio. Una mujer, con una niña de casi nueve meses, al final de la revisión le confesó que su marido estaba en la cárcel y ella, sin trabajo, estaba atravesando graves problemas económicos. Entonces pensamos en el Banco. En la misa del día siguiente pedimos ayuda y unos días después empezamos a llevarle la caja a casa.
Contado así, podría parecer todo muy fácil y sencillo. Identifico una necesidad, encuentro una solución y resuelvo. Pero en realidad no es así.
La mujer nos vio llegar por la ventana, nos estaba esperando. Mejor dicho, estaba deseando que llegáramos. ¿Cuánto hacía que alguien no me esperaba así?
Su casa era como un largo pasillo, al fondo la cocina. Sin duda habrá seguramente al menos un baño y una habitación pero la imagen que tengo grabada es que la casa era un pasillo. Ella estaba vestida de mala manera, pantalón de pijama y camiseta con lentejuelas, con zapatillas y despeinada. Con ella había una joven con una niña, nos enteramos de que era la compañera de su hijo. Así que la pequeña era su nieta.
Dejamos las bolsas en la mesa y en el suelo. Nos quedamos allí parados, en un momento de embarazo en el que no sabíamos qué decir, mientras la niña asomaba curiosa entre las piernas de la abuela para mirarme. Intenté hacerle una carantoña pero salió corriendo a refugiarse en su madre.
En la cocina apenas había sitio para moverse. Una mesa con encimera, unas sillas y algunos armarios oprimían un espacio que de por sí ya era pequeño. El resto era pasillo. Pero al toparme con la mirada de la mujer, me dijo: «Pero yo la he visto en alguna parte». «Puede ser, ando siempre por ahí», respondí. Pocas palabras sin demasiado significado, pero sirvieron para romper el hielo.
La mujer insistió en ofrecernos un café pero yo no puedo tomar cafeína por la tarde. Acepté de buena gana un vaso de agua fresca. Mi silla estaba en el umbral entre la cocina y el pasillo, pues todos no cabíamos dentro.
Ella preparó la cafetera. ¡Cuánto hace que no tomo café de cafetera! Pensaba que mi madre era la única que todavía no tenía la máquina de expreso. Como ella, esta mujer controlaba la llama y la subida del líquido. Al primer borboteo sube el fuego y luego apaga. Gestos fluidos, habituales, que hace sin pensar. Abre la nevera que estaba a mi lado y no puedo evitar mirar dentro. Aparte de las botellas de agua, poco más: leche, media manzana, una cazuela tapada y un envoltorio de embutido. Cierra rápidamente y abre para mí la botella aún sellada. Un gesto de gentileza y refinamiento. Al huésped se le abre la botella nueva. También se hacía así en mi casa, aunque yo ya no lo hago.
El aroma del café reposando invadió todo el pasillo. La mujer abre un armario y saca unos vasos grandes de papel. Me da uno lleno de agua fresca y le pregunta a mi marido si quiere el café con azúcar y echa el azúcar directamente en la cafetera, mezclándolo con el mango de un cucharón. Un gesto de sabiduría antigua. Mezclando el azúcar, no solo se amalgama con el café sino también con su aroma. Saca un vaso pequeño, también de papel, y sirve el café.
Yo contemplaba cada uno de sus gestos. Es una mujer digna y fiera. En sus palabras no había rabia, rencor ni desesperación. Nos habló de su marido preso. Están esperando una sentencia que debería permitirle trabajar fuera, con un pequeño sueldo que podría ser un nuevo inicio para la familia. Nosotros hablamos poco, sobre todo yo, que escuchaba fascinada.
El pasillo de mi casa es un trozo de suelo que sirve para guiar los pasos, para llevarte a la habitación a la que quieres ir. En cambio, para esta mujer el pasillo es su casa. En su pasillo está el diván, que quizás se convierte en cama, y ahora también está el aroma del café y el eco de nuestras palabras, cosas sencillas pero no inútiles.
Por las nubes asoman nubes cada vez más oscuras. Está a punto de llover y mi marido todavía tiene otro compromiso. Hora de marcharnos. Nos levantamos para despedirnos, la mujer me tiende una mano que yo estrecho. Nuestros ojos se cruzan y no veo en ella ni rastro de afectación, compostura ni malestar. Aprieta mi mano con firmeza, igual que yo. Salimos y la mujer nos saluda con la mano desde la puerta.
Fuera está aún más oscuro. No queda nada del aroma del café. Pero permanece el aroma de la dignidad de esa mujer y el recuperado significado de la caritativa. Una caritativa hecha para mí.
Monica, Chioggia (Venecia)
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