Somos un grupo de amigos que hacemos la caritativa en Par ici, una asociación dedicada a la educación, con el objetivo de despertar el interés cultural de los jóvenes de familias con dificultades. En muchos de nosotros, este año ha nacido el deseo de contar a otros la belleza de lo que estamos viviendo, así que decidimos organizar un acto público: una gran fiesta a la que invitar a nuestros amigos, compañeros y vecinos.
Este deseo nos ha movido y nos ha cambiado. Uno se encargaba de ir a la floristería al final de la jornada a pedir las flores que hubieran sobrado, otros han recorrido las tiendas del barrio pidiendo regalos que se pudieran sortear en una tómbola, otros han preparado cientos de cupcakes, algunos se encargaron de los cantos y de preparar un video que mostrara lo que hacemos durante el año. No hemos dejado de sorprendernos por la generosidad de muchos. Nos hemos conmovido al ver que el hombre lleva dentro de sí un auténtico motor que le hace capaz de amar. Y así hemos despertado también nosotros, de manera inesperada, preguntándonos por qué tenemos tanto apego a esta caritativa como para querer testimoniar nuestra experiencia delante de todos.
Queríamos que fuera una fiesta “distinta”, provocados por lo que el Papa nos dijo en Roma el 7 de marzo. ¿Qué quiere decir «descentrarse» y «devolver al centro a Cristo» cuando llevamos cinco años haciendo lo mismo un domingo al mes, con los mismos amigos, con los mismos niños, con las mismas ideas e iniciativas? ¿Qué hacer para que esta caritativa se convierta en un momento verdaderamente mío, y no sea algo mecánico? ¿Qué quiero yo? Quiero vivir cerca de Cristo. ¿Pero cómo le puedo reconocer? Dejándole hacer, porque solo él sabe hacer lo que es mejor. A partir de esta certeza, decidimos que esta jornada debía ser suya, que nosotros solo seríamos las manos, los cantos, el corazón y la buena voluntad.
Pero yo, aun diciéndome todo esto, estaba agitada e irritada por cómo se iban haciendo las cosas: «¡Así no se hace una tómbola! ¡Para los regalos hace falta papel de envolver! ¡Las flores deben ir de otra manera! ¿Por qué no habéis hecho pruebas con el video? ¿Habéis verificado que todo funciona?». En resumen, todo el rato estaba tocando las narices. Sin embargo, incluso antes de la reacción de mis amigos (que la mayoría de las veces consistía en mirarme con una sonrisa), sentía dentro de mí una voz que me decía: «Déjale hacer». Y eso me tranquilizaba, porque donde entraba Cristo todo se hacía hermoso, aunque no fuera “perfecto”. Mientras tanto, mis ideas “perfectas” generaban conflictos, tensiones y heridas. Porque la perfección puede llegar a ser diabólica cuando se convierte en el centro de todo. En cambio, nosotros tuvimos ciertos momentos de caos y varios detalles no del todo amarrados, pero nuestra unidad, signo de Su presencia, era preciosa y saltaba a la vista.
Luego sucedió algo pequeño y excepcional a la vez. Podría haberse quedado en un simple cruce entre dos personas, pero se convirtió en un gran regalo. La mañana de la fiesta, mientras preparábamos la sala y el buffet con los chavales, una señora se asomó a la puerta. Le dije que la fiesta empezaba por la tarde. Ella me respondió que no estaba allí por eso, sino que se había acercado para ver el local donde su hijo venía cuando era pequeño y estaba con los scout. Me contó lo feliz que era entonces, que luego se marchó fuera a estudiar, primero en Londres y ahora en Italia: «Dejó la Iglesia, y está solo...». Esa mujer se llama Anne y, tras intercambiar un par de palabras, antes de que se fuera solo le dije que teníamos muchos amigos en Italia y que si quería volver a las tres de la tarde le daría los contactos. Le dejé mi teléfono por si no podía volver por la tarde. A las 14.58 estaba allí, en la puerta, entre la multitud; no conocía a nadie. Le busqué un sitio junto a una pareja que conozco para que estuvieran con ella. Entonces empezó la fiesta: presentación del gesto, cantos y tómbola, risas y merienda… Los chicos eran los camareros, con delantal y bloc de notas para los pedidos. Tras los primeros tambaleos, terminaron lanzándose y competían para ser los primeros en servir sus mesas. Luego vimos juntos el video, que conmovió a todos. Un chico al que acompañamos dijo con lágrimas en los ojos: «Non sabía que era tan hermoso lo que hemos hecho todo este años».
Al terminar la fiesta, se me acercó Anne, muy impactada por la fiesta: «Ha sido precioso... ¿Quién lo habría dicho? Si alguien me lo hubiera contado esta mañana le habría tomado por loco. Estaba tan triste… En cambio ahora tengo la impresión de que os conozco desde siempre. Me he sentido como en casa. Yo quiero esto mismo para mi hijo. Por favor, dame el teléfono de tus amigos en Italia». Unos días después, me llamó: «Mi hijo Serge ha conocido a un amigo tuyo en Italia, ¡está contentísimo! Por cierto, el otro día os oí hablar de una jornada de fin de curso de vuestro movimiento… ¿puedo ir yo también?».
Alessandra, París
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