Millones de católicos filipinos esperan con ansia la llegada del Papa Francisco, igual que un niño espera con ganas el cálido abrazo del padre al final de la jornada, cuando vuelve a casa del trabajo. Y lo hace embarcándose en un viaje de miles de kilómetros para venir a un país pobre del tercer mundo, muchas veces sacudido por desastres naturales, para ofrecernos una fe y una esperanza renovadas, y una alegría que llene nuestros corazones más allá de las lágrimas y el dolor. Es un padre y nos trae un abrazo que habla de misericordia y compasión, las dos expresiones que constituyen el motor de su visita.
En nuestra última Escuela de comunidad, decidimos leer y reflexionar sobre algunos textos del Papa, después de plantearnos la mejor manera de prepararnos para su visita. Leímos en Huellas la entrevista al padre Antonio Spadaro sobre Francisco y compartimos nuestra experiencia a partir de sus palabras, pues la «reflexión siempre debe partir de una experiencia». Nos dimos cuenta de la importancia de muchos de sus gestos y mensajes, como la necesidad de que seamos «auténticos testigos» que «unen gestos a las palabras», siempre dichas en términos muy prácticos.
Una exhortación que percibimos realmente como personal para cada uno de los presentes fue la de ser evangelizadores que «hablan de un Dios que nosotros mismos conocemos y que nos resulta familiar». Glen, por ejemplo, contó cómo, inspirado en el llamamiento del Papa a la misericordia y a la compasión, le venían a la mente los muchos pobres y sin techo que se ven obligados a dormir en las aceras y en las calles en las frías noches invernales, hasta el punto de que llegó a comprar mantas para regalarle a esta gente. Un gesto de amor práctico.
Respecto a mí, reflexionar sobre cómo el Papa valora su momento de oración por la noche, cuando, como decía el artículo, «pone su jornada delante del Señor y reza por lo que ha vivido, en otras palabras, por su experiencia», ha vuelto a despertar en mi corazón la idea de que, al terminar la jornada, debería mirar allí donde Cristo me ha salido al encuentro en lo que he vivido, para poder, con toda humildad, pedirle su perdón.
Yo no podré acercarme a él físicamente en los pocos días que estará aquí, pero siento su abrazo paterno, exactamente igual que muchos otros que le llaman «nuestro Santo Padre».
Malou, Manila
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