No es fácil para mí sintetizar mi vida con Lorenzo, ni siquiera escoger aquellas anécdotas vividas con él que más me han ayudado en mi relación con Cristo. Sin lugar a dudas, la intensidad de vida que he experimentado con él después de tantos años hace ardua la tarea.
Mons. Albacete ha sido mi padre, mi gran amigo, la única persona que nunca me ha dejado, que tenía una preferencia inexplicable hacia mí. Él la atribuía a su amor por mí, afirmando que amar significa ‘alegrarse de la existencia del otro’. Desde que pronunció esta frase, me ha acompañado siempre, y me ha ayudado a comprender qué es la preferencia; ciertamente, la relación con él ha sido la ocasión de experimentar la preferencia de Cristo a través de la carne de Lorenzo.
Vi a Lorenzo por primera vez en el Meeting; llegó con su particular “papamóvil”, y antes de empezar su intervención bromeó delante de todos: «Esta conferencia está patrocinada por Coca-Cola, la bebida del Misterio». Nos volvimos a encontrar en Barcelona, en la presentación de El sentido religioso, que yo había ayudado a traducir o, mejor dicho, que había corregido. Diego Giordani, el entonces responsable de la comunidad de CL en Barcelona, me invitó a un café con Albacete para agradecerme el trabajo realizado. Por la tarde le vi de nuevo en la universidad donde yo daba clase. Lorenzo quedó sorprendido (incluso un poco turbado) por la pregunta que le hizo una de mis alumnas: «¿Pero por qué necesitamos ser felices?». Por la noche, cuando volvimos a vernos, me pidió el correo electrónico de esa chica; no quería pasar por alto su pregunta. Lorenzo usó los correos que se intercambiaron como texto de unas vacaciones del CLU de Estados Unidos. A partir de ahí surgió una relación conmigo que duraría para siempre y que está llena de historias sencillas que me han sido útiles en el día a día.
Lorenzo era capaz de acompañar siempre de un modo sencillo y libre. Me acuerdo que vino a verme incluso cuando Carrón le había pedido que no se moviera tanto, por razones de salud y familiares. Albacete sabía que yo estaba a punto de comprar un piso con una chica con la que salí. Conocía nuestra relación y las dificultades por las que pasaba. Por eso, aceptó una conferencia en Valencia para tener excusa para visitarme en Barcelona. Cuando entró en el piso, después de verlo y bendecirlo, se asomó a la ventana para ver a un perro que ladraba; al momento, también él empezó a ladrar, provocando al perro.
Preocupado aún por ese noviazgo, en el que mi trabajo como profesor parecía una dificultad, Lorenzo me dijo: «Mira, esto es como lo que me pasa a mí con mi hermano: lo puedes aceptar como una vocación al sacrificio, sabiendo que tendrás que privilegiar la relación con esa chica sobre tu trabajo y la relación que tienes con tus alumnos; deberás dejar a los chicos y sacrificar el tiempo que pasas con ellos. Esta será la modalidad de tu relación con el Misterio. Pero si piensas en cambio que tu vida pasa por el modo como estás con ellos, y esto supone un problema, entonces no puedes casarte con esa chica». En efecto, Lorenzo vivió la relación con su hermano Manuel como un lugar donde hacer la experiencia de Cristo crucificado. Manuel, que estaba enfermo, le dificultaba estar con la gente, salir de casa o viajar; sin embargo, Lorenzo lo vivió como una oportunidad para su propia fe. Como me había dicho, sabía perfectamente que él era el punto de contacto con la realidad para su hermano, el cual habría enfermado aún más sin Lorenzo. Aunque no podía responder al teléfono estando con su hermano, no dejó nunca de pedir la compañía de sus amigos: «No dejes de llamar y dejar un mensaje», decía.
Ciertamente, la relación con su hermano le obligó a viajar menos, a llamar menos, y finalmente a vivir sin salir de casa. Por eso, conociendo sus limitaciones, cuando años después conocí a mi mujer y nos casamos, decidimos dedicar nuestra luna de miel visitando a Lorenzo y conociendo su Puerto Rico. Fue lo que él llamó, bromeando, el “Tour del santo”. Lorenzo nos sorprendió saliendo de casa para dedicarnos una cena. Olivetta, su secretaria, me dijo: «Debes de ser muy especial para él, porque solo ha salido para ver a Carrón y para cenar contigo». ¡Qué desproporción! En esa última cena juntos, me dijo algo conmovedor: «Cristo es ahora más concreto que nunca». Aquel encuentro me impactó, porque él siempre hablaba de lo que le interesaba: una película (en blanco y negro, sobre todo), un libro (decía que La carretera, de Cormac McCarthy, era el libro que mejor hablaba del cristianismo), de política, etc. Pero cuando nos vimos esa última vez, solo habló de Cristo y de su modo de estar con Él. Me conmovió porque Albacete decía muchas veces: «Basta ya de hablar del Misterio. ¡Déjame comer los espaguetis en paz!»; para él la comida era importante. De hecho, muchas veces me llamaba por la noche, estando con su hermano, para preguntarme: «¿Qué has cenado esta noche?». Era su forma de distraerlo y de introducirlo a la realidad a través de eso que, en alguna ocasión, vino a llamar la «cadena global de menús», donde «siempre estamos en línea con un amigo». Sin embargo, en ese último encuentro con él, no habló de comida, ni de política, ni de libros o películas. Lorenzo estaba en paz hablando de la sobreabundancia de Cristo.
Después de la cena, fuimos a visitar con mi mujer su Puerto Rico. Me llamaba cada media hora para preguntarme dónde estábamos, qué habíamos visto…, y siempre me daba un número de teléfono para que nos encontráramos con alguien. De ese modo, nos mostraba el bien que deseaba para nosotros. Mi mujer todavía recuerda este viaje de novios como una de las cosas más hermosas de su vida, porque Lorenzo nos amó dándonos siempre una relación para vivir mejor. Así, entendíamos cuál era la vocación del matrimonio. Muchas veces, él me decía: «Es un bien empezar el matrimonio con la misión».
Él mismo vivió su vida así, como una misión en curso, llevando al mundo lo que él llamaba “El circo de Giussani”. Tuve el privilegio muchas veces de formar parte de su circo: Miami, La Thuile, Nueva York, Barcelona, Roma, Rímini… Le acompañé siempre que pude, como amigo, como chófer... (ha sido una de las tres personas que han fumado en mi coche; los otros dos, Nembrini y mi mujer).
Me hacía sentir como un rey, aunque fuera una cucaracha en un baile de gallinas. Como un rey, como la persona más importante del mundo. Así era estar con Lorenzo. Así era su amor hacía mí. Cuando fui a Miami para hacer una entrevista de trabajo en el seminario, se vino conmigo. Mientras cenábamos con una amiga suya, me confesó: «Si te vienes, me vengo contigo. Quiero jubilarme y morir aquí, en Miami, contigo». Hice mi tesina de doctorado como respuesta a esta propuesta de trabajo de la Iglesia y para estar con Lorenzo; coincidía. De hecho, la presencia de CL en Miami nació precisamente por su testimonio. En efecto, cuando Giussani murió, Lorenzo no viajó a Milán. Giussani le había enseñado a responder a la realidad; por eso el modo más concreto de servir a Giussani era en ese momento testimoniando justamente lo que le había enseñado, es decir, dando el retiro para sacerdotes que tenía previsto en Florida en vez de ir al funeral.
¡Así de libre era! ¡Así de concreto era Cristo para él! Siempre me invitó a tener la misma relación libre con la realidad. Por eso, cuando supo que algunos de mis amigos estaban tomando una cierta distancia conmigo, me dijo: «Debes ser libre, decir lo que piensas, y después pedir otro bistec».
Giussani le reconoció como la persona que la Virgen tenía preparada para Estados Unidos. Dijo sí a Giussani para no decir no a la Virgen. Comenzó el movimiento sin saber muy bien de qué se trataba, pero sabiendo que Giussani quería su bien; lo hizo confiando, y esperando a aquellos que estaban por llegar: Vittadini, Riro..., con sencillez. Y eso que durante el camino de su vida fue amigo de Juan Pablo II, Benedicto XVI, Scola, y tantos otros personajes relevantes. Lorenzo era capaz de hablar con todos, de comunicar con su personalidad el atractivo de la fe. Cuando se encontró con Castro en la visita del Papa a Cuba, el líder cubano le preguntó: «Conteste, monseñor: ¿qué tipo de pez era el del milagro de la multiplicación de los panes y los peces?». Lorenzo, sabiendo lo que había en juego, le dijo: «Algunos dicen que era un lenguado…; otros, que una merluza». Castro respondió: «¡Pero si allí no hay esos peces!». «¡Ah!», repuso Lorenzo, «¡ahí el milagro, ahí el milagro!».
Era mi padre. Ahora es más padre que nunca. Y sé que puedo pedirle todo por mi fe. Como hizo con una amiga fallecida, puedo pedirle incluso que me encuentre un sitio para aparcar (tarea “espiritual” que le asignó a esa amiga antes de morir). Su dimensión de la eternidad era singular, propia de su certeza. Me confesó que muchas veces había rezado por la conversión de San Agustín, como había hecho antes Santa Mónica. Lo explicaba así: «Si Dios es eterno, el tiempo para él no existe. Por tanto, puedo pedirle que Agustín de Hipona se haga cristiano, porque el antes y el después no son nada para Dios. De este modo, cuando Agustín llegue al paraíso sabrá que está allí gracias a su madre… ¡y a mí!, y me ayudará a alcanzar el paraíso cuando yo muera».
Sé que tengo un padre en el Paraíso. Nació a la Jerusalén celestial el día en que se conmemora la inauguración en la tierra de la catedral de Chartres. Él, amigo de Papas, fiel a Cristo, nació en el Paraíso el día que San Ignacio, amigo fiel de la Iglesia y del Papa, nació en la tierra. Él, autor de Dios en el Ritz, nació en el paraíso el mismo día en el que lo había hecho César Ritz, fundador de los hoteles donde Lorenzo habló del atractivo del infinito. Él, que tanto me quiso y que tanto me enseñó a amar a Cristo, nació en el paraíso el mismo día que San Antonio María Claret, el santo patrón que da nombre a la calle donde viví de soltero, y donde tantas veces, hablando con Lorenzo, experimenté la caricia del Nazareno.
Sé que tengo un padre en el Paraíso. Estamos seguros de pocas grandes cosas.
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