Después de tres años luchando con un cáncer, hace unas semanas ha fallecido mi querida amiga Leonor. Nos conocimos con catorce años. Hicimos juntos el bachillerato y la Universidad. No nos habíamos separado desde entonces.
Ha sido mucho el sufrimiento y la incomprensión que su enfermedad ha causado en todos sus amigos y en su familia. Durante todo este tiempo me preguntaba por qué el Señor se la llevaba a ella y no a mí. Deseaba poder cargar, al menos, con parte de su dolor, pero ahora es claro que el Señor tenía reservada otra cosa para ella.
Durante todo este tiempo su enfermedad nos ha acompañado a todos, y nos ha cambiado. Me ha conmovido ver cómo afrontaban la enfermedad de Leonor su familia y sus amigos. En particular Blanca, mi mujer, así como Isa y Elena, amigas también desde el comienzo. Nos hemos buscado todo este tiempo como antes no hacíamos, para informarnos, para compartir nuestro dolor. En las mujeres hay una intuición sobre el destino a la que los hombres no alcanzamos y he aprendido de ellas, igual que todos hemos aprendido de Leonor.
Los últimos días de su vida Leonor estuvo ingresada, y sus amigos y mucha gente no tan cercana acudíamos a diario al hospital a rezar por ella y en ocasiones, a verla. Éramos tantos –era tanta la vida que Leonor suscitó a su alrededor– que las visitas acababan siendo molestas. Solo el día que los médicos anunciaron que la muerte era inminente, tomé conciencia plena de que Leonor nos abandonaba. Arrodillado en la capilla del hospital, pedí al Señor, con una necesidad imperiosa, que se hiciera transparente, que nos diera a entender lo que quería de nosotros en esta circunstancia. A qué está destinada nuestra vida, la de los que nos quedamos aquí mientras ella se marcha. Fue una experiencia de lo trascendente que no tenía desde que, hace años, falleció mi padre. Igual que entonces, comencé incluso a estar determinado por el hecho de que ella contemplaría mis miserias desde el cielo. En aquel momento pensé que no iba a poder verla más, sin embargo Ángel, el marido de Leonor, dijo que yo podía subir a la habitación. Aquel “sentirme preferido”, frente a mi dolor y mi falta de libertad, me conmovió hasta las lágrimas, y me liberó.
Siempre estaré agradecido por el privilegio de haber acompañado a Leonor hasta su último aliento. Me daba cuenta de cómo necesitaba estar en contacto con ella, cuánto bien me hacía su presencia, dentro del inmenso dolor. Isa y Elena, en cambio, no estaban en Madrid, y las tenía constantemente en la memoria. Sin embargo, estoy cierto de que la han acompañado también, misteriosamente, en la distancia.
Tras su muerte, en el tanatorio, y después en el cementerio, tampoco quería separarme del féretro. Si el Señor nos ha hecho para Él, ¿por qué nos aferramos tanto a las cosas y a los seres queridos en esta vida?, y ¿por qué nos las quita? No censurar estas preguntas no me resulta inmediato, incluso me ruborizan, pero también he aprendido estos días que no es justo acallarlas.
La muerte es terrible. Terrible por lo definitiva. Creo que cualquier otro adjetivo no la describe en lo que es. Una vez que tiene lugar, ya no hay más. Una de las primeras evidencias tras la muerte de Leonor, al menos para mí, fue su ausencia. Ya no la iba a ver más. En los días que han venido después, era preciso hacerse a la nueva situación. En ocasiones me he quedado literalmente bloqueado. Desorientado. El dolor me doblaba y acababa arrodillado o tumbado en la cama. Sin embargo, Mario, un amigo de Barcelona al que estoy muy agradecido, y que pese a no conocer a Leonor me ha acompañado como nunca hubiera imaginado durante sus últimos días, me insistía, hasta un extremo que he de confesar que incluso me molestaba, en que la presencia de Leonor ahora es real, que nada que no sea real puede satisfacernos, que ella está en el Señor, y que amándola a ella le amamos a Él. De la misma forma, Javier Prades, en la homilía del funeral, dijo que no habíamos de esperar a llegar al cielo para encontrarnos con ella, que gozaríamos de su compañía a través de la Eucaristía.
Leonor afirmaba que su enfermedad le enseñó la pobreza. Que eres realmente libre cuando no tienes nada salvo lo esencial, la certeza de que Dios tiene un designio bueno sobre ti. Con esa conciencia ofreció su mucho sufrimiento, su vida y también su muerte, que han sido un espectáculo para todos. La echo en falta a ella como echo en falta al Misterio que me hace, y frente al que tantas veces soy indiferente. Leonor, que ahora está junto a Él, nos lo ha hecho presente a todos durante todo este tiempo, que nos ha transformado. Ahora mi relación con ella está llamada a ser como mi relación con Él. En ocasiones, con su recuerdo me alcanza el presentimiento de su presencia. Entonces, la realidad cambia, y me inunda, por fin, una serena alegría. De esta forma nuestra amistad continuará en el presente, y hasta la eternidad.
Afirmo todo esto tímidamente, más como una intuición o un deseo que como algo ya entendido. Toda la vida será un camino, esperanzado, para hacer experiencia de ello.
Antonio
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