¿El 2013 ha sido un año para olvidar, o ha merecido la pena vivirlo? Es una pregunta que pone a todos a pensar. Es el 31 de diciembre y estamos despidiendo el año con una cena en la casa de acogida para hombres sin hogar de la Casa de San Antonio.
Aquello parece la ONU. Trece comensales, entre residentes e invitados. Además de cinco españoles, están presentes nacidos en Guinea Ecuatorial, Marruecos, República Dominicana, Cuba, Perú, Bulgaria, Italia y Chile.
Los residentes lo han preparado todo con esmero. Parece la mesa de un príncipe. Han trabajado duro para ofrecer una gran cena a sus seis invitados y el resultado es realmente espectacular.
Nos sentimos privilegiadamente acogidos, por una familia de hombres que conocen perfectamente la dureza de vivir en la calle, porque todos ellos la han sufrido en su propia carne.
El primero en responder a la pregunta es Emeterio, un hombre guineano que empieza a encontrarle sentido a la vida a través de su trabajo en la parroquia, como sacristán: «La vida es dura, pero merece la pena. Para mí, este año 2013 ha sido el del descubrimiento, y sé que 2014 será aún mejor».
El resto le va siguiendo en un juicio coincidente: «Llegar aquí, a esta casa, ha sido lo mejor que nos ha sucedido. El tiempo que hemos pasado aquí ha hecho de 2013 un año que ha merecido la pena ser vivido», comenta Juan Ángel, uno de los últimos en llegar.
«¿Por qué?». Insistimos intentando profundizar en la razón que ha llevado la esperanza a una situación desesperada: «Aquí hemos encontrado una familia. Aquí estamos acompañados», va respondiendo cada uno de ellos como si se hubieran puesto previamente de acuerdo.
La compañía es la clave. Hasta llegar aquí se han sentido totalmente solos y vivir la vida se presentaba como un muro prácticamente infranqueable. Pero llegan a esta casa y encuentran una familia. Se topan de bruces con una compañía que los abraza y comienza a caminar junto a cada uno de ellos. Una compañía que tú no eliges, una compañía que aparece de improviso, cuando menos te la esperas. Una compañía que es signo evidente de que Alguien, muy por encima de nosotros, se preocupa por tu vida.
La cosa no queda aquí. Ellos también quieren saber y las mismas preguntas las comienzan a rebotar contra cada uno de la media docena de invitados. Ellos también quieren saber cuál es la razón que nos mueve, en una fecha tan señalada para todo el mundo, a dejarlo todo para pasar la velada con ellos.
Para que entiendan que sabemos de lo que hablan, uno de los sacerdotes les cuenta un trecho de su camino. Se refiere a un período de su juventud en el que se vio en la necesidad de aceptar la acogida que otros, gratuitamente, le prestaban. Esto le permitió dormir durante seis meses en un camastro, en el almacén de una librería, cuando la situación había desembocado en que se viera obligado a dormir en la calle. Pero la misericordia de Dios nos acaricia suavemente a través de las situaciones más insospechadas.
Es una charla intensa que nos lleva sin darnos cuenta hasta la medianoche, y la tradición española de las doce uvas se impone. Algunos, entre ellos el párroco, tienen que aprender sobre la marcha cómo hacer para cumplir con ella.
Comienzan a sonar las campanadas, iniciándose una frenética carrera para engullir las uvas sin quedarse atrás. Entre carcajadas comprobamos que muy pocos consiguen el propósito.
Nos felicitamos por el nuevo año y los invitados les vamos agradeciendo, uno por uno, la acogida tan extraordinaria que nos han dispensado. Los siete residentes insisten en ser ellos los agraciados por el encuentro.
No sabría decir quién tiene razón, pero lo que resulta evidente es que todos sus rostros están cambiados.
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