He participado por segunda vez en la peregrinación a Czestochowa. Por segunda vez he recibido la gracia de verle entre nosotros. En el mensaje que nos dirigió a los peregrinos, Carrón decía: «la peregrinación se realiza para pedir la fe»; y luego: «Ojalá volváis a casa desde Czestochowa habiendo experimentado la fe como una experiencia presente, como el reconocimiento de Su presencia presente, pues sería el mayor don para seguir viviendo».
Yo he recibido este don. Lo he visto actuar en más de una situación. Os relato la más fácil de contar: el tercer día de camino, después de la pausa para comer, volvimos a ponernos en marcha. Se notaba en el ambiente que el cielo no resistiría mucho y nos pusimos los chubasqueros. Comenzó a diluviar: la lluvia era fuerte y el viento también, que soplaba por la izquierda, por lo que nos dejó a todos empapados. Al llegar al campo donde teníamos que montar las tiendas, buscamos algún lugar cerrado donde poder pasar la noche. Y así fue: pudimos dormir todos bajo techo. Aunque eso significaba que no podíamos encender los hornillos para cocinar y teníamos que cenar latas. Y esa era mi mayor preocupación: los del Poli nos habíamos organizado para cenar juntos y no habíamos considerado la hipótesis de una cena de conservas. Entonces comenzó el milagro. Dejó de llover, los responsables de las cocinas no sabíamos qué hacer: queríamos coger sitio en la escuela, pero también queríamos averiguar si era posible encender el fuego y cocinar para cien personas cada uno. Nos organizamos por grupos, y cuando íbamos a buscar los materiales llegó otro responsable de cocina que nos dijo que no nos preocupáramos, ya estaba todo montado, se había organizado con un grupo del Poli y ya estaba listo todo lo necesario para preparar la cena, así que me puse manos a la obra.
Poco a poco empezaron a reunirse a nuestro alrededor los que habitualmente comen con nosotros y otra gente que se sumó al grupo. La jornada había sido dura, habíamos sufrido hambre y frío. Éramos diez los que estábamos cocinando y pronto se pudo servir la cena: casi 150 platos. Tardamos poquísimo, pues teníamos mucha ayuda: unos sacaban los platos de plástico, otros los llenaban, otros los repartían. Algunos empezaban a venir pidiendo repetir, yo no dejaba de dar comida.
«Soy la única que aún no ha comido»: nada más pensar esto empezó en mí el cambio. Luego repartimos té caliente y caramelos, que reanimaron a la gente. Sin que nadie lo pidiera, algunos se acercaron para ofrecer su ayuda. Entonces me paré un momento para mirar a mi alrededor: era evidente que Él estaba allí, con nosotros. Modelando nuestros corazones, modelando mi corazón. Me di cuenta de que en todo ese tiempo no había pensado ni un momento en lo cansada que estaba, sólo pensaba en que cada uno de los que estaban allí necesitaba comer. Y estoy segura de que lo mismo les sucedió a los que estaban conmigo preparando y repartiendo la comida. Todos estábamos allí, mirando al mismo punto, mirándole a Él, allí presente, que hacía que nos tratásemos con afecto unos a otros, aunque algunos no nos conociéramos de nada. Él nos ponía juntos.
Me conmovieron especialmente tres cosas:
El silencio. Durante el camino era el momento más difícil porque, mientras vas charlando con los amigos, cantando, rezando Laudes o el rosario, escuchando la lección de cada día, no piensas en el cansancio. Pero cuando nos pedían caminar en silencio, sentía todo el cansancio de mis piernas, toda mi fatiga. Pero también era el momento más bonito y útil de la jornada: el momento privilegiado para darse cuenta de todas las cosas que nos eran dadas, cosas que sucedían sin que las hubiéramos preparado o previsto. Era el momento en que percibía toda mi necesidad: «¿Qué otra cosa hay más necesaria que una presencia que nos acompañe a lo largo del camino de la vida?» (decía el mensaje de Carrón). Era el momento en el que pedir esa presencia a la que confiarse por completo.
La fraternidad. En el folleto de presentación de la peregrinación que nos dieron al llegar a Cracovia se enumeraban las características que definen al peregrino. Una de ellas nos hizo sonreír desde el primer momento: «Estemos atentos unos a otros, llamémonos “hermano”, “hermana”, ayudémonos». Esta fraternidad la viví personalmente en mi propia carne. En primer lugar con algunos del Poli: los responsables de la cocina, a diferencia de años anteriores, pudimos caminar todas las etapas porque contábamos con la ayuda de otros que cuando llegaban se preocupaban de montar todo lo que necesitábamos, de modo que pudiéramos ocuparnos directamente de la comida. En esto me sentí acompañada de hermanos y hermanas, que al responder libremente a nuestra petición de ayuda dijeron sí (nosotros habríamos caminado una etapa menos cada día si hubieran dicho que no).
La humildad. Las primeras noches en camino, al terminar de comer todos coreaban el nombre de los otros responsables de cocina, pero no el mío y eso me fastidiaba. Aunque me fastidiaba aún más darme cuenta de mi falta de humildad al sentirme así. Se lo conté a uno de los sacerdotes que nos acompañaba, y me dijo que eso era exactamente lo que nos decía la Escuela de comunidad de este año sobre la dependencia del resultado. No era malo sentir el deseo de reconocer el mérito del esfuerzo que hacía, pero no era esa la razón por la que lo hacía: lo hacía por Su gloria. Esta perspectiva cambió completamente mi actitud: empezó a crecer mi deseo de que todos comieran contentos y no que me aplaudieran por ello. La última noche me aplaudieron, y me conmoví.
He vuelto a casa con la imagen de la Virgen Negra de Czestochowa grabada en mis ojos, con las palabras que he escuchado grabadas en la cabeza, y con los rostros que me han acompañado grabados en el corazón. Dispuesta a volver a empezar el camino de mi vida cotidiana con la certeza de Su “presencia presente”.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón