El jueves pasado fui a hablar con la psiquiatra. Voy una vez al año desde que tuve un problema gástrico, para ver si hace falta ajustar el tratamiento que comencé por un estado de ansiedad que no me dejaba pasar página a aquella situación. Le conté todo el recorrido de este último año, desde la hemorragia cerebral que sufrió una chica que yo conocía y que me hizo caer en la cuenta de que había cosas en mi vida que no había tenido el coraje de afrontar, hasta el hecho de haberos encontrado: la peregrinación a Asís, mi atrevimiento para intervenir en una asamblea ante un montón de gente a pesar de mi timidez; mi viaje a Roma para ver al Papa.
La psiquiatra se quedó maravillada y sorprendida por todo lo que yo había sido capaz de hacer. En un año, un mundo que se estaba derrumbando a causa de hechos aparentemente incontrolables se había transformado en la posibilidad de cambiar de vida, de convertirme en una persona nueva. Conseguir aceptar mi propio carácter, mi peso, el no tenerlo todo bajo control. Ciertas cosas no suceden si no está en juego algo desmesuradamente más grande, más bello y más verdadero. Yo he podido hacer todo eso porque Dios, en un momento en que creía que todo estaba destruido (yo incluida), me llamó por mi nombre, vino para salvarme y yo estuve disponible para dejarme salvar.
No creo que la psiquiatra sea muy creyente, pero mientras me decía qué valiente, has hecho un trabajo óptimo, yo pensaba que no había sido yo, de mí no podía nacer toda esa fuerza y ese coraje, conozco bien mis capacidades y esa fuerza no era humana. He dicho sí, me he convertido en instrumento Suyo, cuando me he abandonado a Dios, Él estaba siempre allí, esperándome. Y lo cierto es que he vuelto a sentir el miedo de perderle, pero ahora puedo decir gracias, Dios mío. Siempre has estado. Al final, la doctora me dijo que podemos intentar ir poniendo punto final al tratamiento de manera gradual durante seis semanas para ver cómo va. Cuando sea posible, me someterán a la operación gástrica, pero ahora ya no me hace falta. Lo que debía cambiar era yo, y la operación no me podía cambiar, sólo Dios podía cambiar el curso de mi historia.
Quería contaros esta historia, hace una semana que espero que llegue este momento, porque también es mérito vuestro. Vosotros habéis sido el don más grande que Dios podía hacerme. Habéis cuidado mis heridas, me habéis ayudado a reconocer lo que no iba bien en mi vida, y cuando estaba a punto de perder el equilibrio o creía que mi fe iba a decaer, me habéis hecho ver que era más fuerte que antes porque Dios formaba parte de mí. Y no hay nada que pueda cambiar esta conciencia.
Carta firmada
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