Leyendo una columna de Waters, se despliega la conciencia de toda una vida dedicada a la enseñanza. Un soneto escrito por una chica de quince años y la concepción de qué es el lenguaje
¡Cuánto me ha gustado la columna de John Waters en el número de Huellas de abril sobre la Providencia de Dios! Los hechos suceden, en último término, dentro de un designio de esperanza. Nos recordaba don Giussani que Jesús había revelado que “la naturaleza de Dios es amor y esto quiere decir que la finalidad de todo lo que existe es absolutamente positiva” y hay que confiar. En el artículo que comentamos sobre la actual crisis europea, John Waters escribe: “sentí una gran indignación ante la idea de que las autoridades políticas y económicas habían demostrado estar dispuestas a desmantelar lo que hasta ahora había sido un punto firme, indiscutible: que los ahorros privados de los ciudadanos no deberían utilizarse para subsanar la insolvencia de los Bancos… Al final, todos sabemos que existe una Providencia que vela por nosotros”.
Yo quería decir que desde hace cincuenta años existe en un pueblo de Zamora un Centro de Estudios, que hoy es Instituto público, que ha estado muchas veces al borde de la ruina, pero ha seguido adelante hasta hoy, como la barca de los apóstoles por el lago tormentoso de Galilea. Y lo que lo ha sostenido ha sido el pensar en el bien de los chicos y, por encima de todo, el interés por que los chicos aprendieran y la claridad con que se trabajaba. Pongo un ejemplo que he encontrado de aquella época sobre cómo se enseñaba el Latín.
La lengua no es, como suele decirse, un sistema de signos, sino un conjunto extraordinariamente complejo de sistemas o restos de sistemas que se han ido sobreponiendo a lo largo de la historia de un pueblo.
La diferencia entre ambas expresiones es considerable, pues un sistema único de signos también podría ser elaborado por un técnico, por un experto en informática, siguiendo un tratamiento rigurosamente “científico”; pero los servicios de tales lenguajes son siempre muy limitados y demasiado rígidos para las necesidades espirituales humanas.
Por el contrario, un conjunto de sistemas y restos de sistemas, tan enormemente complejo como es la lengua, no puede ser resultado feliz de mero “raciocinar científico”, sino poso histórico del habla de innumerables comunidades humanas que se han ido sucediendo y corrigiendo en la búsqueda de un sistema capaz de satisfacer sus profundas necesidades expresivas.
Quizá la característica más destacada de las lenguas sea la gran riqueza de procedimientos y tensiones que se advierten en ellas, pugnando por imponerse, sin conseguir jamás eliminar los restos de los intentos anteriores, con el resultado de una variedad enormemente rica de recursos lingüísticos puestos a disposición del hombre, gracias a los cuales puede desenvolverse adecuadamente su libertad, porque le permiten elaborar mensajes siempre nuevos.
Resumiendo, tras la definición de la lengua como un sistema de signos se esconde una filosofía materialista; bajo la descripción de la misma como un conjunto complejo y, hasta cierto punto, desconcertante de sistemas y restos de sistemas, late una filosofía del espíritu, con la ventaja de que es mucho más realista y mucho más racional que la otra.
El resultado de este tipo de enseñanza podemos verlo en la poesía de una chica de 2º curso de BUP, de ese tiempo, que con quince años escribía “A un amigo triste, abandonado por su novia”:
Fundiré en mis brazos este hilo
que congela tu rostro y tus entrañas,
cuajaré mi voz de extrañas mañas
para arrancar tu cuerpo en suave vuelo.
Quitaré de tus ojos el gris velo
que un día dio su amor de telarañas;
que – muriendo al vivir – si no te ensañas,
te ahogarás al vacío de tu cielo.
Cruzarás así el río de esta suerte,
sin caer al abismo, en su caudal
que bebiste al vivir y te dio muerte.
Quiero, pues, borrar para nacerte
la herida negra que hunde tu moral,
y ya, sin pena ni dolor, tenerte.
PS. No creo que la educación en España se vaya a solucionar chillando por las calles de Madrid.
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