Llega para Roberta una sentencia inapelable: su hija recién nacida padece un síndrome cromosómico letal. Sin embargo, «nunca como en ese momento me he sentido abrazada por Cristo con toda mi humanidad»
El 16 de junio, con un mes de antelación, nació mi hija Carlota, a la cual a los pocos días le diagnosticaron la Trisomía 18: síndrome cromosómico letal.
Todo sucedió de forma inesperada, yo estaba convencida de que llevaba en mi seno a una bebé sana. Sin embargo, Carlota desde su concepción, para la medicina ya estaba condenada a morir, antes o después de que naciera.
Durante los días de espera, escribí a mis compañeros de trabajo una carta que generó una cadena de oraciones y pequeños milagros incluso entre gente que no me conoce.
«Querido presidente, querido director y queridos compañeros,
me gustaría poder nombrar a cada uno por su nombre, pero entonces no conseguiría terminar ni una frase, pues las lágrimas no me dejan. No me avergüenzo si os digo que lloro todo el tiempo, excepto cuando estoy delante de Carlota. Puede parecer extraño, no os lo creeréis, pero a pesar de verla tan inerme, sin poderla abrazar, me da fuerzas y no me apartaría nunca de su lado.
Os escribo para contaros lo que sucede. Estamos esperando los resultados del cariotipo que dirá si Carlota sufre o no la Trisomía 18, un síndrome cromosómico que afecta a un niño de cada 6.000.
Estoy segura al 90% de que será positivo. Porque cuando miras a la cara al médico que te dice cuáles son los síntomas físicos y somáticos, y los descubres todos en tu hija, parece evidente que lo padecerá al 100%, aunque podemos esperar un milagro.
Sin embargo creo que la enfermedad no nos deja escapatoria, pues también existen una serie de malformaciones orgánicas que no le garantizan la supervivencia.
Son pocos los que llegan a nacer así, y Carlota ha querido nacer sin hacer sufrir demasiado a su mamá, permitiéndome una rápida recuperación para poder estar a su lado al menos diez minutos al día.
Desde el primer instante se la confié a la Virgen, pidiéndole que la tuviera entre sus brazos, ya que yo no podía hacerlo.
Una cosa así te descoloca porque no hay motivos, te llega y punto. No queda más que abandonarse hasta el fondo, aunque de forma un poco confusa, al buen Dios que por algún motivo la ha querido.
Carlota y yo somos instrumentos de un designio misterioso y bueno de un Dios que no castiga. Ayer, después de hablar con el médico, fuimos a Loreto. Mirando a la Virgen, que sufrió como yo, le confié nuevamente a mi pequeña. Así es la vida. Un don, porque Carlota es un don del cielo y a Dios le corresponde decidir si la quiere a su lado y cuándo.
No os entristezcáis. ¡Os quiero alegres!
Un abrazo a cada uno de vosotros y a vuestros seres queridos».
Unos días después de escribir esta carta, llegaron los resultados que condenaban a muerte a mi hija. De pronto tuve claro, gracias a Dios y no a un esfuerzo mío, que todas las cuestiones técnicas y estadísticas que el médico enumeró en aquel instante ya habían sido vencidas por Cristo. Él vence a cualquier resultado o condena a muerte. No es que esto me quite dolor, sufrimiento ni miedo, pero nunca como en ese momento me he sentido abrazada por Cristo con toda mi humanidad.
No niego que en algunos momentos estoy hundida y pongo todo en duda, a veces tengo la pretensión de querer decidir yo lo que es mejor para mi hija, pero cuando estoy delante de ella, signo carnal de la Presencia de Cristo, no puedo más que confiarle a Él su vida, porque Él a través de Carlota se ha hecho presente en carne y hueso. Hoy Carlota es para muchos un pequeño santuario en el que Cristo se ha hecho tan familiar que es uno de nosotros con nosotros.
Y no dejaré nunca de pedirle el milagro de la curación para mi pequeña.
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