"Al ir iba llorando, llevando la semilla, al volver vuelve cantando, trayendo sus gavillas" Salmo 126 (125)
Han pasado veinticinco años. El 30 de septiembre de 1986 me encontraba en el aeropuerto de Milán triste, cansado, enfadado conmigo mismo y con el mundo. Recuerdo que un amigo me había regalado 600.000 liras (en aquella época existía la lira): viajaba con Lufthansa y me habían puesto una multa por sobrepeso de exactamente 600.000 liras. Todo lo que tenía... Me marche de Italia sin nada y con el corazón sangrando por mis límites y, sobre todo, por mis muchos pecados. Me sentía aplastado por todo esto. Mi salvación, en cambio, llegó a través de la oscuridad de ese día. Mientras viajaba y pensaba en el futuro veía un muro negro ante mí, pero -como dice el salmo 125- "al ir iba llorando, pero al volver vuelve con alegría". Desde ese día se convirtió en “mi salmo” (padre Aldo Trento, con el que compartí el principio de la misión en Paraguay, lo sabe bien), y de la misma manera o casi empezó la experiencia en Ecuador muchos años después, en 2008.
Quiero contar lo más importante que he aprendido en estos veinticinco años. Como dice Isaías: "el Señor tuvo piedad de mi nada". Me di cuenta de la nada que soy, como dice san Pablo: "no hago el bien que deseo. Hago el mal que no quiero", esto para mí es muy verdadero.
Cuántas veces he verificado en las relaciones humanas que he hecho el mal que no quería y me he dado cuenta de que soy un pobre pecador reincidente que no mejora con el tiempo, a medida que pasan los años aumentan también los defectos.
Esta es la triste realidad, pero ésta es también la verdadera salvación, porque mi orgullo -que es muy grande- se ha tenido que plegar frente a los hechos de la vida. He tenido que pedir ayuda a los amigos y sigo haciéndolo todos los días. Y esto me ayuda a reconocer que el Señor ha estado grande con nosotros. Por eso estamos alegres.
Dos grandes figuras, entre otras, me han ayudado especialmente: mis padres a los que nunca dejaré de dar gracias. El ejemplo de mi padre, que iba en bicicleta siempre, hiciera el tiempo que hiciera. Recuerdo un gesto de caridad que realizó hasta su muerte, todos los días ayudaba a los ancianos de un asilo. Por otra parte mi madre, que aceptó vivir sola los últimos años para darme la posibilidad de realizar mi vocación misionera. La otra figura es el padre Aldo, con el que viví diez años. De él aprendí muchas cosas que han determinado positivamente mi existencia: una de ellas, la regla de confesarme cada semana, que me ayuda en mi vida sacerdotal.
En estos últimos años he afrontado la misión en Ecuador con el deseo de vivir lo que aprendí. De este modo uno se encuentra con amigos verdaderos que aman a Cristo. El amor a Cristo determina en la vida el perdón de los pecados y la búsqueda cotidiana de personas para compartir los deseos del corazón. Gracias, Señor, porque "nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti" (san Agustín).
Padre Alberto Bertaccini, Ecuador
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