Jesús se ha llevado consigo, al cielo, a mi pequeña Liz, de cinco años. Estaba con nosotros desde que tenía tres meses, cuando ingresó en la clínica por un tumor en la cabeza. Al morir nos ha dejado a todos con el corazón roto y lleno de preguntas. “Padre –me decía la secretaria de la clínica-, esta mañana tenía miedo a no ser capaz de afrontar tanto dolor”. Y tenía razón. Si Cristo no estuviera aquí, ahora, sin aquel niño que la Navidad nos hace mirar como un Hecho vivo, contemporáneo, ¿para qué valdría la pena vivir?
Personalmente, no podría vivir ni un minuto más rodeado como estoy de tanto dolor, de miles de “porqués”, empezando por el de la madre de Liz, una mujer que me recuerda a la madre de la pequeña Cecilia, que murió de cólera, y que me trae a la memoria a Manzoni. Ha pasado mucho tiempo desde que leí aquel capítulo de Los novios, cuando tenía 15 años, y ya entonces me conmovió profundamente, como un signo profético de lo que estaba llamado a vivir todos los días. Desde entonces supe que no podía estar un segundo sin gritar: “Oh Tú, Cristo mío”.
Ayer, cuando murió Liz, pensé inmediatamente en las últimas Escuelas de Comunidad sobre el sacrificio, sobre el valor que tiene y en qué consiste. Sólo así caigo en la cuenta de lo inhumano e insoportable que es vivir un solo segundo sin que el Señor lo sea todo para nosotros, sin que en nosotros vibre aquello que decía San Pablo: “para mí, el vivir es Cristo y el morir es ganancia”. Ayer, junto a la camita de Liz, agonizante, con los ojos semicerrados, con dificultad para respirar, con su madre al lado bañada en lágrimas y casi paralizada por el dolor, no podía, al besar a Liz, no sentir la presencia del Misterio, que estaba allí para llevarse a la pequeña al Paraíso. Ella ha muerto como Jesús por mí, por mis pecados y los de todos nosotros. Mi sacrificio es atravesar el escándalo para afirmar el amor de Jesús, que por mí, por ti, ha bajado del cielo y se ha hecho niño, y después ha muerto y resucitado, por mí, y por ti. Es conmovedor darse cuenta de que Jesús, antes que la pequeña Liz, hizo el mismo recorrido humano.
La vestimos como un ángel, con una corona sobre su pequeña cabeza, como una pequeña reina. Porque ella es una reina, como todos los que hemos sido bautizados. Y después la pusimos en un ataúd blanco donde espera la resurrección final. Hoy, día de la sepultura de Liz, hemos hecho un Belén viviente. El Niño Jesús era un bebé de sólo tres meses; los demás niños enfermos, vestidos de ovejitas; los mayores, de pastores y reyes magos. Cada uno ha hecho su papel. Ha sido como una explosión de vida y alegría en medio de un mar de olor. Verdaderamente, aquí reina la vida, porque ese “Oh Tú, Cristo mío” es la única razón de todo lo que existe y de todo lo que vivimos.
Amigos, que nuestros ojos, en estos días y siempre, en cualquier situación, también en la más oscura, permanezcan fijos en Jesús, de modo que podadmos vivir conmovidos cada instante de nuestra vida.
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