Una madre escribe una carta a su hija en el día de su Bautismo. A propósito de la Escuela de Comunidad, el testimonio de un sacrificio que se verifica “cuando se es padre o madre, pues el padre o la madre querían, al mirar al hijo pequeño de dos palmos, que hiciese su camino sin esfuerzo”
En este día tan especial querría poder expresarte con palabras todo lo que ha supuesto para mí tu llegada. Todos los que, de alguna manera, son padres podrán entender que ésta no es una tarea fácil: tantos son los sentimientos; y habrán experimentado la alegría inmensa e indescriptible del regalo de un hijo.
Cuando supimos la noticia inesperada del embarazo, una profunda pero aún lejana alegría me inundó. Con el paso de los días se fue haciendo cada vez más familiar y verdadera. A la vez, sentía una inquietud temerosa por todo lo que podía suponer ser madre…
Desde el principio intuí clarísimamente que eras un don de Dios; sobre todo por el momento por el que pasábamos tu padre y yo, en que llegabas. Por esto, la alegría fue aún mayor: consciente de que era Otro quien nos miraba, nos elegía y nos encomendaba a los dos juntos una tarea tan maravillosa.
A veces ha sido imposible no temblar de miedo, de angustia ante las pruebas médicas, la dureza de la vida a la que pronto ibas a llegar… sólo la conciencia de que venías del Señor y que era Él quien te había querido primero y que por ello te cuidaría para nosotros me hacía sentir libre de esa inseguridad y me trasladaba una única responsabilidad: la de decirLe sí a lo que quisiera para nosotros.
Desde el primer momento no sólo las células se fueron multiplicando dentro de mí, sino también y sobre todo los deseos de mi corazón, que empezó a desear como nunca antes lo había hecho. Deseaba incansablemente tu bien, tu felicidad, tu salud… y para ello no dejé de pedir que fueras buena, lista, bonita… Lo he querido todo para ti… Tras la conversación con una amiga me di cuenta de que lo mejor que podía pedirLe al Señor para mi hija es que fuera santa, y aunque suene extraño o iluso, es en realidad la vocación a la que todos somos llamados, es decir, pedir que Anna Maria pueda ver el mundo con los ojos de Dios, que puedas responderLe y reconocerLe en cada circunstancia que Él te ponga en el camino, que seas testigo para todos y se cumpla así tu vida.
Me consta que esta petición llegó incluso a manos de Santiago de Compostela, y tengo también la certeza de que no ha dejado de pedírselo, directamente a Dios, tu abuelito, mi padre: nuestro ángel en el cielo. Cada día, desde que murió, he sentido cómo me acompaña (aunque siempre le digo que esté con mamá y cuide de ella). Pero desde que me quedé embarazada han sido tan obvios su presencia, su abrazo, su protección… He pasado por los momentos más felices y plenos de mi vida contigo dentro de mí y no puedo sino agradecérselo.
Hoy es un día muy importante en tu vida: el Señor te atrae para sí, te hace de los suyos, te pone en el corazón un sello indeleble… como dice don Giussani. Ahora puedo entender bien estas palabras, porque, al igual que no dejarías nunca de ser mi hija, hicieras lo que hicieras, tampoco podrás dejar de ser de Dios a pesar de tus olvidos, tus equivocaciones, incapacidades… ¡tan fuerte es el vinculo que establece contigo!
Desde tu nacimiento estoy descubriendo qué quiere decir el sacrificio, el peso de la responsabilidad, que, a veces, abruma y paraliza, incluso el dolor; pero también estoy experimentando lo que es la gratuidad: entregarse por entero sin esperar nada a cambio, sabiendo que tu inconsciencia no te permite apreciar el mimo y la ternura en cada gesto y sin embargo no dejar de cuidarlos con esmero. “No hay amor verdadero sin sacrificio”.
Mirándote, acción en la que invierto muchas horas al día, no puedo no reconocer el milagro que es la vida, el Misterio, que eres un don de Dios.
Te quiere mucho, Mamá.
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