Apuntes de la intervención de Julián Carrón en la Diaconía regional de CL. Milán, 25 febrero 2014.
Os invito a preguntaros si la Escuela de comunidad sobre el capítulo octavo de Los orígenes de la pretensión cristiana (Encuentro, Madrid 2012) nos permite afrontar y juzgar los desafíos que se presentan ante nosotros. ¿Es posible vivir las circunstancias con toda la medida humana del drama de la vida a la luz de la Escuela de comunidad?
Frente a la realidad en la que nos toca vivir, la primera cuestión que cada uno debe plantearse es qué tipo de provocación genera en nosotros, porque la realidad nos provoca de todos modos, y nosotros podemos aceptar la provocación en todo su alcance o podemos reducirla. Cada uno de nosotros reacciona a la misma provocación de formas distintas, y trata de responder en consecuencia. En cada gesto personal o comunitario se sitúa ante la cuestión preguntándose qué es útil y qué no para responder. De hecho, no basta con afirmar que la realidad me provoca para que esto, de por sí, me permita alcanzar algo objetivo que abra el “yo” del otro y despierte una relación. Aquí cada uno tiene que verificar, independientemente de la opinión que pueda tener, si la respuesta que da a la provocación de la realidad constituye de verdad una respuesta, si responde al problema que le provoca y desafía.
A este respecto, la Escuela de comunidad ofrece un ejemplo clarísimo de esta dinámica, porque también Jesús se veía provocado por la realidad: «Son como ovejas sin pastor» (Mt 9,36), decía del pueblo, porque desconocían el sentido de sí mismos, desconocían el sentido de la persona. Y Su respuesta es un intento de responder a esta provocación. Aquí se pone de manifiesto el valor del capítulo octavo, porque todo el capítulo es una respuesta de don Giussani a la pregunta: «¿Quién es Jesús?».
Os reto a cada uno a verificar si en todas nuestras respuestas a las provocaciones tenemos presentes todos los factores que se enumeran en este capítulo. Si nos lo tomásemos en serio de verdad, empezaríamos a ver si nuestra respuesta tiene presente todos los factores en juego, podríamos descubrir si es capaz de despertar a la persona en la realidad.
Es evidente que en nuestra historia – sin necesidad de repetirla ahora – hemos tratado de responder a las provocaciones de muchas formas. Y don Giussani nos ha acompañado siempre y nos ha corregido en nuestras respuestas a las provocaciones: tratamos de responder al 68 con el encuentro que hicimos en el Palalido en 1973 (por decirlo sintéticamente), y don Giussani, ante esta respuesta, dijo: se trata de una posición totalmente reactiva, no es capaz de responder adecuadamente al desafío. Nosotros compartíamos con nuestros oponentes su deseo de liberación, pero esto no era suficiente para que la respuesta fuera adecuada. Por eso retomamos en la Jornada de apertura de curso el juicio que hacía don Giussani en 1976 («¿Cómo nace una presencia?», Huellas, octubre 2013).
Pero cuando en 1982 se publicó el primer Manifiesto de Pascua, que llevaba por título “Cristo, compañía de Dios al hombre”, todos se quedaron estupefactos – y parecía que desde el 76 estaba todo claro –. Mirad lo que dice don Giussani:
«Hemos avanzado durante diez años trabajando sobre los valores cristianos y olvidándonos de Cristo, sin conocer a Cristo» (Uomini senza patria. 1982-1983, BUR, Milán 2008, pp. 88-89). Todos habríamos podido pensar que estábamos siguiendo a Cristo, pero don Giussani nos dice: ¡atención! Es algo distinto. Este fin de semana se ha trasmitido en Rete4 un video con motivo del aniversario de su muerte. A la pregunta de la periodista: «¿Qué puede dar a los jóvenes? ¿Valores?», él responde: «No sólo valores, sino ante todo y sobre todo la exigencia de un significado último, porque los valores, si no se perciben como el eco de un significado último, producen indiferencia, y sirven únicamente a un proyecto en todo caso parcial, político». No es que uno piense que está haciendo “política”, pero si la respuesta es parcial, acaba siendo político en todo lo que hace.
Por eso, poner delante de todos el Manifiesto de Pascua sobre Cristo supuso para don Giussani recuperar el origen, volver al origen del movimiento. Don Giussani se había dado cuenta de que en nuestra acción había algo que ya no correspondía al origen. Incluso siguiendo la vida del movimiento, respondiendo a las provocaciones de la vida – ¡no quedándose en casa delante de la chimenea! –, se estaba verificando una pérdida del origen. «El Manifiesto es como recuperar el origen, es como una vuelta al origen del movimiento»; de hecho, se había «dado por descontado el motivo por el que había surgido el movimiento» (ibídem, p. 27). «El Manifiesto ha vuelto a proponer el origen (…), ha vuelto a proponer el movimiento en su momento original» (ibídem, p. 61). Podemos ver de este modo que no es adecuada cualquier respuesta a las provocaciones, y esto nos lo enseña nuestra historia constantemente.
Y de nuevo, después del referéndum sobre el divorcio y sobre el aborto, ¿qué hizo don Giussani? ¿Siguió con esta batalla o puso su atención en la batalla contra la reducción del deseo que llevaba a cabo el poder, precisamente porque sin deseo no hay persona? Por eso insistió en que el poder, a través de la exaltación de la mentira como instrumento, reduce el deseo, tiende a reducir el deseo. La reducción del deseo o la censura de algunas exigencias son las armas del poder. Y esto – decía – se ha convertido en mentalidad dominante: nosotros podemos defender los valores, pero hemos reducido los deseos.
Por eso, ante estas cosas en las que percibía que disminuía el “yo” porque no se dejaba provocar en toda la profundidad de su persona, don Giussani hablaba del «efecto Chernóbil» para decirnos a cada uno: «Es como si ya no hubiese ninguna evidencia real salvo la moda, porque la moda es un proyecto del poder» (L’io rinasce in un incontro. 1986-1987, BUR, Milán 2010, p. 182).
Don Giussani identifica también dos consecuencias: 1) a la vida cristiana le cuesta llegar a ser «convicción»; 2) «por contraste, uno se refugia en la compañía como en una protección» (ibídem, p. 181).
Y precisamente porque responde a la provocación, adquiere todo su alcance la afirmación que hizo en 1987 de que «la persona se encuentra a sí misma en un encuentro vivo» (ibídem, p. 182). No se trata de una frase espiritual, no es una escapatoria para no responder a las provocaciones. La cuestión es cómo estamos en la realidad, de modo que esto permita el despertar de nuestro “yo”, sin el cual el poder nos puede dejar avanzar en nuestra lucha por los valores mientras que nos vacía desde dentro. Y por ello no existe una descripción más realista de lo que es el hombre que la que encontramos en el capítulo octavo de Los orígenes de la pretensión cristiana. En esto se demuestra quién es Cristo, y se ve que cualquier otra tentativa puede parecer la respuesta a un aspecto del problema, pero no es una respuesta cristiana; y por tanto no es capaz de responder al drama del hombre.
Cada uno puede decidir luego qué hacer, pero el capítulo es un canto a esto, a esta comprensión sin la cual no haremos nada – por mucho que nos empeñemos – que pueda responder de verdad al drama de nuestra situación. Por eso dice la Escuela de comunidad: «Sólo lo divino puede “salvar” al hombre, es decir [todas] las dimensiones verdaderas y esenciales de la figura humana y de su destino» (p. 103). Sólo una Presencia puede ordenar la instintividad a su fin, puede responder al desorden humano; «“¿Quién me librará de esta situación mortal?”. Este grito [dice Giussani] es la única causa de que un hombre pueda considerar seriamente la propuesta de Cristo» (p. 119). ¡Por eso el capítulo octavo no es una lección de espiritualidad o de moral! Es la documentación de quién es Cristo, porque «la religiosidad cristiana se plantea como única condición de lo humano (…) sin la cual es mentira cualquier pretensión de solución» (pp. 107, 121) de los problemas humanos.
Se entiende perfectamente que no es suficiente ahora con repetir esta frase o con cambiarla por otra y movilizarnos. No, esta es la verificación que tiene que hacer cada uno de nosotros allí donde está: si esto nos sirve para vivir y si les sirve a los demás, si sirve ante todos los dramas con los que la vida nos provoca todos los días a través de las personas que están a nuestro lado, si es capaz de responder a la provocación de la vida. Si no somos conscientes de esto, nuestra movilización no será suficiente – ¡en el fondo, las leyes las harán de todos modos los que estén en el poder! –. Pero si no se vuelve a despertar la persona, si la persona no es despertada de nuevo, es dificilísimo que no prevalezcan otras preocupaciones. Esto no quiere decir, entonces, que haya que dejar de emprender iniciativas, sino que, si no se produce este despertar del “yo”, seremos constantemente derrotados.
De nuevo se podría decir aquí: «Pero, ante ciertas provocaciones, habrá que hacer algo, ¿no?». Lo primero que hay que hacer es juzgar las dimensiones del problema – porque si tratamos un tumor con paracetamol, puede ser una respuesta a la provocación, pero ¿es adecuada? –. Porque la dimensión del problema que describe el capítulo octavo es de tal calibre que no es suficiente con un “paracetamol” cualquiera. Sólo si tomamos en consideración la dimensión del problema comprenderemos qué acción resulta proporcionada. Podemos entender así por qué don Giussani insistía tanto en la personalización de la fe: ¡no es que no fuese realista o que no aceptase la provocación de la realidad!
Si no aprendemos de esto, repetiremos intentos que ya se han demostrado equivocados, porque la pretensión ilustrada de defender los valores sin Cristo no es cristianismo, es sólo Kant. Porque la Ilustración no quería eliminar los valores cristianos, sólo creyó que podría vivirlos y conservarlos sin Cristo.
Precisamente en este nivel se sitúa la corrección de la Escuela de comunidad: sin lo divino, lo humano y sus valores no se salvan. Sólo lo divino es capaz de conservar todas las dimensiones de lo humano, como estamos viendo. Salvar los valores sin Cristo: entiendo que Kant lo pensara, pero me asombro de que lo podamos pensar nosotros después de haber visto el resultado de la historia nacida de la Ilustración, un resultado preocupante. Lo que vemos ahora no es sino la documentación del fracaso del intento de afirmar los valores sin Cristo. Permitidme que diga que me asombra que pensemos que podemos proponer lo que históricamente se ha demostrado como un fracaso. Porque en el fondo, supone que prevalece en nosotros la mentalidad dominante e ilustrada de todos.
¡Pero esto no es el movimiento!
O recuperamos el origen, según todas las dimensiones que la Escuela de comunidad nos plantea, o seremos absolutamente «nadie» en el mundo, porque significaría que el poder ha conseguido reducir las exigencias del “yo”, y al final nos veríamos instrumentalizados con otros fines. No olvidemos que hemos partido de leyes perfectas, ¡pero esto no ha sido suficiente para evitar que en pocas décadas una avalancha hiciese tabla rasa de todo! Y este es un dato histórico, podemos enfadarnos o no, pero no lo cambiamos con nuestro enfado. Y si repitiésemos lo que ya se ha visto que ha fracasado, ¡pobres de nosotros!
Entonces, el valor del capítulo octavo es crucial justamente por esto, porque nos ofrece una mirada completa y realista de la situación real del hombre y nos indica desde dónde podemos partir otra vez. Es significativa la afirmación del papa Francisco a La Civiltà Cattolica: «No podemos seguir insistiendo sólo en cuestiones referentes al aborto, al matrimonio homosexual o al uso de anticonceptivos. Es imposible. Yo no he hablado mucho de estas cuestiones y he recibido reproches por ello. Pero si se habla de estas cosas hay que hacerlo en un contexto. Por lo demás, ya conocemos la opinión de la Iglesia y yo soy hijo de la Iglesia, pero no es necesario estar hablando de estas cosas sin cesar. Las enseñanzas de la Iglesia, sean dogmáticas o morales, no son todas equivalentes. Una pastoral misionera no se obsesiona por transmitir de modo desestructurado un conjunto de doctrinas para imponerlas insistentemente. El anuncio misionero se concentra en lo esencial, en lo necesario que, por otra parte, es lo que más apasiona o atrae, es lo que hace arder el corazón, como a los discípulos de Emaús. Tenemos, por tanto, que encontrar un nuevo equilibrio, porque de otra manera el edificio moral de la Iglesia corre el peligro de caer como un castillo de naipes, de perder la frescura y el perfume del Evangelio. La propuesta evangélica debe ser más sencilla, más profunda e irradiante. Sólo de esta propuesta surgen luego las consecuencias morales» («Entrevista al papa Francisco», a cargo de A. Spadaro, La Civiltà Cattolica, III/2013, p. 463-464). Y a la luz de esta preocupación, subraya en la Evangelii Gaudium: «El problema mayor se produce cuando el mensaje que anunciamos aparece entonces identificado con esos aspectos secundarios que, sin dejar de ser importantes, por sí solos no manifiestan el corazón del mensaje de Jesucristo. Entonces conviene ser realistas y no dar por supuesto que nuestros interlocutores conocen el trasfondo completo de lo que decimos o que pueden conectar nuestro discurso con el núcleo esencial del Evangelio que le otorga sentido, hermosura y atractivo» (34). ¿Pensáis que don Giussani no habría podido firmar todo esto?
Cuando en 2004 Giussani escribió a Juan Pablo II diciéndole que quería sencillamente volver a proponer los «aspectos elementales del cristianismo, es decir la pasión por el hecho cristiano (…) en sus elementos originales y nada más» (Huellas, octubre 2004), estaba diciendo lo mismo. Bastaría con tener presente uno de los primeros libros del movimiento, Huellas de experiencia cristiana. No encontraremos nada más elemental.
Sigo leyendo un pasaje de la Evangelii Gaudium: «El anuncio se concentra en lo esencial, que es lo más bello, lo más grande, lo más atractivo y al mismo tiempo lo más necesario. La propuesta se simplifica, sin perder por ello profundidad y verdad, y así se vuelve más contundente y radiante» (35). El verdadero desafío es ver si sucede esto, porque hemos sido elegidos para poder testimoniarlo, para mostrar esta propuesta radiante que permite a la persona despertar. «Todas las verdades reveladas proceden de la misma fuente divina y son creídas con la misma fe, pero algunas de ellas son más importantes por expresar más directamente el corazón del Evangelio» (36).
Cuando, en la Misa por don Giussani, el cardenal Scola se preguntó cómo podíamos responder a los desafíos de la vida, nos dijo: «Testimonio y narración». Habló del testimonio de una vida, y vemos entre nosotros muchos ejemplos de cómo se comunica esta vida. Por eso os he contado muchas veces el relato, para mí tremendamente clarificador, de las mujeres de Rose, en el que vemos que incluso un valor tan decisivo como es la vida puede verse oscurecido, y que sólo en el encuentro cristiano vuelve a despertar con toda su belleza. Al principio, Rose pensaba responder a la provocación que había supuesto para ella el impacto con la enfermedad (SIDA) de algunas mujeres de Kampala ayudándolas a conseguir medicinas, pero enseguida se dio cuenta de que esto no era suficiente porque, después de haberlas tomado algunas veces, abandonaban el tratamiento y se dejaban morir. Por eso, consciente de que sólo lo divino puede salvar todas las dimensiones de lo humano, empezó a anunciarles a Cristo, y esto despertó en aquellas mujeres la conciencia del valor de su vida, porque era abrazada y amada por el Misterio. Como consecuencia de ello, volvieron a tomar las medicinas. Es la misma dinámica que hemos visto suceder en muchos de nosotros, como Natacha o los presos de Padua, que testimonian de qué modo podemos defender hoy sin ambigüedad la vida y su dignidad infinita.
Me parece crucial reflexionar sobre estas cosas si no queremos perder el norte.
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