Lo que vivimos en la playa de Copacabana, en Río de Janeiro, la noche del 27 al 28 del pasado mes de julio, fue la conmoción de más de tres millones de personas. Conmovidas por la belleza de lo que estaba sucediendo, por las palabras del papa Francisco, pero sobre todo por el testimonio que ese hombre nos había dado durante toda la semana que pasó en Brasil. Una vez más el sucesor de Pedro tocaba el corazón de las personas que le estaban esperando.
Su manera de hacer, su sencillez a la hora de moverse, su interés por detenerse para saludar a la gente, besar a los niños, acariciar afectuosamente a las personas con discapacidad, mirando a los ojos a la gente, siempre con la sonrisa en el rostro, hizo que todos quedaran impactados y encantados con el Papa Francisco.
A cada palabra, pronunciada de un modo sencillo y fácilmente comprensible para todos, se descubría a un hombre de extrema humildad y al mismo tiempo de profunda fe y amor a Cristo. Era imposible contener la emoción que invadía a todos, y los ojos llenos de lágrimas de tantas personas mostraban la esperanza y la certeza de estar delante de un hombre al que seguir, delante de un padre. Indicaba a todos el camino con claridad, invitando a los jóvenes a ir al mundo entero para evangelizar, a dejar la comodidad y la seguridad para abrirse al mundo, a responder a Cristo en la forma y en los lugares donde Él llama. La provocación a todos a ser “revolucionarios”, renunciando al consumismo y a la cultura mundana de lo “superfluo”, la llamada a ponerse al servicio y la constante petición para que todos recen por el Papa, nos dieron a conocer a un hombre para quien todo depende del Señor y para quien la vida está hecha para ser donada, y sólo al entregarse a Él encontramos la felicidad. «No tengáis miedo a ser felices», dijo el Santo Padre.
La invitación a sacerdotes y obispos a no preocuparse por su carrera y a buscar formas de vida sencillas, así como el llamamiento a no transformar la Iglesia en una ONG, privilegiando la organización y descuidando la evangelización, o el reclamo a construir la cultura del “encuentro”, muestran que la Iglesia reconoce sin miedo las dificultades y desea afrontarlas. Al terminar la mañana del domingo, era evidente la alegría y esperanza en los rostros de todos los que se encontraban en la playa de Copacabana.
Para todos los que participaron en esos gestos, como para los que siguieron al Pontífice en los medios de comunicación, la invitación del Papa Francisco resultó ser una palabra clara gracias a su testimonio: «Id y haced discípulos a todas las naciones».
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