Es la primera vez, después de muchos años, que oigo cantar, que escucho de nuevo cantar esos hermosos «comentarios bíblicos» compuestos por el padre Cocagnac. Estos cantos pueden servirnos de puntos de meditación cada vez que nuestro ánimo está, de alguna manera, abrumado. Este canto es precioso (1): la Biblia, la palabra de Dios, la actitud de Dios hacia el hombre se expresa en él y no en tus miedos o en tu presunción, no en juzgar el resultado de lo que Dios hace en ti al dejarte en la debilidad, por la que sigues equivocándote y te sientes humillado.
En cualquier caso, percibo un extravío en la forma de estar ante la realidad, ante el propio destino y, por tanto, delante de Dios, un malestar en el ánimo de la mayor parte de la gente con la que me encuentro, en la mayor parte de vosotros cuando entablo una relación y tomo conciencia de ello. Y lo que me da una claridad mayor al miraros y teneros presentes es que nosotros también lo hemos superado por amor de Dios, por gracia de Dios, en nuestra vida. Por eso, no os hablamos para defender nuestras ideas o haceros esclavos de ellas, sino como “hombres”, hombres como vosotros, según toda la riqueza que Dios ha otorgado al hombre.
Hablar en estos términos, significa hablar «idealmente» de la vida. Esto quiere decir identificar la finalidad de la vida y el camino para alcanzarla. Y esta finalidad no la pensamos ni imaginamos de ninguna forma nosotros, sino que se nos da: la salvación de nuestra distracción, de la contradicción, de nuestra falta de generosidad, se nos da. También esta. Se nos da la vida y se nos da el perdón del mal cometido, y se nos da el ser elegidos de nuevo, el renacer: todo se nos da, porque Dios es todo en todos (2) y no hay posibilidad de hacer excepción alguna a esta fórmula que utilizó san Pablo (volved a leer los Ejercicios de la Fraternidad del año pasado (3), porque creo que son la expresión más avanzada de nuestro modo de concebir la vida, de nuestra manera de percibir).
«No existe ningún ideal –escribía Malraux– por el que podamos sacrificarnos, porque conocemos la mentira de todos nosotros [todos los hombres son mentirosos: esto lo dice claramente también la Biblia y, especialmente, los salmos (4)], nosotros que no sabemos qué es la verdad». (5)
El alma de un hombre cualquiera de hoy se refleja en esto. Porque apenas un hombre está acostumbrado a pensar sobre sí mismo, a percibirse a sí mismo e inclinado intelectualmente a darse explicación de todo –de muchas cosas o de algunas en las que percibe el gusto, la utilidad, la necesidad, o de las cosas en las que está obligado a pensar–, comprende que el valor de todo lo que decimos tiene que ver con esta frase. Y tampoco nosotros aún nos hemos sacrificado del todo a un ideal; aunque sí nos hemos sacrificado porque la conciencia de la vocación, en el sentido cristiano de la palabra, implica un sacrificio; se entienda como se entienda, seamos o no verdaderamente conscientes de ello, o intentemos afirmar lo que nos parece en el ámbito donde estamos (al seguir una compañía puede darnos la impresión de que nos hemos sacrificado por un ideal).
Pero sacrificarse por un ideal quiere decir sacrificar la vida por ese ideal, por tanto, sacrificar lo que proviene del instinto y lo que se debe hacer, sacrificarlo cada día, cada hora. Por eso la Biblia, al hablar de Dios, se detiene con frecuencia –especialmente el Deuteronomio y los libros más antiguos– sobre la necesidad de que el hombre piense en Dios cuando está en casa, cuando sale de casa... (como dice el capítulo sexto del Deuteronomio; (6) y también san Pablo que vuelve sobre todos estos detalles (7)).
«No existe un ideal por el que nos podamos sacrificar [la única relación que podemos tener con el ideal es mediante un sacrificio, porque el ideal es el sentido de lo que hacemos y el sentido de lo que hacemos no lo podemos tener sin sacrificar la forma de actuar (pensad lo que significa esto para mí, que ya estoy viejo: cómo me hace ver una vida que se arrastra, que todos los días se retoma por la mañana, pero se arrastra, como cuando se va a un sitio peligroso, donde se tiene miedo o no se quiere ser visto y se está ahí, evitando el peligro)], porque conocemos la mentira de todos [de todos: también la mía, y la tuya, porque si no se tiene esta conciencia es falso también lo que dices a los demás, juegas con los demás, engañas a los demás]». Me acuerdo de que la primera vez que leí esta frase me hizo pensar mucho: «porque conocemos la mentira de todos, nosotros que no sabemos qué es la verdad».
Sin embargo, ¡nosotros sabemos lo que es la verdad! «Yo soy la verdad y la vida» (8) dijo un hombre, el único que ha dicho esto en la historia. Nosotros conocemos la verdad, pero también llevamos encima el peso de nuestra mezquindad y ambigüedad: es como si en nuestra vida faltara ese ímpetu –suscitado tres veces al día, por la mañana, al mediodía y por la tarde, cuando rezamos (el Ángelus, por ejemplo)– que al mediodía emerge del mar de niebla donde se encontraba por la mañana, y por la noche aflora de la niebla de la tarde.
Ayer por la noche esta frase me hizo pensar también en el salmo octavo... Cuando nosotros, al leer el breviario, sintamos en un determinado momento que el corazón y la mente se abren y entienden lo que decimos, ese día no será nefasto, ni un día triste en nuestra vida, no será un día fácil de olvidar, ya que los salmos hablan del hombre, del hombre «hombre», con todos sus sentimientos, sus contradicciones, sus circunstancias tan complejas (cuanto se os dice o se os pide hacer, ha traspasado antes nuestra humanidad, cambiando nuestra humanidad en la verdad y en el afecto, en la inteligencia y en el corazón).
Leamos de nuevo el salmo octavo:
«Señor, Dios nuestro,
qué admirable es tu nombre en toda la tierra:
Tú ensalzaste tu majestad sobre los cielos, [tu majestad se ensalza más allá de lo visible].
De la boca de los niños de pecho
has sacado una alabanza contra tus enemigos [parece algo vano, porque los niños y los lactantes no sienten la lucha que hay entre la palabra de Dios, la revelación de Dios, la presencia de Dios y lo que aparece ante ellos (no saben que estas apariencias son los adversarios). Pero el hombre adulto entiende a Dios y su poder en la lucha contra los adversarios, si conserva «la boca de los niños de pecho», un corazón de niño, porque lo percibe en sí mismo (qué es el conocimiento constituye el problema fundamental de la gnoseología y de la filosofía, de una filosofía humana, ya que el problema del conocimiento es la relación entre uno mismo y la realidad: según se conciba el conocimiento, se concibe la relación entre uno mismo y la realidad). Se podría decir: «Con la defensa de la sencillez en nuestra madurez afirmas tu poder contra tus adversarios»],
para reprimir al adversario y al rebelde.
Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos,
la luna y las estrellas que has creado,
¿qué es el hombre, [¿qué es realmente el hombre?] para que te acuerdes de él,
el ser humano para darle poder? Esto lo digo siempre que me dispongo a realizar una acción en la que tengo que ser ayudado, ¡cuando uno es viejo es así! Para el niño esto no es un sufrimiento, un sacrificio por el ideal, es decir, por el sentido de lo que hace. «No existe un ideal por el que podamos sacrificarnos»: no podemos descubrir el sentido de la vida porque todo lo que nos dice la mentalidad moderna como tal es una mentira.
[Este hombre] Lo hiciste poco inferior a los ángeles [poco inferior a Ti: «a los ángeles» es una fórmula bíblica para expresar la «manifestación de Dios». El ángel es la manifestación de Dios], lo coronaste de gloria y dignidad [de gloria y dignidad: no solo a los reyes y a los presidentes de las repúblicas; no a los jefes de Estado mayor o a los profesores universitarios. Has coronado de gloria y dignidad a cada yo: de gloria en la realidad que cambia, en la realidad que va tomando forma, en la evolución, y dignidad (le haces percibir su dignidad y los demás deben mirarle según esta dignidad, por muy pequeño y maltrecho que sea un hombre). ¿Y por qué? ¿Por qué lo hiciste así? ¿Por qué lo has coronado de gloria y dignidad?].
[Por qué] le diste el mando sobre las obras de tus manos [poder sobre la realidad, sobre el cosmos; esta es la intuición y el resumen de todo lo que se puede decir sobre la historia: «le diste poder sobre las obras de tus manos», sobre la creación],
todo lo sometiste bajo sus pies.
¿Entendéis de donde vino la degradación del hombre? ¡De aquí! El hombre al verse con este poder degrada todo, tiende a degradar todo: «Yo soy la medida de todo» dirán de la razón, confundiendo la razón con una pretensión suya, con una pretensión: «La ciencia va contra la Iglesia» (en cambio, la ciencia va contra la Iglesia cuando no es ciencia, sino un prejuicio que se vierte encima de la realidad eclesial y lo que Dios dice).
En este salmo se define el destino del hombre, el sentido de su vida (el sentido de su vida es la relación con quien lo crea: «De la boca de los niños de pecho has sacado una alabanza contra tus enemigos»).
¿Por qué Dios valora el pequeño gesto, el instante que pasa, cuando el hombre trata de expresarse? Porque el hombre es relación con Él. Hemos dicho otras veces que el cosmos alcanza un determinado punto de evolución o nivel, en el que se convierte en autoconciencia (10): ese punto se llama yo. El yo es la autoconciencia del mundo, del cosmos, de sí. Y entonces el cosmos, tal y como es, es la disposición del contexto en el que se vive la relación con Dios, la relación con el Misterio.
Por tanto, veis que hablar de trabajo es realmente interesante si por trabajo entendemos lo que deberíamos entender (y, sin embargo, la mayor parte de nosotros no lo entiende ni siquiera un poco). El trabajo es algo grande, al igual que el hombre es una pequeña realidad que dice: «Señor, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él?». Entre todos los seres del cosmos, el hombre es como una centésima, una milésima, una diezmilésima de los seres que existen. Pero la grandeza del hombre –su dignidad y su gloria– depende del hecho de que el hombre, cada hombre, es relación con el infinito. Y para vivir esta relación, para realizar su persona –porque la felicidad es el final de este proceso que es la penetración en lo eterno– el hombre debe hacer suyo todo lo que Dios ha hecho.
Llega un momento en que uno reza todos los días el salmo octavo de David.
Quería decir ahora qué es el trabajo para un cristiano y cómo Cristo usó esta palabra. Si usamos esta palabra prescindiendo de Cristo, todo decae o acaba siendo violencia: la violencia del poder o la que se sufre sin posibilidad de recuperarse.
La profundización en la palabra “trabajo” es tal vez el principio del cambio que debemos asumir en la sociedad en que vivimos: cambio en cómo nos tratamos a nosotros mismos, porque Cristo, Dios, nos ofrece una posibilidad de cambio a través de la sociedad en que vivimos. No es la sociedad el instrumento que nos trasmite la fuerza de Dios, sino la gran Presencia que la Iglesia nos da continuamente mediante los sacramentos y las expresiones de fe del pueblo cristiano. «Dios, tú eres mi fuerza y mi canto» (10), fuerza y canto: potencia operativa y creadora; y, por tanto, fuente de alegría y, antes aún, de leticia –porque la alegría se da en determinados momentos, la leticia se convierte en algo constante, en el substrato de cada día–.
Para un cristiano el trabajo es el aspecto más concreto, más árido y concreto, más fatigoso y concreto del amor a Cristo.
El amor a Cristo –más que cualquier otra relación– reclama al hecho de que el amor es un juicio de la inteligencia que arrastra consigo toda nuestra sensibilidad, toda la sensibilidad humana. Si no, el juicio es mezquino, como el de los jueces de nuestra época; pero también el nuestro desde el púlpito, cuando somos moralistas e insistimos siempre en cómo deben ser las cosas y, por tanto, no juzgamos los hechos según la tensión hacia el bien y la justicia que hace al hombre moral: pesamos solamente el resultado negativo, o la traición, que reprochamos a los demás, pero nunca a nosotros mismos.
El amor a Cristo es un juicio de la inteligencia. El amor –no solo «el amor a Cristo»– es un juicio, implica un juicio. El juicio es el reconocimiento de la verdad, es el reconocimiento del ser. El juicio es la mirada al ser con la percepción de un niño: el resultado es la admiración por la realidad que aparece ante mis ojos. Si esto se mantiene, se entiende cómo es la mirada del hombre sobre todas las cosas, su relación con todo. Las certezas nacen de ahí, las evidencias que dan certeza nacen de ahí. De lo contrario, nuestras convicciones serían dictados del poder, es decir, nacerían de algo extraño a nosotros mismos, que reduce el valor de las cosas y lo cambia según su conveniencia: el poder solo quiere súbditos, esclavos.
Por eso, el trabajo nos obliga a ser más cristianos, a reconsiderar nuestro amor a Cristo, a plantearme cómo vivo, a pensar en la utilidad de mi vida y para qué se nos da todo.
El trabajo es el aspecto más concreto –más árido y fatigoso (¡pero concreto!)– de nuestro amor a Cristo: concreto quiere decir existencial, integrado en lo que nos rodea, en las circunstancias.
Me he detenido en la afirmación de que el amor a Cristo (pero no solo a Cristo, sino también a tu compañero, a lo que te gustaría hacer con otras personas o el amor de una madre hacia su hijo) es un juicio de la inteligencia que arrastra consigo toda la sensibilidad humana. La sensibilidad humana indica la exigencia satisfecha de la promesa que es la vida, de la promesa que constituye nuestra estructura original. La inteligencia indica el reconocimiento de que Jesús es Dios, reconocer a Dios hecho hombre. Si existe un hombre que es Dios (como se lee en el evangelio de Navidad o como recuerda el Ángelus), expresar una necesidad o una situación determinada en el diálogo con este hombre –es decir, la oración– representa la sinceridad y la seriedad de ser hombres.
«La inteligencia arrastra consigo toda la sensibilidad humana»: ¡frente a este hombre la inteligencia no puede no arrastrar consigo toda mi sensibilidad! También le debería suceder –lo debes admitir– a tu sensibilidad que no se mueve, porque no la despiertas, ¡entre otras cosas! Eres pasivo, en última instancia, pasivo y esperas que la compañía te sustituya, esperas que las fórmulas y lo que nos decimos te sustituyan. En cambio no, eres tú el que... No puedo ponerme ahora a recordarnos qué es la libertad: leed los Ejercicios de la Fraternidad del año pasado (12).
El trabajo es el aspecto más concreto, árido y fatigoso, de nuestro amor a Cristo: hablo de esto porque en el retiro anterior abordasteis la memoria de Cristo, el valor de la memoria de Cristo; por tanto, intervengo suponiendo que hablar de memoria supuso para vosotros un reclamo real.
Por su naturaleza el amor a Cristo ordena y apacigua el deseo que domina en nuestra vida, el de la felicidad; pero lo satisface de forma que lo hace verdadero, como se constata en que nuestro deseo de felicidad se convierte en deseo de que todos los hombres lleguen a ser felices. Mi madre era tan religiosa... Solo después comprendí todo lo que me había dado y qué gratitud tan grande le debía, le debía a Dios que se me manifestó a través de ella: porque todas las noches, cuando venía a arroparme a la cama –lo recuerdo desde los cinco años, hasta que me fui al seminario (a los diez años)–, ni una sola noche dejó de decirme: «Acordémonos de los pobres...», «Acordémonos de lo que ha pasado en Japón», «Piensa en la guerra que hay en China...». Me llamaba la atención incluso siendo más mayor, durante los primeros años del seminario, cuando nadie hablaba de China, ni mucho menos de los pobres (eso sí, decían: «A los pobres hay que darles limosna»).
El amor a Cristo, por su naturaleza, ordena y apacigua el deseo que domina nuestra vida, es decir, satisface el deseo que constituye nuestra vida como una promesa indiscutible.
Porque la promesa es la naturaleza de nuestro corazón: inteligencia y afectividad (juicio que arrastra consigo toda la sensibilidad del corazón). La realidad que se presenta ante tus ojos, el ser de la realidad, te impacta: es evidente que esta persona está ante ti, es evidente que esta persona te quiere, porque se inclina hacia ti –cuando mi tía me cuidaba, ¡yo sentía que era parte de mi madre!–. Yo tenía una tía soltera que era muy inteligente. A los cincuenta años se dio cuenta de que ya no se iba a casar e hizo un grupo de solteras en la parroquia que «compuso» la vida de mucha gente. «Compuso», es decir, ordenó y apaciguó la vida de muchas personas, porque cuando afirma lo que está en el fondo de su existencia, el hombre descansa, como dice un salmo de las Completas: «En paz me acuesto y enseguida me duermo» (12).
Entonces, ¿qué es el trabajo para ser algo tan definitivo y decisivo (he dicho que el trabajo es el aspecto más concreto del amor a Cristo)? Pensad en quien esta mañana ha ido a trabajar a la Pirelli o a la Fiat, y pasa ocho horas allí (están intentando organizar una huelga que un determinado sindicato desaconseja porque dice que la huelga va contra el gobierno: ahora, lo primero es salvar el gobierno, después, resolver el problema del paro, preocuparse por la justicia... ¡Pero la justicia no concebida como un instrumento para eliminar a los adversarios!). El trabajo es la expresión total de la persona. Si lo que hemos dicho antes es justo, es decir, si el hombre es relación con el infinito, con lo eterno, con el Misterio –se puede decir así: «relación con el Misterio», porque explica mejor la realidad, la verdad de lo que digo–, entonces el trabajo verdaderamente afecta a todo, a todas las expresiones de la persona. Todo lo que expresa a la persona como relación con el infinito se llama “trabajo”. Porque lo que hace el albañil al poner ladrillos o el minero al cavar un túnel, es relación con Dios: por eso, tienen que ser respetados, por eso deben ser objeto de una justicia real y también de amor, es decir, de ayuda. ¿Por qué? Porque son trabajadores y, por tanto, están llamados a amar a Cristo. ¿Por qué existe semejante vínculo entre amar a Cristo y el trabajo? Porque el trabajo es la forma más expresiva de la personalidad humana, de la relación que el hombre tiene con Dios (Jesús define a Dios como el eterno trabajador) (13).
En la carta a los Efesios, san Pablo escribe: (14) «No dejo de dar gracias a Dios por vosotros, recordándoos en mis oraciones, para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria [generador de gloria], os conceda espíritu de sabiduría y de revelación para conocerle perfectamente [¡este es también nuestro deseo!]. Ilumine los ojos de vuestro corazón [los ojos de la mente, que después, como consecuencia, se convierten incluso en ojos físicos que ven lo que los demás no ven, también las apariencias] para que conozcáis cuál es la esperanza a la que habéis sido llamados por él; cuál la riqueza de la gloria otorgada por él en herencia a los santos [qué tesoro de gloria encierra nuestro seguimiento a los santos: “Mirad todos los días el rostro de los santos y obtened consuelo de sus discursos” (15) escribió don Villa en una pared de su casa, en la que vivió poco tiempo, en una parroquia del centro de Milán, la de San Bábila] y cuál la soberana grandeza de su poder [de su Presencia, mejor. Cuál la extraordinaria grandeza de su poder para conmigo], para con nosotros, los creyentes, conforme a la eficacia de su fuerza poderosa que [el Misterio] desplegó en Cristo [en el hombre Cristo], resucitándole de entre los muertos y sentándole a su diestra en los cielos [Cristo, con su muerte y resurrección, expresa al hombre entero, al hombre en el límite de su existencia de niño, cuando tiene que crecer igual que cualquier animal, y de adulto, cuando se confunde en medio de sus ideas], por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación y de todo cuanto tiene nombre no solo en este mundo sino también en el venidero. Bajo sus pies sometió todas las cosas y le constituyó Cabeza suprema de la Iglesia, que es su Cuerpo, la Plenitud del que lo llena todo en todo».
Cristo, que construye en el tiempo su cuerpo, que dilata su cuerpo (lo engrandece con la fuerza que el Misterio –el Misterio de su Espíritu– le da, porque el Misterio lo tomó y lo introdujo en la naturaleza misma de Dios: Dios se hizo hombre), este Cristo, Dios hecho hombre, recibió todas las cosas (¡todo!) bajo sus pies. Y el Misterio «le constituyó Cabeza suprema de la Iglesia [que es el lugar donde todo, mediante la conciencia activa del hombre llamado, del bautizado, del hombre que ha conocido a Cristo, participa de alguna forma en su cuerpo]. Bajo sus pies sometió todas las cosas y le constituyó Cabeza suprema de la Iglesia, que es su Cuerpo [la Iglesia es el cuerpo de Cristo], la Plenitud del que lo llena todo en todo. La Iglesia es el lugar de Aquel que lo llena todo en todo, que posee el dominio, el señorío sobre toda la historia. Por eso, decimos que el sentido de la historia es la gloria de este hombre, que todos den gloria a este hombre: porque el cuerpo de este hombre es la plenitud del que lo llena todo en todo. La plenitud de todas las cosas es como un río que lleva al mar y el mar donde todo confluye es Cristo: en la historia todo confluye en Él. ¿Cómo confluye en Él? Este río gigantesco empieza como un riachuelo; este riachuelo se hace cada vez más grande asimilando todas las cosas: es como el cauce que empieza en una fuente y tiene tres centímetros de ancho, después treinta, después cuarenta y después cien mil. La Iglesia es, en la historia, el instrumento necesario para que todos los hombres lleguen a Cristo. De esta forma, partiendo de pocos, mediante un misterioso dinamismo, pero que se puede constatar y que se llama testimonio de la fe, la Iglesia le ha dado a Cristo toda su historia».
Si el trabajo expresa al hombre que entra en relación con las cosas, el amor a Cristo tiene que ver con él, está en su raíz, porque todas las cosas son de Cristo. Esto se verá al final del mundo, el último día, pero el método de Dios, el plan de Dios prevé que ese día esté precedido por la historia de la Iglesia como cuerpo de Cristo, esté precedido por la historia del cuerpo de Cristo en el tiempo.
¿De qué manera nosotros contribuimos a construir la Iglesia, a llevar a cabo el deber que tiene, a realizar la tarea de la Iglesia? ¿Cómo contribuimos a hacer más rico el cuerpo de Cristo, a dar gloria a Cristo, que es la finalidad y el sentido de la vida de todo hombre que ha sido llamado a esto (el único criterio que, con todas sus debilidades y deserciones, el hombre debe seguir)? ¿Cómo contribuimos a esto? Si vivimos –y cuanto más vivimos– cada acción, cada acto que nos expresa –el sujeto adecuado de una acción es la conciencia que uno tiene de sí mismo–, según la mentalidad de Cristo y no según la mentalidad del mundo. La mentalidad mundana es la expresión del instinto y de una reacción, o bien la expresión del poder, de una posesión. La diferencia entre una relación justa entre el hombre y la mujer y una relación no adecuada, mentirosa, radica aquí. En que la relación no se concibe según la mentalidad de Cristo: Cristo no significa nada en esa relación, no tiene nada que ver con ella, solo cuentan el instinto o el cálculo, por lo que la relación se convierte siempre –¡siempre!– en violencia.
En la medida en la que el hombre vive la fe en Cristo, vive la memoria de Cristo en todo lo que hace, en esa medida, la Iglesia vive, renace, se dilata y, dilatándose, acoge a otros, como veréis cuando meditéis sobre la misión.
Durante estos meses he recibido muchas cartas en las que me decían: «¿Qué utilidad tiene la virginidad?», «¿Dónde está el ciento por uno?», «Además, sin hijos –dicen las mujeres–, si no se tienen hijos, no se es verdaderamente mujer». A pesar de la apariencia de verdad que contienen estos juicios, son juicios que manifiestan un tipo de inteligencia que no ha tenido la gracia de tener como objeto el hecho cristiano, el acontecimiento cristiano: no lo han visto. Igual que yo, la primera vez que fui a Brasil en barco, en un momento determinado, después de pasar por Gibraltar vi algo en alto, un triángulo en alto y pregunté al capitán: «Capitán, ¿qué es eso?». «Es la cumbre del volcán de Tenerife» (después, al pasar a la vuelta lo vi desde el avión). Volamos sobre Tenerife «bordeando» toda la isla a las ocho de la tarde; cuando le pregunté aquello al capitán eran las ocho de la mañana: ¡tardamos doce horas en ver ese dichoso volcán! (16). Pero ninguno de mis compañeros de viaje había visto aquel triángulo que despuntaba entre la niebla y que apareció después entre las seis y las ocho de la tarde.
En cualquier caso, lo que quería deciros es que el nexo entre el trabajo y Cristo es un nexo objetivo, porque todo lo que existe es de Cristo: el es el Señor, Rex universo; en Cristo todo se hace uno –¡uno!–, como canta la liturgia de Cristo Rey. Christe cunctorum dominator alme (17): oh Cristo, Señor fecundo de todo.
La fecundidad de la vida del hombre no depende necesariamente de que se realice en él la experiencia que tiene el gato con la gata, o el perro con la perra (o el toro con la vaca, por poner un ejemplo más digno), sino de que se convierta en generador de criaturas encaminadas hacia su plenitud, hacia su felicidad. La fecundidad humana consiste en revelar el sentido de la vida, educar al sentido de la vida, dar testimonio del sentido que tiene la vida (siendo Cristo el sentido de la vida, ese Cristo que se hace presente en el mundo, en la historia, mediante la dilatación de su cuerpo).
¿Os acordáis del ejemplo que ponía de los niños que se acercaron a los pies de Jesús? (18) Los más pequeños ven una mano que acaricia su cabeza, y ven un vestido rojo, una túnica roja, pero no ven la cara de la persona que está ahí. Sin embargo, después de muchos años, cuando sean viejos, recordarán esos momentos. Las vestiduras de Cristo somos nosotros, ahora, en este paso rapidísimo que es la vida: «La vida del hombre es un soplo» (19), dice el salmo 89. «La vida del hombre es un soplo»: cuando tengáis setenta o setenta y seis años esto se os hará evidente (¡mientras se está dentro no se entiende, porque parece que todo está presente ante uno!).
Siendo, por tanto, el trabajo la expresión de la relación de la persona con las cosas y con la realidad presente, lo que nos hace capaces de trabajar es el amor a Cristo. Es algo totalmente distinto cuando uno va al trabajo por amor a Cristo, cuando uno trabaja haciendo memoria de Cristo: se tiene una atención a todo, una finura en todos los detalles, una paciencia en el tiempo, un respeto, por tanto, al tiempo que requieren las cosas, y la ausencia de murmuración, uno no se lamenta de las circunstancias desagradables. Es más, se reaviva en él el sentido de fraternidad incluso hacia quien le roba la casa, hacia el poderoso, el señor, el jefe (¡deberían usar más esta solidaridad entre ellos: contra los sindicatos que no se mueven demasiado por el valor de la persona, sino por un juicio en función de su partido político!).
El amor a Cristo se da en la medida en que uno percibe esta misión en el trabajo, la naturaleza del trabajo. La relación con Dios es relación con Cristo, porque el Misterio se ha revelado en ese hombre y muchas de las cosas que ese hombre nos dijo son haces de luz en la oscuridad del Misterio (pero no se nos ha revelado todo; y no solo eso, porque, por ejemplo, le preguntaron a Cristo: «¿Cuándo vendrá ese día, el último día?». «Nadie conoce el día ni la hora, ni siquiera el Hijo del Hombre» (20). El Misterio no se agota al comunicarse. La finalidad de Dios al crear al hombre fue crear alguien que le reconociera; creó una relación familiar, que las primeras páginas de la Biblia describen con hermosas pinceladas: «Dios bajaba a hablar con ellos al caer la tarde») (21).
Si amamos a Cristo, trabajamos mejor porque comprendemos. Los trabajadores que iban conmigo en los trenes, desde el seminario de Venegono hasta Milán, cuando empecé GS (bajaba incluso tres veces al día, hora y media para venir y otra hora y media para volver, por tanto, cuando venía tres veces al día era tremendo) (22), no comprendían (por eso se hicieron comunistas. ¡Los comunistas desean el poder igual que un cristiano desea el Paraíso! ¡Y ahora en Italia han llegado al poder! No han llegado ellos solos: han llegado con la ayuda incluso de los católicos. Y esto ha sucedido porque algunas asociaciones católicas estaban más determinadas por el sentido de la organización que por el deseo de recuperar su relación con Cristo y la relación de la sociedad con Cristo).
En cualquier caso, la verdad del trabajo depende de la relación con Cristo: la verdad de cualquier relación. El trabajo es la expresión del hombre que usa, manipula todo lo que tiene a su alrededor. Ante todo su propio cuerpo, su mujer, sus hijos, su madre y su padre: todo es trabajo porque es expresión del yo. Si esta expresión del yo se vive en Su memoria, entonces todo es diferente, todo está destinado a ser diferente. Cuántas veces me dicen: «Un compañero de trabajo que está impresionado por lo que digo o por lo que hago o por mi actitud, me ha dicho “¿Por qué eres así?”». Esta es la pregunta que todos se hacen antes de convertirse al cristianismo: «¿Por qué sois así?».
Por eso, el trabajo, en cualquier acepción, es proporcional al amor a Cristo. Pero también es verdad lo contrario: el amor a Cristo regenera todo en nuestro trabajo. El amor a Cristo, por tanto, no es verdadero si no interviene de alguna forma en la gran kermesse de nuestro trabajo. No se puede amar el trabajo si no se ama a Cristo: se soporta el trabajo, se tolera; nos adaptamos a él («porque tengo que ganar el sueldo a fin de mes»).
Cuando habléis o hablemos de la “casa” y de la “regla”, hablaremos del trabajo: eso es trabajo. Levantarse por la mañana, rezar Laudes y ver esas caras –cuatro, cinco, seis, diez caras–, verlas tan decaídas o sin motivo para empezar el día (porque en la mayor parte de nosotros sucede así), o no verlas siquiera porque no vinieron (esto es peor todavía): soportar o tolerar esto, es un trabajo, venciendo un katéchon, un obstáculo (porque para ir a trabajar a las ocho de la mañana a la fábrica ¡tienes que superar el obstáculo de salir de casa a las siete!). El amor a Cristo explica todo esto y hace que la relación con los hombres y con las cosas sea, no «tolerable», sino amorosa. Amorosa: una expresión de nosotros mismos que nunca habríamos previsto, nunca habríamos imaginado. El amor a Cristo hace posible todo y lo simplifica todo.
El amor a Cristo es un juicio de la inteligencia –os decía– que arrastra consigo toda la sensibilidad humana; es un juicio sobre la relación que tengo con determinadas personas o determinados ambientes o determinados lugares de la Iglesia donde se entiende que Cristo está presente, porque todo cambia en su nombre, porque algo sucede a quienes van allí. El juicio de la inteligencia es: «Aquí está Cristo»; esto impresiona nuestra persona, nuestra personalidad, nuestra historia y despierta una evidencia y un gusto, una certeza y un gusto cierto proporcional a nuestra manera de hacer las cosas: empieza a hacer verdaderas nuestras relaciones.
Ir a la universidad luego, para enseñar o aprender, o ir a la fábrica donde eres el director, el subdirector o uno cualquiera, es realizar un trabajo cuyo objeto adecuado es el amor a Cristo. Porque Cristo es el sentido de todo y la memoria de Cristo el trasfondo de toda realización, de toda creación. Cuando nuestros dedos plasman –como los de Dios plasman el cielo y las estrellas– lo que hacemos, hacemos presente a Cristo en lo que hacemos. Por eso vale la pena ir a trabajar.
Añadid esta premisa a todo lo que leáis u oigáis sobre el trabajo. He insistido en ello porque no es habitual oír hablar de que el trabajo es el aspecto más concreto, aunque árido, árido y fatigoso, de nuestro amor a Cristo.
Tenemos que decir que Cristo es tan interesante que ya no podemos eliminarlo, no es posible eliminarlo: cuando entra y da un puñetazo en el estómago, cuando se ha producido un sobresalto, cuando se han abierto un poco los ojos con un mínimo de sorpresa, tu vida está llamada a despertarse entera con este primer impulso. Porque si no existiese Cristo, sería una criatura finita (23). ¿Quién lo decía? San Gregorio Nacianceno.
Mario Vittorino en el siglo IV, el último gran escritor lo decía de otra forma: «Cuando encontré a Cristo me descubrí hombre» (24). O también lo que escribí en una imagen cuando estaba en el seminario –un rostro de Cristo de Carracci–: «Creo que no podría vivir si no volviera a oírle hablar» (25).
Tenemos que pedirle a la Virgen la gracia de creer verdaderamente y con alegría profunda porque no hay ninguna verdad más evidente que esta en nuestra vida y porque la evidencia arrastra consigo todo el flujo de la sensibilidad humana. Por eso no se puede conocer sin afecto: sin afecto no se da el conocimiento, sino solo la proyección de nuestro prejuicio, de un juicio previo sobre las cosas. Lo que hace a la inteligencia capaz de aferrar algo es la sorpresa que las cosas producen en nosotros (para el niño es así). Como dice el salmo: «Porque Tú me has formado, me has tejido en el vientre de mi madre» (26), también nosotros debemos pensar en Dios así. Cuando Cocagnac nos hace cantar «Oh, si tu savais combien je t'aime, tu retournerais Jerusalem», «volverías a mí, Jerusalén, si supieras cuanto te amo», ¡en vez de excusarnos debe prevalecer el apego a Cristo!
Pero para poder hablar así debemos concebir todas nuestras relaciones como ofrecimiento a Cristo. Entonces nuestra relación con todo se convierte en parte de las vestiduras de Cristo, del cuerpo de Cristo que se dilata en la historia. Cristo está presente para esto, totalmente presente y ¡no solo a través de la Eucaristía! La Eucaristía es el gran signo, el Misterio que se identifica con el signo; pero todo el contexto humano –la Eucaristía es la culminación de nuestra relación con el sentido de la vida, con el Misterio–, toda la vida humana tiene por objeto esto. Por esta relación el hombre extiende la mano, toma las cosas y las plasma; y, entonces, los demás al pasar por allí y ver el mundo plasmado de forma distinta se sorprenden y preguntan: «¿Qué es esto? No hay ningún lugar del mundo donde exista una “empresa” así!».
Notas
1. AM Cocagnac, «Chant de penitence», en Il libro dei canti, Jaca Book, Milán 1976, pp. 520-521
2. 1 Cor 15, 28.
3. Tu o de la amistad, Apuntes de las meditaciones de L. Giussani en los Ejercicios de la Fraternidad, Rimini 1997.
4. Cfr. Sal 51, 5; 61, 5; Is 59, 3; Ger 6, 13; 8, 10; 9, 4.
5. «Il n’est pas d’idéal auquel nous puissions nous sacrifier, car des tous nous connaissons les mensonges, nous qui ne savons point ce qu’est la vérité» (A. Malraux, La Tentation de l’Occident, Bernard Grasset, Paris 1926, p. 216).
6. Cf. Dt 6, 6-9.
7. Cf. Rm 14, 8; 1 Cor 10, 31; 1 Ts 5, 10.
8. Cf. Jn 14, 6.
9. Cf. L. Giussani, «Tu» (o dell’amicizia), BUR, Milán 1997, p. 329.
10. Cf. Es 15, 2; Sal 117, 14; Is 12, 2.
11. Tu o de la amistad, Apuntes de las meditaciones de L. Giussani en los Ejercicios de la Fraternidad, op. cit., pp. 17-18.
12. Sal 4, 9.
13. Cf. Jn 5, 17.
14. Ef 1, 16-23.
15. Didachè, IV, 2, in I padri apostolici, Città Nuova editrice, Milán 1978, p. 32.
16. Cf. L. Giussani, Si può (veramente?!) vivere così?, BUR, Milán 1996, p. 137.
17. «Christe cunctorum», Himno de la dedicación del templo, en Analecta Hymnica Medii Aevi, vol. 27, a cargo de C. Blume, Leipzig 1897, p. 265.
18. Cf. Tu o de la amistad, Apuntes de las meditaciones de L. Giussani en los Ejercicios de la Fraternidad, op. cit., p.31.
19. Cf. Sal 89, 9.
20. Cf. Mt 24, 36; Mc 13, 32.
21. Cf. Gen 3, 8.
22. Cf. L. Giussani, «Tu» (o dell’amicizia), op. cit., pp. 52-53.
23. San Gregorio Nacianceno, «Carmina» II/I, carme LXXIV, vv. 4-12, en Patrologia Graeca, XXXVII, Paris 1862, coll. 1421-1422.
24. M. Vittorino, In epist. ad Ephesios, libro II, cap. 4, v. 14, en Marii Victorini Opera exegetica, vol. II, ed. F. Gori, Vindobone 1986, p. 16.
25. Cf. A.J. Möhler, Dell’unità della Chiesa, Tipografia e libreria Pirotta e C., Milán 1850, p. 52.
26. Cf. Sal 138, 13.
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