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PERÚ

Hacernos uno

13/10/2015

El domingo 4 de octubre se celebró en Lima, en la Escuela de Postgrado de la Universidad Católica Sedes Sapientiae, el encuentro "El milagro del perdón: testimonios de los cristianos de Oriente Medio". Días antes me preguntaba: ¿para qué?, ¿de qué me sirve un encuentro como este donde me cuentan algo que pasa tan lejos de mí y donde lo que yo puedo hacer es tan poco o nulo?
Fueron días en los cuales hay muchas cosas que quería hacer y que me generaban la sensación de que el tiempo no alcanzaba. Entonces, me pregunté: ¿por qué ir al encuentro y dejar de hacer cosas que podrían ser más útiles para mí y para otros? Esto, por supuesto, según un concepto de útil que parte de mí y no deja espacio al designio de Otro. En algún momento en que he puesto delante esta pregunta a mi esposo, me ha dicho: porque esto construye más tu persona. Un juicio claro, pero aún no mío. Sin embargo, en estos años, al menos, he aprendido a fiarme. Sobre todo de él, lo que es parte de la belleza del matrimonio cristiano. Así que fuimos juntos.

La sala estaba llena y la gente iba llegando. Empezamos con unos cantos; luego se presentó un power point con la situación de los cristianos en el mundo; los fallecidos, los perseguidos, los refugiados. Mapas y estadísticas. Cifras y datos alarmantes. Sin embargo, aún, yo no reaccionaba. Poco después, pasamos a los testimonios. Empezamos con el testimonio de la niña iraquí que se ha hecho conocido en las redes: Myriam. De ella ya se ha hablado en ya en Huellas. Ya había visto el video, pero esta vez presté más atención.

Estos hechos que nos presentaron –el video de Myriam y el canto que comparte: “Qué alegre fue el día en que creí en Cristo… una nueva vida, un día de alegría, cuando me reúno con mi amado… Motivado por el amor, Él vino. ¡Qué amor tan impresionante! Él me devolvió la justicia…”; luego, los 21 mártires coptos y sus familias, en paz ahora, en cuanto orgullosas por la fidelidad que ellos mostraron a Jesús, por quien entregaron su vida; y finalmente, el testimonio del padre Ibrahim Alsabbagh, un religioso de un convento franciscano de la ciudad de Alepo, en Siria… una Presencia diferente, en medio del Apocalipsis, tal como él mismo describía– fueron un testimonio precioso para mí de lo que significa verdaderamente ser cristiano en el mundo de hoy. No por la cruz que les ha tocado vivir, sino por lo que ser de Cristo significa en la vida, de ellos y de los que les rodean. Testimonios de vidas bellísimas, llenas de verdad. Que te permiten ver realmente cuál es la verdadera estatura del hombre.

Cuando el padre Ibrahim contaba que sufría por ver a la gente privada de su dignidad, cuando contaba que si una mujer tocaba a su puerta para pedir agua no veía si traía velo o no, si era cristiana o musulmana y que el sufrimiento de Jesucristo se veía en la humanidad de la gente de Alepo, tanto cristianos como musulmanes, me hacía pensar en qué es lo que construye verdaderamente la paz. Él dijo que bastaba la sal de pocos cristianos para dar sabor a la olla que era Alepo. Contaba que, obviamente, muchos se quieren ir. Uno pensaría que esto es lo razonable, sin embargo, ante esto, él dijo: “Dios nos ha plantado aquí y no tenemos derecho a arrancar esta planta”. Por eso permanecen allí y no se rinden, sino que, como nos testimonió, aman y perdonan más, están cada vez más llenos de gratitud por lo que Dios les da y tienen, en sus propias palabras, una razón para vivir y morir: Jesús.

Frente a estos testimonios, los números y las estadísticas se transformaron en rostros, en historias de personas que sufren y que desean lo mismo que yo, ser felices. Salí del encuentro muy conmovida. Salí, en primer lugar, en silencio. En ese silencio de cuando el corazón se llena de Su verdad, se llena de Él que se hace presente. Agradecida primero por estar ahí. Por haber sido objeto de Su misericordia una vez más, al fiarme y recibir el ciento por uno. Agradecida con el Movimiento, que a través de personas que deciden decir sí, que no tienen miedo a recargar sus “agendas”, que se comprometen, permiten que Cristo acontezca. Que por un amor, entregan su tiempo y su esfuerzo ¡a mí! A mí que me preguntaba si valía la pena ir… me recuerdan a qué se me llama, y ¡Quién me llama!
Ese día comprendí cómo estoy viviendo, el mundo pequeño en el que me muevo, en el que tantas veces todo se distorsiona y se vuelve un peso enorme que pretendo cargar… por lo general sola o molesta con la vida y con el mundo. ¡Qué luz de claridad entró en mi vida, dejándolo acontecer a Él!

Al día siguiente, conversando con unas amigas en el trabajo, les contaba lo visto y oído en el encuentro. Una de ellas preguntaba cómo podíamos hacer desde aquí en nuestra pequeñez. Además de contarle las alternativas concretas que nos propusieron para colaborar a través de AVSI y de algunas iniciativas locales de los universitarios de CL, pude contestarle que además podemos hacer algo también, respondiendo con seriedad a nuestra vida, a aquello que nos toca vivir, dentro de nuestra realidad. Recordé esta típica escena de mi niñez, común a muchos, cuando la mamá, frente a nuestro no querer comer algo que no nos gustaba, nos recordaba el hambre de los niños pobres… ¿acaso eso quitaría el hambre de estos niños? Seguro que no; pero tratar las cosas en su verdad y en su valor devuelve, de algún modo, la dignidad o la justicia a estas personas…. es hacernos uno con ellos de alguna manera. Del mismo modo podemos ser uno con los que sufren, viviendo la vida a la que el Señor nos llama, con la dignidad y la altura con que la viven estas personas a las que se les pide hoy mucho más que a nosotros.

Me decía una amiga: dejar pasar el Misterio entre nosotros vuelve extraordinario lo ordinario. Estos días trabajo con una conciencia diferente y pido por estas personas que sufren la violencia, mirando unos rostros que ahora no me resultan para nada lejanos…. esto verdaderamente construye un yo, construye un mundo diferente.

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