Estudiar Medicina exige una dedicación enorme. El proceso de selección es muy competitivo, y este clima ya domina durante los años de formación, que culminan con una lucha por conseguir un puesto en las especialidades médicas.
El pasado mes de diciembre, una de las revistas científicas más blasonadas del mundo (JAMA, 2016) publicó que, de media, el 27% de los estudiantes de Medicina presentan síntomas de depresión. Este tema volvió a salir a la luz cuando, en el primer trimestre de este año, se produjeron cuatro intentos de suicidio entre los alumnos de cuarto curso de Medicina en la Universidad de Sao Paulo (USP), la más prestigiosa del país. La institución se movilizó en busca de personas en situación de riesgo, pensando cómo actuar.
En medio de esta situación, un grupo de estudiantes católicos del mismo curso organizó un encuentro público con un profesor de psiquiatría, titulado "Nuestro rostro en la facultad". Este acto era un pequeño detalle en el abanico de propuestas que estos hechos estaban generando. Sin embargo, no pasó desapercibido. Su leitmotiv estaba bien claro ya desde antes de empezar: «Hacemos este gesto para ver la contribución que puede ofrecer la fe en esta situación de malestar del hombre de hoy». El día del evento, la platea estaba formada fundamentalmente por alumnos y profesores. La propuesta era muy distinto de lo que se venía ofreciendo esos días y se habló de un gran recurso que todos tenemos aunque nunca utilicemos: nuestra experiencia. «¿Qué es esto tan sencillo y banal a lo que llamamos experiencia humana? ¿Qué sucede cuando caigo en la cuenta de ella?». Hubo testimonios, preguntas y respuestas. Al final, la psicóloga responsable de atender a los estudiantes fue a buscar al grupo de universitarios que lo habían organizado y les dijo: «Venid a ayudarme con este método vuestro de la experiencia». En medio de ese ambiente científico, competitivo, donde abundan los análisis, un pequeño grupo de estudiantes supuso una auténtica novedad hablando sencillamente de la necesidad de aprender a hacer experiencia. No existe una circunstancia buena o mala, con todas se puede aprender y crecer, es decir, aprender a buscar y encontrar el propio rostro dentro de lo cotidiano.
Este hecho de hace unas semanas describe bien la situación que estamos viviendo y muestra una novedad. Nos encontramos ante circunstancias difíciles de interpretar, ante las cuales muchas veces no sabemos cómo movernos, y eso no les pasa solo a los adolescentes o a los jóvenes. Es evidente que existe un malestar, una incapacidad para vivir y, en consecuencia, una búsqueda de soluciones que la mayoría de las veces se revela insuficiente. De ahí nace un grito sordo, ahogado, porque no tenemos el valor de expresarlo y fácilmente termina convertido en desesperación. ¿Pero de qué es signo este grito? Es como si no pudiéramos seguir soportando la insatisfacción, la falta de sentido, el desinterés. Es el grito de quien necesita un camino para poder vivir. En el fondo, es el grito del deseo de infinito que todos llevamos dentro y que necesita una respuesta. Por eso, la gran palabra que hay que volver a descubrir es la palabra "educación".
¿Por qué "educación"? Un gran teólogo, Jungmann, citado recientemente por el Papa Francisco, definía la educación como «introducción en la realidad total». Pero entrar en la realidad total no significa conocer todos los detalles infinitos del mundo, no es esta idea de totalidad. Yo necesito a alguien que me ayude a percibir el significado de ese pedazo de realidad que tengo que vivir: el estudio, el trabajo, las preocupaciones, el amor, el futuro... Soy exigencia de una respuesta total, es decir, una respuesta que llegue hasta el fondo, hasta encontrar un significado.
Educar no es transmitir nociones. Si pensamos concretamente qué ha supuesto la educación para nosotros, cada uno verá que ha sido introducido en algo nuevo que ha hecho suyo, generando así un crecimiento personal. No ha sido encontrar a alguien que nos ha pasado definiciones o nociones, sino alguien que nos ha abierto una herida, porque no nos dejaba tranquilos. Nos generaba una intranquilidad buena, que abría un nuevo camino y despertaba mi humanidad adormecida. La experiencia de la educación consiste en esto: encontrar a alguien que no me deja tranquilo porque siempre da un paso más, abre de par en par las dimensiones de mi corazón e incrementa mi capacidad para contener algo, como un vaso que no deja de aumentar de tamaño de modo que cada vez puede contener más. Por eso es dramático, por eso es una herida; porque aumenta la sed de belleza, justicia y verdad.
La educación se puede comparar con la experiencia que uno vive cuando se ha perdido y alguien le indica el camino. Cuando encuentras a alguien así, en estas circunstancias, es fácil decir: «es un ángel»; te gustaría abrazarlo y darle un beso. ¿Por qué? Porque sin él tú no habrías llegado a otro lugar al que tenías que ir y, más importante, donde ahora tú puedes volver por sus propios pasos. La educación, con estos mismos matices, es ser introducidos en el significado de la realidad, y eso genera la experiencia de crecer. Algo crece en mí, algo me despierta, descubro mi rostro -por volver al encuentro de los alumnos de la USP-. Es la experiencia física de sentirme mayor, más "yo".
La educación acontece cuando alguien te enseña un método, es decir, un camino. Cuando hablamos de educación, ¿de qué estamos hablando? De personas con las que nos encontramos. Podemos usar aquí la palabra "maestro". Si lo pensamos por un instante, cada uno de nosotros podrá identificar en su vida a un maestro. ¿Quién ha sido este maestro? Alguien que te ha hecho entrar en el significado de la realidad, alguien que te ha indicado un camino, alguien que te ha enseñado un método para crecer. El maestro te guía hacia otra realidad que está "más allá" de sí mismo, algo fascinante que te hace desear seguirle para conocer de qué se trata. De ahí que esa persona tenga una mirada que brilla, y que por eso es fascinante. Generalmente, después de un tiempo, ya no nos acordamos de esas personas sabias e inteligentes que viven con luz propia, ciertos "gurús" iluminados. Existen muchas personas así, pero su fascinación pasa pronto. Recordamos y quedamos marcados por personas que en sus ojos tienen un horizonte más grande, una realidad que va más allá, un plus, algo que también ellos siguen y que les hace brillar. No solo los jóvenes, también los adultos sentimos su ausencia y necesitamos personas así ahora.
En el libro La belleza desarmada, Julián Carrón, presidente de la Fraternidad de Comunión y Liberación, cita un poema de Tagore que expresa el gran desafío que supone amar hoy la libertad: «En este mundo aquellos que me aman buscan por todos los medios tenerme atado a ellos. Tú amor es más grande que el suyo y, sin embargo, me dejas libre». Cuando existe un amor así, el joven los reconoce, porque reconoce a alguien que le da espacio para crecer.
Este es el desafío que los jóvenes nos plantean y que los adultos debemos aceptar. «Apostar por la capacidad que tiene el joven para saber juzgar», afirma Carrón en su libro. Esto es lo más fascinante, y lo que más suele faltar. Falta en nosotros confianza en la capacidad que tienen los jóvenes para saber juzgar, la confianza de que ellos tienen dentro algo que pueden empezar a usar. Cuando alguien les mira así, cuando un joven es mirado así, se despierta algo dentro de él, se siente liberado. Cuando soy libre para apostarlo todo por una persona -porque sé que tiene un corazón (esa sed de belleza, justicia y verdad) con el que puede comparar todo lo que le sucede y juzgar-, yo soy libre y él siente liberado. Pero eso comporta un riesgo.
¿De dónde esta confianza capaz de arriesgar? ¿Qué es lo que genera esta visión del futuro hasta el punto de saber educar con paciente y libertad, y así apostar por esta capacidad que tiene el joven, aun equivocándose, de encontrar algo verdadero, no desistir, volver a intentarlo al día siguiente y no desanimarse? La experiencia en el presente de algo que es seguro, vivo y verdadero, algo que en primer lugar genera en nosotros una sobreabundancia y una esperanza. Solo con una certeza así, que sostiene el futuro entero, sin que nos dominen el miedo y la incertidumbre, podremos tener esta paciencia inagotable. Esto se llama esperanza.
Solo con esperanza es posible construir y dar el tiempo necesario para que el otro pueda comprender. Tenemos un ejemplo claro y actual: el Papa Francisco. O es un visionario y vive apoyado en una Presencia que le da certeza frente al futuro, aun con todas las preguntas que la historia plantea. Solo con la certeza de Alguien que me está esperando, puedo no desanimarme cuando caigo, y puedo volver a caminar y reanudar la marcha. Esta experiencia en el presente genera energía creativa en quien educa.
Toda esta energía creativa nace de algo que sucede en el presente y que nosotros, los adultos, podemos descubrir. Aquellos alumnos de Medicina lo llamaban «la contribución de la fe» e hicieron una propuesta. Este es un momento de emergencia porque hace falta buscar con lealtad, buscar si existe alguien que viva con esta esperanza y con esta certeza. Y si esto me interesa, ir hasta el fondo, hasta descubrir qué es lo que le hace posible vivir así, como quien ha descubierto un método que le hace capaz de vivir.
«Es suficiente una vela encendida para iluminar la noche más oscura», decía el Papa Francisco. Esta vela eran esos alumnos de Medicina que, en medio de la noche oscura del drama de tantos compañeros suyos, han sido protagonistas de una novedad, siguiendo a aquellos que no se dejaban dominar por el miedo, proponiendo un camino de certeza y esperanza. Ante los problemas del "yo" que no consigue hallar la paz, necesitamos seguir estas "velas" con sencillez y decisión, sin quedarnos encerrados en lo que ya sabemos.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón