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Cuando la universidad es una ventana abierta al mundo

Francesca Capitelli
25/11/2014
Universidad Católica de Milán.
Universidad Católica de Milán.

El Aula Magna llena de gente, los estudiantes apretujados en las últimas filas. Nadie quiere perderse la ceremonia de apertura del año académico en la Universidad Católica de Milán, que se puede seguir en video desde otra aula. Los profesores se sientan en las filas de delante, mientras que por el escenario desfilan los decanos de las facultades y el rector. Asisten el cardenal Angelo Scola, arzobispo de Milán, tras celebrar la misa en la basílica de San Ambrosio, y monseñor Claudio Giuliodori, asistente eclesiástico general de la Universidad. El encargado de pronunciar la lectio magistralis será monseñor Silvano Maria Tomasi, observador permanente de la Santa Sede en las Naciones Unidas en Ginebra.

«Las universidades deben volver a ser lugares donde la enseñanza no sea solo una forma de aprendizaje sino sobre todo un lugar de educación», dice el profesor Franco Anelli, rector del Ateneo, al presentar a Tomasi. La Universidad Católica, tal como la imaginó hace casi cien años el padre Agostino Gemelli, debe ser «un foco de actividad científica, donde estudiantes y profesores puedan dialogar sobre “nuevas verdades”». «Las universidades son un lugar de misión», insistirá el cardenal Scola: son «comunidades de discípulos misioneros» a los que el Papa Francisco ha invitado a salir hacia las periferias para llevar el Evangelio allí donde sea necesario.

El único antídoto eficaz contra la «fragmentación y el subjetivismo del saber», que es el mayor riesgo que corre la educación según el arzobispo de Milán, es la “cultura del encuentro”, auspiciada por el Papa y de la que los cristianos deben ser «protagonistas fecundos». Hay que «saber guiar, ayudar y hacer crecer la utopía de un joven», porque es una riqueza, y «un joven sin utopía es un viejo precoz». Mientras que en cambio debería ser «un puente hacia el futuro».

También en 1945, al terminar la Segunda Guerra Mundial, se miraba a las nuevas generaciones cuando se repensaba un mundo que no debía sufrir más el flagelo de la guerra, apunta monseñor Tomasi al empezar su intervención. De ese deseo nacieron precisamente las Naciones Unidas, cuyo objetivo es el de «reafirmar la fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana, y en la igualdad de derechos entre hombres y mujeres».

Ahora, esta institución se encuentra ante una «crisis histórica». El mundo actual es fuertemente globalizado, está en continuo cambio, y los estados, como las instituciones supranacionales, se enfrentan al desafío de la «imposibilidad de afrontar crisis económicas, financieras, políticas y de seguridad por sí solos». Este impasse ha transformado el sentimiento de triunfo dominante en los años 90, al final de la guerra fría y tras la caída del muro de Berlín, en un constante ansiedad por los continuos vuelcos de la situación global. La única vía de salida, en opinión de Tomasi, se encuentra en la Doctrina Social de la Iglesia, es decir, en «una cultura fundada sobre los ideales de solidaridad y fraternidad». Como afirmaba el Papa Benedicto XVI en la encíclica Caritas in veritate, «la sociedad cada vez más globalizada nos hace más cercanos, pero no más hermanos». Con el solo uso de la razón es posible establecer reglas para la convivencia cívica, pero no es posible fundar la fraternidad, porque esta tiene su «origen en una vocación trascendente de Dios que nos ha enseñado por medio de su Hijo qué es la caridad fraterna».

La crisis histórica que estamos afrontando, afirma Tomasi, necesita un nuevo empuje ideal, que pueda implicar también a las Naciones Unidas, «foro natural para los procesos de reforma» y actor imperfecto en la escena global, pero que no debemos menospreciar, para «dar voz a los últimos y a los excluidos». El proyecto de la Iglesia en esta continua proliferación de crisis humanitarias es el de apoyar «sistemáticamente no la existencia de un super-estado sino de una autoridad supranacional con poderes reales, como expresión de la única familia humana».

El magisterio de la Iglesia recuerda que «el mensaje cristiano, desde su primer influjo social, sustituyó a la unidad construida por la fuerza con una unidad más profunda, basada en el respeto a la persona, a su dignidad y a su valor trascendente». El cristianismo se presentó históricamente como «instrumento agregador de la familia humana», con la tarea de exaltar y hacer madurar las peculiaridades y unicidades de cada pueblo.

Tomasi cita también el discurso de Juan Pablo II, cuando habló a las Naciones Unidas en 1995, constatando cómo una de las características fundamentales de nuestro tiempo es la búsqueda de la libertad. Una búsqueda, añade, que se funda sobre los derechos universales arraigados en la naturaleza de la persona y que «respetan las exigencias objetivas e imprescindibles de una ley moral universal». Este es el único denominador común del que se puede partir en una discusión sobre el futuro del mundo.

Sin embargo, todavía falta en el debate internacional una visión común, un ideal que guía a la familia humana, cada vez más globalizada, y que esté en línea con el movimiento de transición histórica que estamos viviendo. Según monseñor Tomasi, para afrontar las urgentes situaciones económicas, políticas y sociales, contagiadas por una visión extremista del individualismo, hace falta poner sobre la mesa de negociaciones «la riqueza de la Tradición y de las Sagradas Escrituras».

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